martes, 29 de marzo de 2011

El amor es ciego

El amor es ciego. Es lo mejor que se me ocurre decir a propósito de este cartel fotografiado en el distrito do Limoeiro, en Lisboa.



Ciego en general, en todos los sentidos de la palabra ciego que son muchos. Es ciego porque hace ver algo mayor o mejor de lo que hay, lo que nadie más ve, pero eso en rigor no es ceguera (impide, sí, ver lo contrario, esa menudencia del sentido común que todos saben a ciegas, sin siquiera mirar). “Cegador” es un adjetivo que se reserva casi solo a lo luminoso; la oscuridad es cegadora con más frecuencia que la luz, pero nadie se acuerda de reconocérselo. “Ciego” es también, en el español de algún país americano, el jugador con malas cartas. Ciego está quien ha bebido o comido en exceso; ciego es lo que no tiene salida posible o no deja paso, cegar es cerrar –un pozo, un túnel. Un gato ciego es inquietante, como un pájaro que se arrastra; es más ciego que otros animales ciegos. El dueño del gato debe amarlo mucho, aunque no sea ciego, ni el gato ni él mismo, y aunque los dos lo parezcan. He cegado los datos del hombre que busca a su gato: por mucho que lo ame, no sé si quiero ayudar a que lo encuentre.

lunes, 14 de marzo de 2011

**Algunos budas chinos

China sigue siendo uno de los mejores lugares del mundo para que un occidental no entienda. Mira los budas, por ejemplo. Nunca había visto en Europa ni en América un Buda con una svástica en el pecho, las razones no le escapan a nadie. Pero en algunos templos chinos, con su profusión infinita de budas, puede haber más cruces gamadas que en una película de Riefenstahl. No me extrañaría que cualquier día las autoridades chinas hiciesen por eliminarlas, como intentan hacerlo con el consumo de carne de perro y algunas otras rarezas que inquietan a los visitantes. Y sin embargo es fácil entender qué hace la cruz gamada en el pecho de un Buda; ella ya significaba alguna cosa (no se bien qué) en la India antigua antes de que los nazis la adoptasen para significar algo muy diferente. O talvez los nazis querían que significase lo mismo, pero en un contexto nuevo el símbolo cambió de costumbres. De todos modos sería demasiado fácil conformarse con esa explicación histórica; un Buda con cruz gamada es una invitación a imaginar más allá. ¿Podemos cambiarle el significado a los símbolos?



El budismo desapareció de la India como el cristianismo desapareció de Palestina; en ambos lugares, los euro-americanos los han reintroducido en corta medida. Pero proliferó en China, divulgado por los que desde allí son vistos como “monjes occidentales” con sus túnicas azafranadas. Un clásico de la literatura china, el Viaje al Oeste, cuenta en un estilo fantástico esa epopeya misionera, pero no le falta espacio para citar con mucha verosimilitud las controversias que despertó. “Una doctrina foránea que embauca a los tontos y a los simples, que predica la felicidad futura y obsesiona con los pecados del pasado, que no deja ver que la riqueza es obra exclusiva de la voluntad humana, cuyos cantos en sánscrito son un modo de evasión”; todo eso dice un sabio cortesano en su informe sobre el budismo, exhibiendo lo que nos parece un considerable racionalismo, y una cierta incomprensión de lo que está evaluando. Sus censuras no tuvieron efecto, la incomprensión fue muy fértil. No es difícil imaginar que China tenga la mayor población budista del mundo, pero la más mísera noción de lo que sea el budismo basta para notar que en China el budismo se transformó en algo bastante diferente de lo que pretendía ser.
Sospecho que en China Buda se haya convertido en algo parecido a lo que en Brasil se llama “una entidad”, una especie de representante genérico de lo sagrado; o mejor un ídolo genérico, porque las entidades brasileñas son espíritus y los budas chinos son siempre figuras de bulto, de mucho bulto. Señalas una cabeza de bronce o una máscara que te apetece comprar: “¿qué es eso?” “¡Un Buda!”.



