jueves, 10 de febrero de 2011

Más cine: Hablando de Colón

No sé por qué los comentaristas de cine han moderado sus superlativos para hablar de También la lluvia, de Icíar Bollain, contentándose, en general, con decir que es una buena y compleja película. Yo creo que es una de esas raras ocasiones en que valdría la pena gastarlos. Pero soy un espectador más, un lego que por razones que no vienen al caso no pisaba un cine hacía mucho tiempo –y ha vuelto con buen pie. Mi comentario se va a limitar al área en la que tengo un mínimo de competencia, a saber la historia que cuenta.
Hay varias maneras de contar la gesta de Colón (que aquí vale por el conjunto de la expansión hispana en América, o por toda expansión colonial). Como una hazaña gloriosa, o como un horrendo genocidio o como un cóctel variado de lo uno y lo otro (véase 1492 de Ridley Scott). En cualquier caso, contar la gesta de Colón es contar un mito, con lo que quiero decir no una mentira, sino un relato saturado de sentido hasta el exceso. Se cuente lo que se cuente, se acierte lo que se acierte (¿y qué cariz y tamaño debería tener la verdadera historia de Colón?) quien lo oiga estará atento, además, a lo que se ha dejado de contar, a quién lo está contando, a las intenciones con las que lo cuenta; y de todo ese cúmulo lo último que se podría esperar es que saliese alguna cosa nueva – ese campo ya está muy cosechado.
Si También la lluvia consigue decir algo nuevo es porque, como se sabe, es cine dentro del cine. O sea, no cuenta la historia de Colón; nos cuenta cómo varios sujetos cuentan la historia de Colón. No nos recita una vez más el mito, en cualquiera de sus versiones: en lugar de eso nos presenta a una serie de protagonistas haciéndolo, y nos pone ante una escena en que los herederos (y los desheredados) de un pasado colonial se enfrentan en torno de esa memoria. En el cine no se ha prestado mucha atención a ese asunto; fuera del cine, a decir verdad, tampoco.
Gael García Bernal, encarnando al director de cine, nos cuenta la versión lascasiana del genocidio, hecha de expolio, mutilación y matanza de indios desnudos por blancos cubiertos de hierro. Los indios –otros indios, actuales y vestidos- vuelven a sufrir en carne propia esa misma historia en una revuelta contra el expolio del agua. Y cada uno de los protagonistas añade su propia variante: Montesinos y Las Casas, los dos apóstoles de los indios, vuelven a encarnar en los actores que les dan vida; también un Colón amargo y resabiado, en el suyo; el alcalde de Cochabamba nos ofrece una actualización de las razones de los conquistadores. Eso es mucho más que poner en paralelo la historia de Colón y la realidad actual de la opresión de los indios. Y es también mucho mejor que pretender una historia real de Colón: en lugar de acumular detalles arqueológicos (muy al contrario: se rueda en Bolivia y no en las Antillas, con indios Yuracare en el papel de Taínos) actualiza un enfrentamiento que permanece vivo desde hace ya más de cinco siglos.
También la lluvia –contra lo que opinan comentaristas que quizá se entretenían hablando con el de la butaca de al lado- no trata de los horrores de la conquista. Colón toma posesión del Nuevo Mundo, Colón busca oro, Colón propone el tráfico de esclavos, Colón aterroriza a indios casi inermes: eso no es También la lluvia, sino uno de los discursos que en ella se contraponen. Icíar Bollaín huye de la narración maniquea, pero no lo hace dotando a sus personajes de una ambigüedad genérica: aduce ambigüedades calificadas, y la más interesante es la del Colón interpretado por Karra Elejalde, el más sombrío de la historia del cine. Precisamente desde su maldad casi absoluta (“yo quiero matizar, pero no me dejan” dice el actor que lo encarna) es capaz de dar volumen a la bondad de los otros. El director interpretado por Gael, por ejemplo, es, a juicio de algunos espectadores, demasiado rápido al pasar del fervor militante a la indiferencia por el destino de los indios, que sacrifica de buen grado a la realización de su obra. Pero esa ha sido una contradicción muy frecuente en los narradores del genocidio, que han glorificado al indio insurrecto del pasado porque lo preferían así, antiguo y muerto, antes que vivo e incómodo –buena