domingo, 20 de febrero de 2011

Recuerdos de Mao


El retrato de Mao continúa inmutable sobre el vano central de la Puerta de la Paz Celestial desde hace, creo, algo más de cuarenta años. Debe ser una de las estampas chinas más reproducidas, un icono del siglo XX. ¿Y quién se resiste a decir que el retrato sigue inmutable pero el país al que mira ha cambiado mucho? Debe ser una de las frases occidentales más repetidas, una muletilla del siglo XXI. Un torrente de coches desfila frente a él; en la que fue su capital proliferan los centros comerciales fastuosos. Y los nuevos ricos, ya no tan nuevos pero cada vez mas ricos, cada vez mas numerosos. Pero él sigue allí con su sobria camisa abotonada entre gris y azul, por mucho que su patria haya cambiado y aunque lo haya hecho expurgando o hasta enterrando el maoísmo. ¿Contradicción? Quién sabe. A Mao le gustaba escribir sobre las grandes contradicciones: un dialéctico. Sea como sea, el retrato no esta allí por acaso, o porque nadie se haya acordado de quitarlo. Las celebraciones del Partido ocurren frente a la Puerta de la Paz Celestial, se puede decir que él las preside aún.


Y el Mausoleo de Mao se sitúa enfrente, sobre el antiguo solar de otra de las puertas. Es una de las atracciones obligatorias de la ciudad. Las guías dicen que más para turistas que para maoístas fervorosos, aunque ese juicio no parece muy exacto, por lo menos en su afirmación: los turistas son muy pocos en el gélido enero, y es difícil imaginar por que están allí o qué piensan los visitantes chinos.
El cadáver congelado de Mao es lo de menos; el verdadero espectáculo es el del Gran Control. La Plaza en si está rodeada por una valla mediana, a ambos lados del asfalto, donde los coches hacen más o menos el papel de cocodrilos en el foso. A uno de los lados hay un paso de peatones en superficie, pero en los otros hay que pasar por un túnel dotado de un control policial –un cartel advierte que está prohibido pasar con material subversivo, bicicletas y pornografía. Los visitantes atraviesan tres detectores de metales: para dejar sus bolsas, sus mochilas y sus cámaras en una consigna obligatoria que esta al otro lado de la plaza; para entrar en la plaza; y en fin, después de formar una larga fila, para pasar por una tienda de lona que recuerda las puertas de embarque de un aeropuerto, donde también pueden ser cacheados, quizás brevemente interrogados, y exhibir sus documentos. Después de eso las escaleras del mausoleo ya están próximas: los visitantes, formados en hilera de a dos y pastoreados por gente con megáfono que da algunas instrucciones, reciben la orden y avanzan a paso ligero. Tantas precauciones, es verdad, se justifican por las probables malas intenciones de los vejados musulmanes del país. Pero las precauciones nunca son muy útiles para detener terroristas, se puede esperar que si se las sigue mintiendo es porque sirven para alguna otra cosa.
En fin, se accede a un enorme vestíbulo con la imagen del mármol del Gran Timonel sentado, ante una multitud de flores en pequeños tiestos, todas en formación y aparentemente idénticas, y con un paisaje de pradera florida a su espalda. Pekín esta sembrado de enormes edificios imperiales, hechos como miniaturas, pintados hasta el ultimo rincón de colores contundentes, y aunque estén vacíos ninguno de ellos produce esta sensación desazonadora de que alguien ha robado los muebles. En la siguiente sala se exhibe –es un decir- el cadáver, guardado dentro de una gran cámara de cristal refrigerada, cubierto por la bandera y casi invisible desde el lugar por donde
los visitantes pasan, rápidamente y pegados a la pared: conservar un cuerpo por tanto tiempo es laborioso, muy bien lo pueden haber sustituido por una mascara de goma. Mi hija, que me sirve de barómetro, me dice que la estatua del vestíbulo da mas miedo que el cadáver.
El retrato de Mao no sólo está sobre la Puerta de Tian an Men. También sonríe, muy pocos años más joven, en todos los billetes de banco de una moneda que tiene tres o cuatro nombres: uno de ellos, el mas popular, mao (no se si es un homenaje o un homófono).