No sé si es un Buda, si la vendedora sabe lo que es, o si simplemente me está dando el único nombre que supone que voy a reconocer. Algún día acabaré leyendo algo al respecto, entenderé, y se me pasará esa perplejidad de saber que el príncipe asceta y ayunador, que enseñó a los hombres el camino para libertarse de la existencia, ha acabado convirtiéndose, al otro lado del Himalaya, en el Buda Milefo, un sujeto gordo, gloriosamente gordo –en China la obesidad no se ha democratizado, y cuando se ve un gordo siempre tiene aire de acumular poder- que asume con énfasis todas las expresiones humanas, salvo esa serenidad indiferente del Buda original. Que se sienta con una panza enorme y una boca enorme, abierta y ávida. O que yace con aire depravado mientras le corretean por el cuerpo docenas de niños minúsculos.



Supongo que en China, a sintiendo un desinterés general por la anulación de la existencia, Buda se convirtió una segunda vez y decidió seguir viviendo en un Nirvana al contrario.

martes, 8 de marzo de 2011

Complemento al anterior: en la selva se está bien

Una persona de entre las cientos de millares que leen este blog me advierte que algunas cosas no quedaron demasiado claras en la última entrada. Intento aclararlas. Ironizar sobre la militancia ecologista de gente como Sting tiene un efecto seguro. Sabemos que conoce muy poco de la selva amazónica y de su gente y se limita a repetir tópicos consagrados. Pero es que además su condición de estrella del pop le vale una sospecha de frivolidad y autopromoción que no afecta, por ejemplo, a José Saramago si visita Palestina y escribe sobre ello. Es verdad, reconozcámoslo: la Amazonia de Sting es una Amazonia hecha de estereotipos.
Lo que pasa es que el texto del diputado Rabelo, después de decir esa gran verdad, da un paso más allá, en dirección a otra provincia del País de los Estereotipos, concretamente la de la Perra Vida de los Primitivos, y nos dice que el destino de esa gente aislada en la Amazonia sólo es tolerable cuando se ve desde un hotel de cinco estrellas.
Bien, Sting vivió de hecho en las aldeas indígenas del Xingú. Cuatro días. Leonardo di Caprio también estuvo allí más recientemente con su novia de entonces, Giselle Bundchen –los indios la encontraron fea y enteca. De hecho, el Xingú ha sido visitado con frecuencia por jefes de estado, artistas famosos, intelectuales, cineastas… No hay allí ningún hotel de cinco estrellas, pero es que en el Xingú se está bien. En lugares mucho menos visitados que el Xingú, como las aldeas Yaminawa o Yawanawá del Acre, o en los caseríos de ribereños a lo largo del río Acre, también se está bien. La comida es más fresca que en cualquier otro lugar de la tierra –siempre acaba de ser pescada, cazada o cosechada- y es más variada que en los pueblos brasileños de la región, más próximos al progreso. Las chozas con techo de paja son frescas y aireadas, protegen muy bien contra la lluvia y huelen a vegetal y si, un poco a humo. No es un paraíso, y como ocurre en todas partes, hay peligros, enfermedades y parásitos. Muchos insectos. Pero no deberíamos exagerarlos: es más fácil ser atropellado por un coche que devorado por las pirañas, y algunos vecinos en la ciudad pueden llegar a ser más incómodos que los piuns. Plagas como la malaria, la hepatitis o la diabetes –que a veces abultan, no siempre- no son, curiosamente, herencias de los antepasados que allí penaron siglos o milenios atrás, sino regalos recientes allí llevados por los agentes de la civilización. Hay en la literatura y en la etnología algunas descripciones terroríficas de la vida en la Amazonia, pero es conveniente notar que se refieren a las condiciones de vida en las explotaciones coloniales, como las del caucho, o en grupos indígenas devastados por epidemias o acciones de exterminio. Si juzgásemos por Auschwitz y la Peste Negra también concluiríamos que Europa es víctima de un medio ambiente hostil.