parte de las ideologías nacionalistas americanas están plantadas sobre esa tumba. Los defensores de los indios –Montesinos, Las Casas y los actores que los representan- arrojan sobre Colón y sus secuaces una condena inapelable; muestran así su coraje pero muestran también que necesitaban presentar a los conquistadores como demonios para limpiar su propia implicación en la empresa que ellos habían iniciado: ni Las Casas, misionero al fin, rechazaba un dominio cristiano (suave, pero dominio) sobre los indios, ni sus sucesores dejan de optar, en última instancia, por la modernidad para todos la quieran o no. La simpatía desinteresada del europeo por la causa indígena –la encarnan varios personajes, y especialmente el productor interpretado por Tosar- es, por su parte, posibilitada por la distancia: por mucho que simpatice con ese otro ser humano, no está obligado a compartir su vida, ni siquiera a ser su vecino; y no quiere hacerlo, no lo hará (“para ser sincero, no creo que vuelva” le dice Luis Tosar al héroe indio, interpretado por Carlos Aduviri). En posición exactamente opuesta están las elites locales –blancas o mestizas, en la ocasión representadas por un alcalde blanco - que quizás simpatizarían más con los indios si no fuese porque deben mantenerse en su vecindad, allí donde su modo de vida sólo se podrá mantener si siguen usando según su mejor provecho las tierras y el agua que originalmente pertenecían a aquellos.
Alguien podría decir que entre todas esas más sombras que luces sobrevive el estereotipo de una comunidad indígena íntegra, con diversidad de tenores pero sin fisuras; pero esa indefinición es lo mínimo que se puede conceder a quien sigue relegado a la condición de telón de fondo y sobreviviente. Se alza, protagoniza la historia e incluso triunfa, pero su botín es solo el agua, y le ha costado como siempre muy caro.
También la lluvia tiene ese mérito: no se limita, como hemos dicho, a hacer paralelos. Poner en paralelo dos historias es separarlas, y la historia de Colón no nos es ajena, está viva y, se quiera o no, es irreversible. O dicho de otro modo América no es descolonizable en el sentido literal del término. Viven en ella elites o mayorías cuyo origen se sitúa en aquella invasión original, que son americanas desde hace siglos y que cuentan con los indios no solo como clases subalternas, minorías o problemas, sino a veces también como antepasados simbólicos, emblemas de identidad, argumentos. Europa, por supuesto –empezando por España- tampoco es descolonizable: de Colón, Las Casas y sus lejanos soberanos le vienen parte de su bienestar y sus problemas, el apego y el desapego a ambos.
Dejar eso más claro no arregla nada, pero al menos identifica mejor a los protagonistas. La película de Bollaín, que se va haciendo más y más tétrica a medida que el peso del pasado se va dejando notar en el presente, se vuelve más llevadera, a pesar de toda la violencia, cuando los indios consiguen despegarse del telón de fondo y tomar la palabra. Incluso para sus adversarios debería ser una buena noticia el surgimiento de un movimiento indígena autónomo, con sus propios proyectos y sus propios modos de hablar de Colón. Dicen que Evo Morales le va a pagar el billete de avión a Carlos Aduviri, coprotagonista de la película y candidato a un Goya, para que acuda a la gala en Madrid: en una posdata muy en línea con la historia, parece que la productora no lo ha invitado.
Paul Laverty, el guionista escocés al que se debe buena parte del mérito de la película –sobre todo de la parte que estoy comentando aquí- es, como se ha comentado mucho, un guionista habitual de Ken Loach, y por lo tanto un veterano del cine político. Se ha comentado menos, o nada, que además de eso ha sido un militante de los derechos humanos en varios países de Centroamérica, y en particular en Nicaragua, donde su tarea fue aún un poco más compleja que lo habitual: allí los indios de la costa caribeña del país se veían enfrentados no ya a los obvios agentes del imperialismo yanqui sino a un régimen salido de una revolución popular, que los acusaba de ser agentes del imperialismo yanqui. América es un continente enrevesado, no se merece un cine simple.

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