No escasea en centros oficiales, en las paredes de algunas casas. Si no recuerdo mal, esa proliferación del rostro del líder data de algún momento, allá por la Revolución Cultural, cuando los jóvenes guardias rojos se dedicaban a abolir el pasado de un modo en general muy material (una labor que pone los pelos de punta a los europeos, tan celosos del patrimonio histórico, y que por mucho que asumiese muecas furiosas era al cabo una labor paciente: lo que había que abolir era muy sólido). Y sin embargo, justo entonces se entendió que no había mejor modo de enardecer la Revolución que adaptar un culto del pasado, multiplicando en las calles el rostro del emperador que antes se veneraba en algún que otro templo. No se –soy un turista mal informado- por qué el retrato de Mao sigue inmutable cuando su país ha cambiado tanto. A lo mejor es que simboliza valores muy chinos aunque poco comunistas: la unificación de la patria, la pacificación de una tierra devastada, la permanencia. O –lo que no es muy diferente- que su imagen, a servicio del estado, preserva el miedo donde él mejor se encuentra, envuelto entre veneración y asombro. O que Mao sigue allí porque, por mucho que todo cambie, permanecen los armazones que él construyó o adaptó: el ejercito, la extensa burocracia. O porque, pese a las apariencias, la revolución cultural triunfó y los dueños del poder en China son los radicales que agitaban el libro rojo y que no han cambiado sustancialmente, a no ser porque han descubierto que el capitalismo arrasa el pasado mucho mejor. Es difícil saber, porque los dialécticos siempre han sabido tener razón a los dos lados de un mismo dilema, y han dominado el arte de no ser cuando se parece y de no parecer cuando se es.
Pero seguimos en el Mausoleo. Al fin, pasada la cámara funeraria, un anticlímax. Donde esperaba algún salón ornado con murales conmemorativos de las gestas revolucionarias, el visitante se encuentra una tienda de recuerdos. Relojes, dijes, pulseras, camafeos, bustos, llaveros, todos los objetos con la forma adecuada para alojar dignamente un rostro, reunidos con un premeditado humor involuntario: maos de metal o de porcelana, maos jóvenes y viejos, de frente o de perfil, maos fosforescentes, maos que se encienden y se apagan. Gadgets modernos o adornos que el turista se ha acostumbrado a ver en los templos y que aquí se repiten cambiando ideogramas y budas por la estrella roja y el rostro del líder.

Mao es pop; todo suena a Warhol, pero es que Warhol ya se había inspirado en Mao: los vendedores callejeros persiguen a los pocos turistas con gorros en forma de oso panda y con ediciones de bolsillo del Libro Rojo. Unos cientos de kilómetros más al sur, en Shanghai, el local donde se fundó el Partido Comunista Chino está malignamente situado en una barriada turística con boutiques y restaurantes de precios astronómicos, y los viejos carteles de propaganda revolucionaria son remixados para anunciar rebajas. Quizás quienes conservan el rostro de Mao son sus adversarios, y lo hacen por venganza.
A los europeos China les suele parecer kitsch. Pero no hay kitsch mas agudo que el que viene a la memoria cuando se piensa que toda esa parafernalia no es nueva ni totalmente exótica para los occidentales: ella evoca las barricadas del 68 francés o no francés, donde los estudiantes estaban dispuestos a arrasar todas las estructuras de poder, empezando por los antidisturbios, siguiendo con los modales a la mesa y
acabando con la gramática, mientras blandían –muchos, al menos- los retratos de Mao. Se podría preguntar uno si, también en el otro continente, los viejos combatientes de las barricadas han fenecido como se rumorea, o si son ahora de hecho los dueños del poder (del poder, digo, no de los gobiernos).
A mi hija, que ha sobrellevado con heroísmo toda la visita, le cuento que yo también milité, por decirlo de algún modo, en un partido maoísta; y me preparo para explicar lo que podía ser el maoísmo en un contexto antifranquista, una empresa difícil a siete grados bajo cero. Menos mal que no pregunta: es lo que a veces se deja de hacer delante de algo demasiado exótico.

