lunes, 20 de diciembre de 2010

Villancicos

Suenan villancicos por todas partes, las televisiones programan películas que tratan de pequeños dramas familiares con final feliz, y la gente compra mucho: es Navidad. Se decía hace unos años que en Inglaterra una caza al zorro no estaría completa sin su cortejo de manifestantes en defensa del zorro, y del mismo modo le faltaría algo a la Navidad sin los columnistas y los tertulianos antinavideños expresando su asco hacia la felicidad obligatoria, los villancicos, los festines y los empachos; los hay específicos, que detestan exclusivamente la Navidad, y fundamentalistas que detestan todas las fechas señaladas y suspiran por un mundo sensato con semanas de diez días y turnos racionalizados de vacaciones que dosifiquen bien el trabajo y el descanso.
Pero el acuerdo de fondo subsiste porque la inmensa mayoría de los antinavideños, independientemente de su nivel de militancia, también compra mucho. En rigor, la ortodoxia consiste en eso, y no en derretirse de emoción delante de un pesebre: hace unos siglos, un inquisidor comentaba que, más allá de detalles teológicos, lo que permitía reconocer a un judío o un musulmán secreto era su resistencia a comer jamón. Sabía bien que los detalles teológicos no son nada sin alguna herejía tangible y cotidiana, que en el caso de las navidades consistiría en pasar por estas fechas sin haber comprado nada.
Hará casi sesenta años que los canónigos de Dijon, irritados con las modas americanas que habían invadido Francia, y con el consumismo que amenazaba esas fechas entrañables, erigieron delante de la catedral una hoguera donde quemaron una imagen de Papa Noel (esa imagen de viejo gordo y barbudo vestido de rojo, elaborada no muchos años antes por los publicitarios de Coca Cola a partir de algunos folclores previos). El antropólogo Claude Lévi-Strauss publicó por entonces un artículo sobre el episodio, mostrando que esos defensores de la tradición tenían la tradición en contra, porque el Papá Noel de los americanos era en realidad mucho más viejo que los belenes, los reyes magos y las fiestas entrañables. Un poco por todas partes y desde una antigüedad muy remota esas fiestas del final invernal del año han dado lugar a la llegada de personajes (casi siempre viejos; en realidad, más que viejos, espíritus de muertos) cuya principal función era abrumar con regalos a los niños; gastar, derrochar aunque fuese en una medida que ahora y sólo ahora puede parecer sobria. Lo más interesante del consumismo es que es una compulsión muy antigua, aunque en tiempos arcaicos tenía que ver con la aproximación periódica de los muertos (muerte y consumo han sido casi sinónimos, con buenas razones) y ahora es, digamos, el principio racionalizador de la vida más corriente; consumir hasta la aniquilación es una tradición venerable; la novedad consiste en la creencia de que se debe encontrar una maña para hacerla sostenible. Qué más podía esperarse sino que, un poco por todas partes y desde tiempos muy antiguos, ese personaje generoso fuese también consumido. O sea, quemado al final de la fiesta, como hicieron los buenos canónigos de Dijon que, puestos a rechazar el neopaganismo, oficiaron sin querer las ceremonias del paganismo viejo. El derroche navideño tiene su lado angustioso, como todo buen consumo.
Villancicos por todas partes, y alguien podría quejarse de que ese acervo musical resulte demasiado pobre; canciones de villanos, y además en diminutivo, precisamente ahora cuando los villanos ya no existen, o casi no se dejan ver, escondidos en sus casas de pueblo viendo los anuncios de cava en la tele. Piezas como una Marimorena o un Pero mira cómo beben son muy pobres al lado de un Heilige Nacht, o de un Adeste Fideles, cuya música se atribuye a un rey portugués. Pero todo ese bullicio de zambomba y pandereta, sin una mala polifonía que llevarse al oido, tiene su ventaja filosófica; véase ese existencialismo descarnado de la virgen lavando pañales y tendiéndolos en el romero, esa escena de vida de chabola que no se inmuta por mucho que dios en persona se deje caer; podrá el mundo ponerse cabeza abajo, podrán nacer cielos nuevos y tierra nueva pero al final de todo quedarán pañales por lavar. En lugar de toda esa beatitud reverente de adoremos, cantemos, gloriemos, noches blancas y felices, esos versitos definitivos:
“La nochebuena se viene/la nochebuena se va/ y nosotros nos iremos/ y no volveremos más”.
En realidad, eso basta para mostrar que a los antinavideños lo que les molesta no es la carcundia de la Conferencia Episcopal y la fragilidad del laicismo español, sino el simple paso del tiempo.

1 comentario:

  1. Querido maestro, salve salve,
    Deberias haber publicado eso en un periodico o revista, vendido, claro. Sabes que sigo como guía editorial el titulo de un librito de Luis fernando Verissimo "gigolo das palavras". Tienes que ponerte más de "gigolô", hay que buscar a una editora que te empieze a pagar. claro, después nos dás de gracia todo eso en el blog! ehehe, hasta la otra, b

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