jueves, 24 de junio de 2010

El último mohicano y sus descendientes

Muchas veces los índios americanos han encarnado en nuestra imaginación al Primer Hombre, al salvaje viviendo el gozo o la penúria de los inícios. Pero de un modo más especial han encarnado, también, al Último.
Ishi, el último representante vivo del pueblo Yahi, concluyó sus dias en el Museo de Antropología de la Universidad de Califórnia, como colaborador de Alfred Kroeber y como testimonio de un ocaso. Como tantos otros últimos –el Último Mohicano, la Última Ona- que nos recuerdan que el fin del mundo (de un mundo, de una memória, de una lengua) ya llegó hace tiempo para otros. Sobre todo en las Américas. Pocos años después de Colón, los conquistadores comenzaron a percibir que los índios se agostaban, sin que faltasen -acero, gérmenes o trabajo forzado- los motivos. La desaparición y el extermínio surgieron en los alegatos de los misioneros, y con el tiempo la demografia se tornó la disciplina más politica de la etnología americana: a mayor extinción, mayor agravio. Hasta hace treinta años, era casi obligatorio que los etnógrafos pronosticasen la desaparición inminente de los pueblos que estudiaban. Era una predicción excesiva, como el tiempo ha demostrado, como también ha demostrado que ese pesimismo era un arma de dos filos. Puede ser que el extermínio sea, al por mayor, un patrimônio moral para el movimiento indígena, pero al por menor, un indio extinto es un adversário mucho más cómodo: no debe reivindicar tierras, ni otros derechos. La extinción es el argumento más precioso de los agricultores blancos y de sus abogados allí donde derechos e intereses entran en conflicto. Empujados por la historia de un lado a otro de las fronteras trazadas sobre su antiguo território, los Guarani que transitan entre el Brasil, la Argentina, el Uruguay y el Paraguay han sentido en la carne esa prestidigitación que hace salir por una puerta a los dueños originales de la casa para hacerlos entrar por la otra como intrusos. El último indio de la literatura romántica es un icono entrañable de la nacionalidad, pero sus descendientes son una incongruência molesta.
Sometida a controversias, la desaparición pierde sus contornos. Los xetá, por ejemplo, pasaron en pocos años de la calidad de Primeros a la de Últimos. En las selvas del oeste del Paraná –ahora tan desaparecidas como ellos– se habían ocultado durante décadas de los blancos que extendían allí sus cafetales hasta que, a mediados de los años cincuenta, uno de sus grupos decidió aproximarse a una hacienda. Así descubiertos, causaron sensación entre indigenistas, etnólogos y cineastas, sorprendidos por la supervivencia de un pueblo de cazadores desnudos a orillas de la civilización. Pasaron los meses, y los vecinos blancos –labradores, funcionarios, camioneros de paso– les fueron alienando a sus hijos, movidos por lo que no eran, probablemente, sus peores sentimientos: qué mejor se podía hacer por los retoños de un pueblo condenado a la desaparición, que así podrían continuar viviendo al menos como criados de casas y haciendas. Por este expediente discreto y anticlimático, sin alarde bélico, los xetá habían desaparecido pocos años después. En los años noventa, la etnóloga e indigenista Carmen Lucia da Silva se dio al trabajo de inventariar aquel expolio y de buscar a los hijos de los xetá, que nunca más se habían visto entre sí: pudo encontrar a ocho. Reunidos en la ciudad, intercambiaron recuerdos y se atrevieron a probar una lengua vernácula nunca más oída. Alguien habló de la posibilidad de hacer resurgir aquel pueblo extinto.


Si quiere leer el resto del artículo, está en la revista Humboldt:

www.goethe.de/wis/bib/prj/hmb/the/ver/es4917561.htm

domingo, 20 de junio de 2010

Muletillas brasileñas para la crisis

Desde que llegué al Brasil en 1986 hasta hace unos cinco años este país ha vivido en crisis económica permanente. Décadas perdidas, inflación, deuda externa, deuda interna, estagnación, estagflación, ataques especulativos, inestabilidad cambial, crisis del ahorro, confiscación del ahorro, evasión, sonegación, riesgo-país, subempleo, corrupción, desempleo, disparidad regional, desequilibrios de la oferta, desmantelamiento de infraestructuras, black out energético, caos portuario, apagón aéreo… El valor de la experiencia es innegable: primero, otorga una cierta cultura económica a quien no se ha atrevido o decidido a cursar Economía, esa Ciencia Oculta de punta; más o menos como una enfermedad larga acaba haciendo que los enfermos compitan en saber con sus médicos. Después, permite contemplar la actual prosperidad del país con talante filosófico o hasta teológico: carpe diem. Y también la actual crisis de otros: sic transit gloria mundi, pulvis es et in pulverem reverteris, etcétera. Sabiendo de todos modos que las cosas no tienen solución pero que en general no son tan graves.
Países como el Brasil, por su vieja familiaridad con las crisis y con la pecuaria, tienen también un rico acervo de expresiones idiomáticas de las que ofrezco aquí unas cuantas, escogidas entre las que más me gustan, y que pueden servir muy bien para describir cosas que pasan en la escena política de un país en crisis:

Boi de piranha – Se trata de la res, en general vieja, o débil, o enferma, o flaca, a la que se hace pasar en cabeza de la manada por algún humedal que se teme pueda estar infestado de pirañas. La utilidad política de esa práctica no requiere mayor comentario.