martes, 15 de febrero de 2011

Racionalismo en dosis homeopáticas

En una novela de Machado de Assis –un novelista brasileño, para mi gusto el mejor de aquellos finales del XIX- se habla de un personaje que, habiéndose hecho tratar toda la vida por médicos homeópatas, llama a un médico convencional cuando está para morirse. A los amigos que se extrañan de eso, responde que la homeopatía viene a ser como una especie de protestantismo y que él, hombre de orden al fin, quiere morir en el seno de la Santa Iglesia Católica, o de lo que sería su equivalente médico. Lo leí hace mucho y puedo estar citando mal, pero me he acordado de ello al saber que en varios lugares del mundo –incluyendo España y el Brasil- se ha celebrado una jornada de protesta contra la homeopatía. El movimiento se llama Desafío10-23 (diez a la vigésimo tercera potencia), en homenaje al número de Avogadro –que sirve para calcular el número de partículas elementales en una determinada masa. A las 10:23 de un día de febrero, algunas docenas de manifestantes de todo el mundo tragaron en público frascos enteros de esas medicinas homeopáticas que deberían tomarse en dosis homeopáticas, y después fueron a tomarse unas copas. Se trata de demostrar que eso es lo mismo que tomar agua con azúcar, que a los manifestantes no les va a pasar nada y que por lo tanto la homeopatía es inoperante. Si es inoperante es una estafa.
La noticia sorprende, porque ya sabemos que hay gente para manifestarse contra y a favor de toda y cualquier cosa, pero un movimiento contra la homeopatía parece tan improbable como un movimiento contra el fa bemol o contra la degradación de Plutón a planeta enano, o tan esotérico como el número de Avogadro. Bien, esta protesta parece tener otro cariz. Hay por el mundo un buen numero de organizaciones o clubs –racionalistas, escépticos o críticos son sus adjetivos preferidos- que no tienen bastante con la hegemonía corriente de la Razón y preferirían que ella se hiciese más estricta, y lamentan que tanta gente gaste sus horas, dinero y esperanzas con astrólogos o cartomantes –o, en el caso, homeópatas. Abundan más en el mundo anglosajón, sea porque allí tengan espacio para causas más variadas, o movimientos anti-racionalistas más visibles a los que oponerse, como el fundamentalismo bíblico anti-darwinista. Aquí tendríamos a la Santa Iglesia Católica, pero esta es, como ya se ha dicho, lo contrario de la homeopatía.

Hace ya más de veinte años leí un excelente dossier sobre homeopatía, debido a médicos alópatas, en una revista científica brasileña (Ciência Hoje). A partir de un estudio experimental, venía a dictaminar también la inoperancia de los medicamentos homeopáticos; en rigor, creo recordar que les reconocía un grado de eficiencia levemente superior al del placebo, pero eso es una diferencia muy pequeña con los postulados del 10-23. La diferencia grande está en que los médicos de aquel dossier no parecían querer morir en la ortodoxia. Seguían más bien ese postulado racionalista muy común que sugiere que en situaciones de libre elección la inmensa mayoría de los humanos se comporta racionalmente, aunque no sea más que como un resultado de la selección natural. Es decir, debe haber alguna buena razón para que millones de ciudadanos opten libremente por la homeopatía. Hacían, pues, un poco de historia: cuando la homeopatía surgió allá a principios del siglo XIX, la medicina convencional era la que alguien llamó medicina heroica, cuyos principales recursos eran sangrías y purgas. Con ayuda de todo ese heroísmo, las epidemias y guerras del siglo producían una mortalidad extraordinaria, y la razón evolutiva de la masa pronto descubrió que quien se ponía en manos de homeópatas multiplicaba sus posibilidades de sobrevivir… Bien, no olvidemos que en esa misma época el doctor Semmelweiss sospechó que la horrorosa tasa de muertes (96%) en la Maternidad de Viena, donde él trabajaba, se debía a que los médicos pasaban directamente de la sala de autopsias a la de partos. Cuando el doctor Semmelweiss sugirió que los otros doctores se lavasen las manos en el camino fue tachado de ritualista supersticioso. Expulsado de la maternidad y enloquecido, Semmelweiss pegaba pasquines en la calle instando a las futuras madres a que huyesen de los médicos. En fin, volviendo al dossier, era eso lo que los pacientes hacían en el siglo XIX: huían de los médicos y se acogían a los homeópatas. Quizás, como dicen sus detractores, no curasen nada, pero evidentemente mataban muchísimo menos.
Y bien, concluía con mucho tino el dossier: ¿cuál es la razón de que en la actualidad la gente busque de nuevo a los homeópatas? La medicina convencional ha mejorado mucho, muchísimo, ni hace falta decirlo, y sin embargo –después de una larga época en que la homeopatía se hizo casi invisible- vuelve a abundar quien sale corriendo en busca de esas otras prácticas que según los resultados de laboratorio no funcionan. Alguna cosa debe andar mal de nuevo en la medicina convencional, pero infelizmente no hay modo de meter todo ese sistema portentoso en tubos de ensayo para testarlo en laboratorio; y tragarse un frasco entero de medicamentos alopáticos no demostraría nada que no conste ya en el propio prospecto. Así que los movimientos racionalistas, que tanto se preocupan en clamar que la racionalidad es una cosa seria, harían bien en recordar que también es una cosa muy compleja; nada que se tome de un trago.

