lunes, 5 de abril de 2010

Viajes amazónicos

Érase un viajero perdido en la ciudad, en su ciudad. Volvía de la guerra. Una guerra que, como siempre, había sido menos gloriosa que lo esperado. Humillado, vencido, dado por muerto, y además perdido. Todas las calles, todas las casas eran como la suya, pero ninguna era la suya. Ningún rostro le era totalmente extraño, pero no reconocía a nadie. Todos debían ser sus vecinos, pues todos sabían indicarle el camino de su casa: dos manzanas más allá, al final de la calle, allí a la vuelta de la esquina. Pero siempre en vano: era un hombre que no podía volver. Al fin, después de mucho tiempo de vagar, de ser un huésped clandestino en una casa, bien acogido pero inoportuno en otra, después de ser el amante de una noche de una mujer, de ayudar a otra, también sola, a dar a luz, después de ser adoptado por el matón del barrio –un matón decadente, enfermo y con dos mujeres borrachas que no sabían cocinar- llegó por fin a su propio hogar sin saberlo, sólo para caer en la trampa de un asesino, un maníaco que guardaba carne humana en la nevera. Pero era su casa, y la esposa del monstruo era la suya: inconstante, pero no totalmente infiel, pues le ayudó a libertarse y le acompañó en la huida. La alegría duró poco: después de haber sobrevivido a la guerra y al laberinto, el hombre perdido murió en casa de un amigo, envenenado por un inocente pan.

Esta pesadilla del hombre perdido es un mito de los Yaminawa, que habitan en la Alta Amazonía, en regiones fronterizas entre Brasil y Perú. En su versión original, algunos detalles difieren: la ciudad es una selva, las calles son senderos, los vecinos son animales (venados, pecaríes, anacondas, jaguares) aunque hablan y se comportan como humanos; el pan fatal un pedazo de mandioca. Los cambios no se han hecho por el capricho de elidir el exotismo del cuento: son necesarios para traducirlo en profundidad. Sin ellos no nos daríamos cuenta de que la narración original es también, en sí, una negación del exotismo. El hombre perdido, un avatar selvático y torpe de Ulises, es también el contrario de Ulises: en lugar de recorrer un mundo hostil poblado de monstruos a veces con faz humana, él se encuentra con animales que en la quietud de la noche le revelan su humanidad. Presas o predadores que, sorprendentemente amistosos, no huyen de él ni lo hacen huir, porque hablan, y muestran que son a su modo gentes como él: viven como él, nacen y aman como él, aplican las mismas reglas de hospitalidad. La moraleja del cuento es que lo ajeno es perturbadoramente igual, o que nada es ajeno cuando descubrimos que es humano. Por eso, si a la ciudad, cuando nos resulta extraña, le llamamos selva, es justo que a la selva, cuando se revela tan familiar, le llamemos ciudad. A Ulises, empeñado en volver a Ítaca, se lo impiden extraños designios divinos que lo condenan a errar siempre demasiado lejos de su isla. El héroe de los Yaminawa, indeciso e indiscreto, da vueltas sin fin, siempre en torno de su propio hogar, sin saber que es precisamente allí donde acecha el monstruo. Más que un antihéroe, es un anti-aventurero.
Lea si quiere el artículo completo en Revista de Occidente

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