A vaca foi pro brejo - Es decir, la vaca se ha ido al pantano y se ha atascado en él, y seguramente no habrá como sacarla. La traducción más fácil es “la jodimos”.

Gastar pólvora en chimango – Usar demasiado cuidado y recursos en algo que podría tratarse de modo más expeditivo. Los chimangos eran los miembros de una de las facciones en disputa en las guerras civiles de Rio Grande do Sul, en el siglo XIX, y se entendía que fusilarlos era un abuso cuando el degüello es evidentemente mas autosostenible.

Um pega-pra-capar – O sea, agarra para capar. Designa el momento en que los buenos modos y hasta las normas más elementales de la política se abandonan y cada uno parte a defender lo suyo y sólo lo suyo, como cuando el amor del pastor por su rebaño le lleva a privar a los machos jóvenes de algo que, en su opinión, les sobra. Cognata de la expresión arranca-rabo, igualmente auto-explicativa.

Boi voador – Buey que vuela. Uno de los gobernantes holandeses del Recife del siglo XVII hizo construir un hermoso puente y puso una taquilla para cobrar peaje, o, más propiamente hablando, pontazgo. Como el público hacia lo posible por no pasar el puente, anunció que en tal día, y justo al otro lado, un buey saldría volando de un edificio; como de hecho ocurrió, con la circunstancia de que el buey era de cartón y salió volando colgado de un cable; pero la muchedumbre reunida pagó en aquel día pontazgo suficiente para financiar la obra. Desde entonces la expresión designa ciertas maniobras políticas (o cierta credulidad del publico) que los brasileños, excesivamente autocríticos, piensan que son exclusivas de su país. Falso como vemos: ya el ejemplo de referencia fue importado de Europa.

A medida que la crisis se desarrolle continuaré ofreciendo otras muletillas.

viernes, 18 de junio de 2010

Manos sucias

Asistí hace muchos años a una representación de Las Manos Sucias, de Sartre. No recuerdo la trama pero sí, creo, el mensaje: la piedra de toque de un intelectual comprometido no es la fidelidad a sus principios o a sus convicciones, sino su capacidad de tomar partido, de ensuciarse las manos, de mojarse sin mirar en qué tipo de aguas se moja. No sé hasta cuándo o hasta dónde Sartre se hizo caso a sí mismo, no sé si fue él quien inventó la máxima o ya se la encontró hecha. Sé que las manos sucias se tornaron un imperativo para los intelectuales. Probablemente no tenia el mismo atractivo para otras categorías profesionales, que se ensucian las manos profanamente; para los intelectuales tiene un sabor atractivo, porque ni libros ni ideas ensucian mucho y la suciedad tiene algo inequívocamente vital. Para los intelectuales de izquierdas, digo; porque la derecha parece estar convencida de que mantiene las manos limpias haga lo que haga. Quizás es mejor evitar esos términos un poco en desuso, izquierda y derecha, y dividir el mundo entre los que sienten el deber de la suciedad y los que disfrutan del don de la limpieza innata.
No hace mucho volví a oír un encomio de las manos sucias: los intelectuales deben evitar esa relativa asepsia de su profesión y meter las manos en la masa, se supone que en la masa de cemento y arena que sirve para construir alguna cosa. A esa alegoría se le puede encontrar un defecto, y es que en general se queda en alegoría: los intelectuales que se ensucian las manos en general no se las ensucian empíricamente, no suelen ser duchos en artes agrarias, ni en albañilería, y si alguna vez matan a alguien, lo que viene a ser muy raro, es más fácil que sea de un tiro, que no deja en las manos más que algún rastro de pólvora, y no a cuchilladas. De modo que el ensuciarse las manos suele reducirse a tramitar burocracias, articular alianzas dudosas, expeler informes, panfletos, denuncias o consignas y en suma dar la bendición para que otros se las ensucien, sea con la suciedad benigna de la argamasa, sea con suciedades más bíblicas. Por algún motivo no demasiado claro, todas esas actividades son dotadas, por la máxima de las manos sucias, de una calidad ética superior a la de esas actividades que se entienden propias de los intelectuales: estudiar, pensar, investigar, etc. Se supone que esas ultimas son diversiones inocuas dentro de una torre de marfil, y se supone también –una suposición que debería revisarse- que las torres de marfil están más fuera del mundo que los despachos de un ministerio o un partido. Quizás la ética de las manos sucias triunfe en el mundo universitario por la simple razón de que en las facultades caben más despachos que torres de marfil, de que la mayor parte de los intelectuales son más aptos para tramitar burocracias, tejer alianzas y expeler consignas que para investigar o pensar, de modo que la ética de las manos sucias es el mejor modo de que el mundo reconozca sus méritos, y los financie para que lluevan por el mundo.
Lo peor que se puede decir de la máxima de las manos sucias es que es una propaganda inútil: de Sartre acá me parece que el número de los comprometidos (intelectuales o no) dispuestos a ensuciarse con cualquier sustancia supera mil a uno al de los dispuestos a ser fieles a sus principios, o simplemente a sus manías. No parece ni siquiera que eso cueste tanto: los manos sucias prefieren hablar de sus mártires a hablar de sus recompensas, que pueden llegar a ser grandes. Y para mártires, mas que de las manos sucias los ha habido de los principios, y mas aún de su raza o su mala suerte.