jueves, 10 de febrero de 2011

Más cine: Hablando de Colón

No sé por qué los comentaristas de cine han moderado sus superlativos para hablar de También la lluvia, de Icíar Bollain, contentándose, en general, con decir que es una buena y compleja película. Yo creo que es una de esas raras ocasiones en que valdría la pena gastarlos. Pero soy un espectador más, un lego que por razones que no vienen al caso no pisaba un cine hacía mucho tiempo –y ha vuelto con buen pie. Mi comentario se va a limitar al área en la que tengo un mínimo de competencia, a saber la historia que cuenta.
Hay varias maneras de contar la gesta de Colón (que aquí vale por el conjunto de la expansión hispana en América, o por toda expansión colonial). Como una hazaña gloriosa, o como un horrendo genocidio o como un cóctel variado de lo uno y lo otro (véase 1492 de Ridley Scott). En cualquier caso, contar la gesta de Colón es contar un mito, con lo que quiero decir no una mentira, sino un relato saturado de sentido hasta el exceso. Se cuente lo que se cuente, se acierte lo que se acierte (¿y qué cariz y tamaño debería tener la verdadera historia de Colón?) quien lo oiga estará atento, además, a lo que se ha dejado de contar, a quién lo está contando, a las intenciones con las que lo cuenta; y de todo ese cúmulo lo último que se podría esperar es que saliese alguna cosa nueva – ese campo ya está muy cosechado.
Si También la lluvia consigue decir algo nuevo es porque, como se sabe, es cine dentro del cine. O sea, no cuenta la historia de Colón; nos cuenta cómo varios sujetos cuentan la historia de Colón. No nos recita una vez más el mito, en cualquiera de sus versiones: en lugar de eso nos presenta a una serie de protagonistas haciéndolo, y nos pone ante una escena en que los herederos (y los desheredados) de un pasado colonial se enfrentan en torno de esa memoria. En el cine no se ha prestado mucha atención a ese asunto; fuera del cine, a decir verdad, tampoco.
Gael García Bernal, encarnando al director de cine, nos cuenta la versión lascasiana del genocidio, hecha de expolio, mutilación y matanza de indios desnudos por blancos cubiertos de hierro. Los indios –otros indios, actuales y vestidos- vuelven a sufrir en carne propia esa misma historia en una revuelta contra el expolio del agua. Y cada uno de los protagonistas añade su propia variante: Montesinos y Las Casas, los dos apóstoles de los indios, vuelven a encarnar en los actores que les dan vida; también un Colón amargo y resabiado, en el suyo; el alcalde de Cochabamba nos ofrece una actualización de las razones de los conquistadores. Eso es mucho más que poner en paralelo la historia de Colón y la realidad actual de la opresión de los indios. Y es también mucho mejor que pretender una historia real de Colón: en lugar de acumular detalles arqueológicos (muy al contrario: se rueda en Bolivia y no en las Antillas, con indios Yuracare en el papel de Taínos) actualiza un enfrentamiento que permanece vivo desde hace ya más de cinco siglos.
También la lluvia –contra lo que opinan comentaristas que quizá se entretenían hablando con el de la butaca de al lado- no trata de los horrores de la conquista. Colón toma posesión del Nuevo Mundo, Colón busca oro, Colón propone el tráfico de esclavos, Colón aterroriza a indios casi inermes: eso no es También la lluvia, sino uno de los discursos que en ella se contraponen. Icíar Bollaín huye de la narración maniquea, pero no lo hace dotando a sus personajes de una ambigüedad genérica: aduce ambigüedades calificadas, y la más interesante es la del Colón interpretado por Karra Elejalde, el más sombrío de la historia del cine. Precisamente desde su maldad casi absoluta (“yo quiero matizar, pero no me dejan” dice el actor que lo encarna) es capaz de dar volumen a la bondad de los otros. El director interpretado por Gael, por ejemplo, es, a juicio de algunos espectadores, demasiado rápido al pasar del fervor militante a la indiferencia por el destino de los indios, que sacrifica de buen grado a la realización de su obra. Pero esa ha sido una contradicción muy frecuente en los narradores del genocidio, que han glorificado al indio insurrecto del pasado porque lo preferían así, antiguo y muerto, antes