jueves, 25 de marzo de 2010

Indios ecológicos

En 1854, el gobierno norteamericano propuso a los Suquamish, tribu indígena de la costa noroeste, la compra de buena parte de sus tierras. El episodio poco tendría de memorable si no fuese por el discurso que Seattle, el viejo jefe, pronunció en respuesta. Cada una de sus frases se ha convertido en un proverbio del movimiento ecologista, se ha visto reproducida en carteles o camisetas, glosada en libros de enorme éxito editorial, y aclamada por iglesias progresistas americanas como palabra de un quinto evangelio:
El presidente, en Washington, nos avisa que quiere comprar nuestra tierra. Pero, ¿cómo podéis comprar o vender el cielo, la tierra? Esa idea nos es extraña. Si no poseemos la frescura del aire o el destello del agua, ¿cómo podéis comprarlo?... ¿Enseñaréis a vuestros hijos lo que hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre? Lo que le ocurre a la tierra les ocurre a todos los hijos de la tierra... Eso sabemos: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre que pertenece a la tierra. Todas las cosas están conectadas como la sangre que nos une a todos. El hombre no teje la red de la vida, es sólo una hebra suya...

El jefe Seattle supo mejor que nadie sintetizar ese abismo que separa dos modos de relación con el medio ambiente: el diálogo y el equilibrio característico de los pueblos autóctonos, la conquista y la dilapidación emprendidas por la sociedad occidental. Hay un solo inconveniente en ese quinto evangelio: es apócrifo.

El discurso de Seattle –de cuyas variantes y contexto se puede aprender bastante en el libro Answering Chief Seattle, de Albert Furtwangler- fue escrito en 1970 por un guionista de cine, Ted Perry, para un documental ecologista convenientemente titulado Home. En 1854, sí, el gobierno estadounidense hizo su propuesta de compra, y el jefe Seattle su discurso; pero todo lo que de él queda es un resumen publicado muy posteriormente, en el número de 29 de octubre de 1887 del Seattle Sunday Star, por un tal Henry A. Smith, que había estado presente en la ocasión, y que, muy impresionado por las palabras y la presencia del viejo orador, tomó algunas notas. Lo que dice Seattle-Smith se parece muy poco a lo que dice Seattle-Perry. En algunos puntos importantes dice exactamente lo contrario. Como todos los autores de apócrifos, Perry no creó de la nada: interpoló sus propias palabras en el viejo discurso; o mejor dicho, considerando la proporción, interpoló algunas frases truncadas de aquél en un texto totalmente nuevo. Eficaz escritor, pero no etnólogo ni geógrafo, cometió algunos errores de detalle -el más comentado, poner elegías a los bisontes muertos en boca de un jefe indígena de la costa noroeste, al que los bisontes no debían evocar gran cosa- y sobre todo ordenó el discurso en torno de una ontología que para el orador tenía probablemente muy poco sentido: la Tierra es una madre común de todos los seres, y así los ríos, los bosques, los antílopes o las águilas son nuestros hermanos; Dios es un padre común, lo que hace de indios y blancos hermanos también. En la versión Smith, el jefe Seattle elogia la oferta gubernamental, que le parece razonable ya que, derrotados y reducidos a un puñado, los indios no tienen ya derechos ni necesitan de mucho lugar. Nada de madre tierra, de fraternidad universal o de gran red que conecta a los seres, o de Dios común:

¡Vuestro Dios no es nuestro Dios! ¡Vuestro Dios ama a vuestro pueblo y odia al mío! Él abraza con sus fuertes brazos protectores al rostro pálido y lo lleva de la mano como un padre lleva a un hijo pequeño. Pero ha olvidado a sus hijos rojos, si es que realmente son suyos. Nuestro dios, el Gran Espíritu, parece habernos desamparado también... somos dos razas diferentes con orígenes distintos y destinos distintos. Hay poco en común entre nosotros.

Eso sí; el jefe Seattle advierte que todo es pasajero, y que así

El tiempo de vuestra decadencia puede estar lejos, pero llegará, con certeza, porque incluso el hombre blanco cuyo dios habló y anduvo con él como un amigo al lado de su amigo no puede estar exento del común destino. Podemos ser hermanos después de todo.

Muy bien, ¿y qué? Aunque lo apócrifo del discurso de Seattle-Perry haya sido suficientemente difundido en la prensa y en la Internet, aunque los adversarios del ecologismo en los EEUU lo hayan esgrimido con malicia, aunque el propio Perry parezca arrepentido de su hazaña y se muestre adverso al papel excesivo que la invención de la historia se reserva en la historia sin más (Perry es ahora profesor en Vermont); aunque algunas de las páginas-web que difunden la versión Perry tengan el cuidado de advertir a sus lectores de toda esta trama, es muy improbable que frases como las citadas al inicio dejen de ser divulgadas, y de ejercer su función de quinto evangelio. Los textos fundacionales del cristianismo –cuya lejanía temporal de la fuente es, por cierto, más considerable que la que separa el discurso de Seattle de su primera versión escrita – ya fueron puestos en evidencia del mismo modo, con un escándalo que los años han apagado, y siguen siendo aceptados por muchos como verdad, y por muchos otros como fundamento de toda verdad posible. La historia no es propiedad de los historiadores; la verdad histórica no agota la verdad; o por decirlo de otro modo, un buen apócrifo nunca consigue ser totalmente falso.

Lea si quiere el artículo completo en Revista de Occidente

1 comentario:

  1. querido maestro,

    y yo me pregunto como lo hacen en el verano para mantener al cuerpo del viejo mao enterito embalsamado... una vez escuché que el cuerpo de lenin una vez se estropeó con un black out, y se solicitó en periodicos por sosias del viejo lenin, y uno de ellos después desapareció, debe estar allí como fake en el lugar del otro. rarara, mejor no parecerse a ellos. mejor quietitos como turistas. besos, hasta, barbara

    ResponderEliminar

Un placer tenerte en Café Kabul. Escribe tu comentario aqui.