lunes, 14 de junio de 2010

De la amistad como estado de excepción

Preciamos el movimiento de los afectos, no sus límites, y por ello algunas formas exóticas de la amistad pueden parecernos demasiado exóticas. Manuela Carneiro da Cunha, en su monografía sobre los Krahó del Brasil Central, describió una de ellas, hablando de los ikritxua, los amigos formales, y de la delicada etiqueta a que someten su amistad. Los amigos formales, contrariando un hábito general, no deben pedirse presentes: deben, sí, adivinar los deseos de su amigo para satisfacerlos sin que éste los formule. Los amigos formales siembran campos para que sus amigos formales los cosechen; detentan una autoridad absoluta el uno sobre el otro, oficiarán el uno para el otro los rituales más graves, y el funeral de uno contará con la participación esencial del que le sobreviva; aun después de la muerte cada uno continuará portando el título de amigo del otro. Y antes de que llegue ese momento fatal, se apresurarán en reproducir en su propia carne los pequeños sufrimientos que su amigo padezca: una picadura de avispa, una quemadura. Esa amistad de los ikritxua nos parecerá ejemplar mientras no prestemos atención a sus otras características. Es una amistad que viene dada por el nombre: quien sea llamado fulano será amigo formal de quien sea llamado mengano. Y su principal exigencia consiste en que ambos amigos, en el mundo diminuto de las aldeas circulares krahó, se eviten sistemáticamente, se desvíen del camino si es necesario para evitar cualquier encuentro, y a fortiori nunca se dirijan la palabra. Un buen amigo formal se sentirá avergonzado ante el otro, y ni siquiera el nombre del amigo deberá ser pronunciado en su presencia, o ante sus familiares; si por ventura, al toparse con un amigo al que no conocen de vista –lo que es muy posible cuando éste vive en otra aldea– se dirigen a él bromeando, esto es motivo suficiente para que esa relación imperecedera se pierda.

Es una amistad formal, sí, pero aun así es posible sorprenderse de que alguien escogiese el término amistad para traducirla. Las letras europeas han prodigado, desde la Antigüedad clásica, páginas sobre la amistad: sus definiciones y sus valoraciones son diversas, pero de unas a otras predomina en ellas una percepción de la amistad como una variante del amor. La amistad es la forma en blanco del amor, una versión menor, más tenue que el amor; aunque también, en contrapartida, más libre y menos fatal que éste; más clara que el amor, más gentil, más desinteresada, más gratuita. Menos consagrada por los tronos y los altares: “amiga” es la amada en la poesía de los trovadores, o es la compañera en las uniones que, demasiado humildes o demasiado rebeldes, no pasan por las bendiciones oficiales: el amor, así, puede llamarse amistad cuando escapa de lazos y compromisos; no conoce los celos, o los padece menos. Pero, a pesar de esa soltura, y aunque soporte mucho mejor que el amor las ausencias, la amistad parece impensable sin un encuentro que la origine –impensable, también, como algo heredado a través de un nombre–. Amar a una persona desconocida, a la que se vio una vez, o nunca, es una posibilidad ardua pero interesante –ideal, incluso, en algunas escuelas amorosas pasadas de moda–; la amistad con un desconocido es, por el contrario, un absurdo que no vale la pena formular.
(Puede leer el resto del artículo, si quiere, en la revista Humboldt
http://www.goethe.de/wis/bib/prj/hmb/the/ami/es4899542.htm