que vivo e incómodo –buena parte de las ideologías nacionalistas americanas están plantadas sobre esa tumba. Los defensores de los indios –Montesinos, Las Casas y los actores que los representan- arrojan sobre Colón y sus secuaces una condena inapelable; muestran así su coraje pero muestran también que necesitaban presentar a los conquistadores como demonios para limpiar su propia implicación en la empresa que ellos habían iniciado: ni Las Casas, misionero al fin, rechazaba un dominio cristiano (suave, pero dominio) sobre los indios, ni sus sucesores dejan de optar, en última instancia, por la modernidad para todos la quieran o no. La simpatía desinteresada del europeo por la causa indígena –la encarnan varios personajes, y especialmente el productor interpretado por Tosar- es, por su parte, posibilitada por la distancia: por mucho que simpatice con ese otro ser humano, no está obligado a compartir su vida, ni siquiera a ser su vecino; y no quiere hacerlo, no lo hará (“para ser sincero, no creo que vuelva” le dice Luis Tosar al héroe indio, interpretado por Carlos Aduviri). En posición exactamente opuesta están las elites locales –blancas o mestizas, en la ocasión representadas por un alcalde blanco - que quizás simpatizarían más con los indios si no fuese porque deben mantenerse en su vecindad, allí donde su modo de vida sólo se podrá mantener si siguen usando según su mejor provecho las tierras y el agua que originalmente pertenecían a aquellos.
Alguien podría decir que entre todas esas más sombras que luces sobrevive el estereotipo de una comunidad indígena íntegra, con diversidad de tenores pero sin fisuras; pero esa indefinición es lo mínimo que se puede conceder a quien sigue relegado a la condición de telón de fondo y sobreviviente. Se alza, protagoniza la historia e incluso triunfa, pero su botín es solo el agua, y le ha costado como siempre muy caro.
También la lluvia tiene ese mérito: no se limita, como hemos dicho, a hacer paralelos. Poner en paralelo dos historias es separarlas, y la historia de Colón no nos es ajena, está viva y, se quiera o no, es irreversible. O dicho de otro modo América no es descolonizable en el sentido literal del término. Viven en ella elites o mayorías cuyo origen se sitúa en aquella invasión original, que son americanas desde hace siglos y que cuentan con los indios no solo como clases subalternas, minorías o problemas, sino a veces también como antepasados simbólicos, emblemas de identidad, argumentos. Europa, por supuesto –empezando por España- tampoco es descolonizable: de Colón, Las Casas y sus lejanos soberanos le vienen parte de su bienestar y sus problemas, el apego y el desapego a ambos.
Dejar eso más claro no arregla nada, pero al menos identifica mejor a los protagonistas. La película de Bollaín, que se va haciendo más y más tétrica a medida que el peso del pasado se va dejando notar en el presente, se vuelve más llevadera, a pesar de toda la violencia, cuando los indios consiguen despegarse del telón de fondo y tomar la palabra. Incluso para sus adversarios debería ser una buena noticia el surgimiento de un movimiento indígena autónomo, con sus propios proyectos y sus propios modos de hablar de Colón. Dicen que Evo Morales le va a pagar el billete de avión a Carlos Aduviri, coprotagonista de la película y candidato a un Goya, para que acuda a la gala en Madrid: en una posdata muy en línea con la historia, parece que la productora no lo ha invitado.
Paul Laverty, el guionista escocés al que se debe buena parte del mérito de la película –sobre todo de la parte que estoy comentando aquí- es, como se ha comentado mucho, un guionista habitual de Ken Loach, y por lo tanto un veterano del cine político. Se ha comentado menos, o nada, que además de eso ha sido un militante de los derechos humanos en varios países de Centroamérica, y en particular en Nicaragua, donde su tarea fue aún un poco más compleja que lo habitual: allí los indios de la costa caribeña del país se veían enfrentados no ya a los obvios agentes del imperialismo yanqui sino a un régimen salido de una revolución popular, que los acusaba de ser agentes del imperialismo yanqui. América es un continente enrevesado, no se merece un cine simple.