En fin, los habitantes de la Amazonia no son ahora ni han sido nunca víctimas de un medio hostil. Tampoco idealicemos: la mayor parte de los visitantes, sobre todo después de unos cuantos días, encontrarán la vida en la selva incómoda y aburrida, ejerciendo el mismo derecho de juicio que lleva a los indios del Xingu a decir que Giselle Bundchen es fea.
Lamento decir que la introducción del progreso en la Amazonia no suele mejorar las cosas, antes bien las suele deteriorar: si hablamos de las barriadas que ocupan los emigrantes de la selva (indígenas o no) en ciudades amazónicas probablemente todos, moradores y visitantes, estaremos por fin de acuerdo: son feas, insalubres, sucias, a veces terriblemente sucias, colmadas de basura; las enfermedades y los parásitos de la aldea se multiplican con el plus de algunos nuevos. Desde luego los alimentos no son ni tan abundantes ni tan frescos, y hay que comprarlos con el dinero que no se tiene. Las casas de techo de paja son sustituidas, en el mejor de los casos, por casas de tablas con techo de hojalata, progresistas y tórridas como un microondas. Que en esta situación haya hospitales más cerca puede ser un consuelo, como también lo debe ser que haya cementerios más cerca.

Lamento decir todo eso, porque me obliga a suscribir un estereotipo ecologista: en medio de la selva se vive mucho mejor. No sé si se vive mejor en medio de la selva o en una ciudad bávara, pero no es necesario discutir eso, porque las ciudades de la Amazonia, que están lejos de la selva, están aún más lejos de las ciudades bávaras. Los apóstoles del progreso dan por supuesto que algún día, impulsadas por el agronegocio, serán como las ciudades bávaras; pero eso, si es que ocurre, ocurrirá en un futuro que para los contemporáneos queda mucho más lejos que la Gloria Celestial.
Resumiendo. Si la humanidad debe domesticar las selvas para poblar el planeta de centros comerciales, es un proyecto que cabe debatir. Que tenga que domesticar las selvas para rescatar a los seres humanos que penan en ellas, es una falacia de una obscenidad incalculable.

sábado, 5 de marzo de 2011

Moisés y el nuevo código forestal brasileño

Algunas informaciones previas. Aldo Rebelo es la figura más prominente del PCdoB, Partido Comunista do Brasil, que no hay que confundir con el más antiguo PCB, Partido Comunista Brasileño. El PCdoB, originado en el año de 1962, es uno de aquellos grupos que se escindieron de los partidos comunistas cuando Kruschev eliminó a Stalin del panteón, y cierto sector prefirió conservarlo, añadiendo a dicho panteón la imagen de Mao Tse Tung. Los maoístas formaron desde entonces uno de los núcleos de la llamada extrema-izquierda, en la que ya estaban los trotskistas, muy poco afines a ellos. El PCdoB hizo honor a su vocación en la guerrilla del Araguaia contra la dictadura militar brasileña, que tuvo resultados semejantes a los de la mayor parte de las guerrillas centro y sudamericanas.
Con esos antecedentes, cualquier burgués podría imaginar que Aldo Rebelo es un radical maximalista y vociferante, una amenaza para el status quo. No. Aldo Rebelo es un hombre pulcro y mesurado que, con su voz serena ha presidido largamente el Congreso, conviviendo muy civilmente con políticos de ideologías muy diferentes a la suya. Tanto es así que, para admiración de simplistas, ha sido el autor de una nueva versión del Código Forestal, la cual, a juicio de sus críticos, representa los intereses de la gran agro-industria. O sea, de la última versión del lobby ruralista brasileño, o sea de esos latifundistas que, para toda la izquierda clásica y posclásica, eran la reacción hecha carne. Como bien dice Rabelo, las leyes ambientales brasileñas pueden castigar como criminal a quien escarba en busca de una lombriz para pescar. Los buscadores de lombrices no tienen quien los defienda en el congreso brasileño, y han venido en su ayuda los megaempresarios de la soja, que de paso consiguen así minimizar la franja de bosque que el código anterior les obligaba a preservar en sus posesiones. El texto completo de la nueva redacción de la ley está disponible en Internet, en este enlace.

