lunes, 14 de junio de 2010

De la amistad como estado de excepción

Preciamos el movimiento de los afectos, no sus límites, y por ello algunas formas exóticas de la amistad pueden parecernos demasiado exóticas. Manuela Carneiro da Cunha, en su monografía sobre los Krahó del Brasil Central, describió una de ellas, hablando de los ikritxua, los amigos formales, y de la delicada etiqueta a que someten su amistad. Los amigos formales, contrariando un hábito general, no deben pedirse presentes: deben, sí, adivinar los deseos de su amigo para satisfacerlos sin que éste los formule. Los amigos formales siembran campos para que sus amigos formales los cosechen; detentan una autoridad absoluta el uno sobre el otro, oficiarán el uno para el otro los rituales más graves, y el funeral de uno contará con la participación esencial del que le sobreviva; aun después de la muerte cada uno continuará portando el título de amigo del otro. Y antes de que llegue ese momento fatal, se apresurarán en reproducir en su propia carne los pequeños sufrimientos que su amigo padezca: una picadura de avispa, una quemadura. Esa amistad de los ikritxua nos parecerá ejemplar mientras no prestemos atención a sus otras características. Es una amistad que viene dada por el nombre: quien sea llamado fulano será amigo formal de quien sea llamado mengano. Y su principal exigencia consiste en que ambos amigos, en el mundo diminuto de las aldeas circulares krahó, se eviten sistemáticamente, se desvíen del camino si es necesario para evitar cualquier encuentro, y a fortiori nunca se dirijan la palabra. Un buen amigo formal se sentirá avergonzado ante el otro, y ni siquiera el nombre del amigo deberá ser pronunciado en su presencia, o ante sus familiares; si por ventura, al toparse con un amigo al que no conocen de vista –lo que es muy posible cuando éste vive en otra aldea– se dirigen a él bromeando, esto es motivo suficiente para que esa relación imperecedera se pierda.

Es una amistad formal, sí, pero aun así es posible sorprenderse de que alguien escogiese el término amistad para traducirla. Las letras europeas han prodigado, desde la Antigüedad clásica, páginas sobre la amistad: sus definiciones y sus valoraciones son diversas, pero de unas a otras predomina en ellas una percepción de la amistad como una variante del amor. La amistad es la forma en blanco del amor, una versión menor, más tenue que el amor; aunque también, en contrapartida, más libre y menos fatal que éste; más clara que el amor, más gentil, más desinteresada, más gratuita. Menos consagrada por los tronos y los altares: “amiga” es la amada en la poesía de los trovadores, o es la compañera en las uniones que, demasiado humildes o demasiado rebeldes, no pasan por las bendiciones oficiales: el amor, así, puede llamarse amistad cuando escapa de lazos y compromisos; no conoce los celos, o los padece menos. Pero, a pesar de esa soltura, y aunque soporte mucho mejor que el amor las ausencias, la amistad parece impensable sin un encuentro que la origine –impensable, también, como algo heredado a través de un nombre–. Amar a una persona desconocida, a la que se vio una vez, o nunca, es una posibilidad ardua pero interesante –ideal, incluso, en algunas escuelas amorosas pasadas de moda–; la amistad con un desconocido es, por el contrario, un absurdo que no vale la pena formular.
(Puede leer el resto del artículo, si quiere, en la revista Humboldt
http://www.goethe.de/wis/bib/prj/hmb/the/ami/es4899542.htm

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