domingo, 6 de febrero de 2011

Clint Eastwood y los espíritus

Algo me costó en su día creer que aquel sujeto un poco caricato de los spaghetti western y las matanzas extrajudiciales, Harry el Sucio, pudiese también dirigir películas complejas, sutiles, delicadas. Más aún que eso no fuese fruto de una conversión o una transformación abrupta: no, de hecho había en sus mejores obras señales suficientes de que él seguía siendo el mismo; y por tanto podía haber vida inteligente en un votante del Partido Republicano, incluso vida inteligente no incompatible con ese tipo de voto. Hay que ser flexibles para ver cine.
La misma flexibilidad –y alguna independencia- es necesaria para reconocer cuando un gran artista tropieza, y algo me cuesta entender cómo los críticos han podido ser tan benévolos, elogiosos o incluso entusiastas con una película endeble, incluso monumentalmente endeble, como Hereafter, estrenada en España como Más allá de la vida. Con cierto éxito, creo; por razones que no habrá espacio para tratar aquí, supongo que el éxito será aún mayor en Brasil.
No que a la película le falten atractivos, repartidos aquí y allá y sobresalientes en los minutos iniciales que retratan la tragedia del tsunami. He ahí una sucesión devastadora de escenas sin concesiones a ese sofisma del cine de desastres, en que algún heroísmo individual siempre consigue domesticar la catástrofe. En la película de Eastwood, como en la realidad extra-cine, la ola lo arrasa todo y si el heroísmo pudiese salir a flote lo haría como una anécdota que permite a lo sumo sobrevivir, muy por detrás de la pura y simple buena suerte.
Pero el resto de la larga película es una penosa demostración de que guionista y director no saben qué hacer con su tema, más allá de afirmar repetidamente que algo hay más allá de esta vida. Hasta una película como El sexto sentido conseguía darle mucho más sentido a esa comunicación con los muertos, para no hablar de lo que hacía con ella Todas las mañanas del mundo, una película francesa que trataba de música y músicos.
Buena parte de los elogios tributados a Hereafter se basan en que trata con cuidado un tema difícil y tabú -la muerte y sus continuaciones- y en que lo hace sin adoptar soluciones religiosas prefabricadas. Eso indica que de hecho la muerte es un tema tabú en España (los elogios a los que me refiero vienen de aquí) y de que en este país sigue pensándose que el catolicismo es la única religión.
Porque Hereafter sigue, sí, la doctrina de algo que sin forzar demasiado podríamos llamar una religión, a saber el espiritismo individualista - anglosajón, aunque no exclusivamente anglosajón. Forzando un poco, admito, porque no se trata de una Iglesia (aunque alberga varias) y porque trata del más allá como supuesto fenómeno más que como dogma (pero seamos honestos: el catolicismo de otros tiempos también trataba del infierno o el purgatorio como fenómenos, cuando las almas penadas aún se aparecían a los vivos para contarles cómo era por allá). No es, dígase de paso, el único espiritismo de la tradición occidental: hay que poner frente a él al espiritismo francés de Allan Kardec que es fundamentalmente reencarnacionista, y al espiritismo brasileño que es, entre muchas otras cosas, una síntesis casi imposible entre esos dos opuestos. A los espiritistas anglosajones no les servía de ningún consuelo la doctrina kardecista, según la cual los seres queridos, en lugar de conservarse