Es un texto complejo de 270 páginas, que analiza la ley vigente aportando comentarios de otros legisladores, presenta la nueva redacción, hace una síntesis de sus novedades y las argumenta, y abre todo ese conjunto con un largo preámbulo donde se discuten temas venerables, en vigor desde el siglo XVIII: la desigualdad de los hombres ante la ley, la desigualdad entre las naciones, la relación entre el ser humano y la naturaleza, etc. No es un árido texto jurídico, sino un discurso colorista y erudito, donde se habla de las costumbres de aldeanos o de ribereños del Gran Pantanal y la Amazonia o de los atropellos del Imperio Persa contra el Egipto faraónico; se citan cantores populares, poetas románticos, novelas, e incluso la famosa parábola de los peces de Antonio Vieira, que discutía esa dudosa moralidad de una naturaleza donde el pez grande se come al chico.
Se engañará quien piense que, para elaborar un texto grato a los latifundistas, Rabelo ha tenido que abdicar de sus convicciones. No, en absoluto. Es un texto de izquierdas; o por lo menos es uno de los modos posibles de un texto de izquierdas. El argumento esencial de esa introducción es que las leyes forestales brasileñas son draconianas, y que lo son por la imposición de una ideología ambientalista extremosa procedente de los países ricos. Los países ricos no sólo quieren preservarse un jardín del edén en los países pobres, salvaguardando allá las riquezas naturales que ellos explotaron hasta el fin en su propia casa; quieren, además, librarse de la competencia de los países pobres, imponiendo condiciones y reglas a su desarrollo, o simplemente ahogándolo antes de que salga de la cuna. Los países ricos tienen muchísimo de lo bueno y de lo mejor, y temen que si los países pobres se obcecan en imitar ese tren de vida le acaben haciendo daño al planeta; temen, además, que los países pobres se liberen de su predominio y pasen a ser más ricos, lo que haría de los países ricos países menos ricos, en términos absolutos o al menos relativos. Al Gore –ese al que los oráculos de las tertulias españolas rebautizaron como Algorero- es uno de sus blancos. Pero el villano preferido de Rabelo es Malthus –aquel que decía que los pobres deberían ser más castos para que el planeta pudiese alimentarnos a todos. Su héroe es Josué de Castro, quien demostró que el hambre no la produce la demografía sino la geopolítica. Los argumentos de Rabelo pueden dar mucho placer incluso a muchos de sus críticos, que a fin de cuentas en su mayoría se reivindican de izquierdas. Veamos uno de ellos, en traducción a mí debida:

"La armonía entre los llamados pueblos de la selva y el medio en que viven –en realidad, sobreviven- no pasa de ficción producida para películas como Avatar, de James Cameron, que llevan a las lágrimas a plateas confortablemente instaladas en modernas salas de cine de centros comerciales, rodeadas de plazas de alimentación donde, con un solo gesto, aparece como por arte de magia todo tipo de comida deseada por el emocionado espectador. Probablemente la mayoría, al saborear el suculento filete o la fresca ensalada no se hace la menor idea de la lucha entre el hombre y el medio ambiente en la Amazonia, de la cantidad de demanda de un alimento saludable, libre de parásitos de todos los tipos que disputan al hombre el derecho a vivir. Talvez sea esa la auténtica “verdad inconveniente”. Por cierto, sería el caso de preguntarle al famoso cineasta, a la estrella pop Sting y a sus cortesanos locales que, juntos, se presentan como grandes defensores de los pueblos de la selva, si les habría sido posible visitar la región y realizar sus performances eco-hollywoodianas si no se hubiese construido allí, en el corazón de la selva, algunos hoteles lujosos, solo accesibles a los muy ricos como ellos, donde el agua que se sirve en suites y restaurantes, incluso en medio de aquella inmensidad acuática, viene de Francia, y las legumbres, frutas y verduras indispensables para una dieta tan al gusto de las celebridades, vuelan desde São Paulo, a varios miles de kilómetros de Manaus. Si los llamados pueblos de la selva, indios y caboclos, después de siglos de lucha contra el medio inhóspito, viven aún allí como vivían sus antepasados hace centenas o millares de años, no es ciertamente porque a tales pueblos les satisfagan las condiciones de vida características de esas eras pasadas –cuando se vivía 30 años en media- sumergidos en el aislamiento, completamente dominados por las fuerzas de la naturaleza, circulando desnudos o semidesnudos, abrigados en chozas insalubres infestadas de insectos y humo, luchando en condiciones absolutamente desiguales contra el medio hostil, que no les permite ir más allá de las condiciones de vida más rústicas y primitivas de sus ancestrales".