reconocibles (y más o menos accesibles) en algún punto del más allá, se mezclaban en un stock de almas prestas a reaparecer en cualquier otro lugar con cualquier otra forma. Para eso, mejor que se perdiesen de una vez. Al kardecismo francés, a fin de cuentas muy afín al positivismo que fue su contemporáneo, las pretensiones del espiritismo inglés se le hacían supersticiosas e irracionales. Y es que la idea de la reencarnación puede quedar muy cerca del positivismo sociológico: las almas individuales van y vienen, pero los papeles sociales, las personalidades permanecen como muñecos de guiñol que tendrán su función preestablecida sea cual sea la mano que los anime. Del espiritismo brasileño, que en pocas palabras hace que las almas reencarnen pero por así decirlo en familia, habría mucho que hablar, pero dejémoslo para otra vez.
Pues bien, es muy comprensible que un votante del partido republicano, eterno cultivador del héroe o el antihéroe, mire con desdén esos parajes colectivistas que son los paraísos e infiernos de las religiones institucionales, o esa burocracia reencarnacionista del kardecismo, y adhiera a la religión que se les opone –porque tampoco se resigna a que ese héroe que todos llevamos dentro desaparezca sin dejar rastro. Imaginémonos a cualquiera de los personajes de las películas de Eastwood después de muertos y será obvio que no les queda más opción que seguir siendo irreductiblemente ellos mismos en el otro mundo. Aislados, porque habría que profesar alguna doctrina religiosa explícita para inventarles nuevas aventuras en el más allá.
¿Modo delicado de tratar del tabú de la muerte? Bien, veamos. Es un error craso suponer que la Ciencia, esa mayúscula, dice que no hay nada después de la muerte. Morir no hace desaparecer ni la materia o la energía de la que estamos hechos –que va a buscar empleo por otro lado- ni la información genética que la organiza, ni la información social o cultural de la que estamos hechos también. Así que de acuerdo con la Ciencia, la mayor parte de las creencias acerca del más allá que se prodigan de un extremo al otro del planeta no son insoportablemente irracionales: lo que permanece entre nosotros de alguien que muere es suficiente para dar vida a fantasmas de todo tipo. La muerte hace desaparecer, sí, ese individuo histórico que combinó todo eso de modo irrepetible (no tan irrepetible: nadie es tan original como piensa). Por ello mismo, si hay dos modos verdaderamente irracionales de tratar de la muerte son esos dos que ha producido una civilización racionalista obcecada con la trascendencia del individuo: suponer que este siga intacto al otro lado de un hilo en el más allá, o suponer que su deceso pueda producir por si mismo alguna brizna de Nada. Lo único que la película de Eastwood hace con la muerte es negarla sin más argumentos, en nombre de ese individuo perpetuo: una, dos y tres veces en las tres historias que se amontonan en la película. Quizás por ello mismo se queda sin mucho que decir sobre lo que en torno a esa muerte hacen los vivos; en Mystic River, otra película muy diferente de hace unos años, el mismo Eastwood tuvo mucho que decir en torno a algo que si no era la muerte se le parecía mucho. Como ya decretó alguien, hace mucho tiempo, comentando las sesiones de los espiritistas, el problema no es que los espíritus puedan o no comunicarse con nosotros: el problema es que tengan o no algo interesante que contar.