El texto de Rabelo es edificante: nos previene contra esas églogas que los ecologistas pudientes componen en honor de la Madre Naturaleza. En realidad, nos dice, la Naturaleza sólo es bonita en las pantallas del cine; ella misma, sin efectos especiales, no es tan bonita, y ni siquiera es Madre, más bien una madrastra mezquina que hay que atar corto para que no descalabre a sus hijastros, especialmente los que viven en países pobres, como indios y caboclos. El texto va dedicado “a los agricultores”, que son los primeros domadores de esa fiera peligrosa.
Nos previene también, por muy comunista que sea Rabelo, contra algunos principios envejecidos del marxismo, como ese que, invocando las clases sociales, nos hace olvidar que los agricultores más interesados en el nuevo código forestal son, antes que todo, agricultores de países pobres. No importa que sus rentas les permitan multiplicar esos mismos centros comerciales sobre cualquier selva domada, al lado de esas plantaciones suyas cuya extensión no se mide por hectáreas sino por bélgicas. La geopolítica ha venido siendo un factor renovador del pensamiento de izquierdas de los países pobres que, superando viejos prejuicios, nos ha permitido entender que los multimillonarios del Tercer Mundo son en realidad la vanguardia de su proletariado.

El texto de Rabelo sería impecable si no fuese por dos motivos. Uno es que él compone también su égloga, en este caso no ya sobre la selva sino sobre el paisaje de centros comerciales de los países ricos. Muchos habitantes de los países ricos tenderían a pensar que los países ricos y sus centros comerciales son así de bonitos sólo en la publicidad.
El otro es que aparentemente Rabelo conoce mejor los centros comerciales que esas chozas que él describe como infestadas de mosquitos y humo y pobladas por desgraciados reducidos a una condición sub-humana. Yo tampoco las conozco muy bien, sólo viví en alguna de ellas durante algunos meses y siempre me pareció que indios y caboclos vivían mucho más alimentados, sanos y limpios allí que en los basureros próximos a los centros comerciales de las agrociudades, donde también aparecen como por arte de magia muchas cosas con las que los habitantes de la selva no suelen ni soñar. Claro está que para que para que los países pobres se transformen en países ricos es necesario que los pueblos oprimidos por la naturaleza se quiten la venda de los ojos, se percaten de que su condición es miserable, dejen sus tierras a los agricultores de los países pobres y las cambien por los basureros de los centros comerciales de los países pobres. Así, y si los países ricos dejan de imponer su política mezquina, puede ser que algún día ellos también puedan pasar de la condición de consumidores de basura a la más noble de productores de basura.

Algún radical podría pensar que, geopolítica en mano, los maoístas como Rabelo se han convertido en –para repetir una vieja fórmula- lacayos de los megaempresarios. Craso error. En el fondo, hay un punto de acuerdo progresista entre unos y otros: primero es el Hombre, después la naturaleza que debe estar supeditada a él. Rabelo indica con razón que en el corazón del ecologismo late un anti-humanismo, y contra él esgrime no ya a Marx ni a Engels (que no discordarían) sino al libro del Génesis, donde se nos explica que todo lo existente en la tierra está al servicio del hombre. No por acaso, nos explica, cuando Dios decidió venir a este mundo lo hizo en forma humana. El panteón comunista se enriquece así con Moisés y los cuatro evangelistas. Como humano que soy no tendría tanto que objetar a eso. El problema es que a la política de la naturaleza de Rabelo le pasa más o menos lo que a su geopolítica: en los países ricos hay muchos más pobres que lo que sería conveniente, y en esa naturaleza que debe estar a los pies de los intereses humanos hay también demasiados humanos. Por la descripción que Rabelo hace de su modo de vivir podemos sospechar que los ha confundido con animales.