martes, 20 de diciembre de 2011

Lu Xun y la China caníbal

Lu Xun era estudiante de medicina en Japón cuando, entre las diapositivas de actualidad que un profesor proyectaba para rellenar el tiempo sobrante de sus clases, vio una imagen que marcaría su vida. Un compatriota chino, maniatado, rodeado por otros chinos imperturbables. Era un trabajador acusado de espionaje a favor de los rusos (eran los tiempos de la guerra ruso-japonesa) que iba a ser decapitado para servir de ejemplo. Los otros estaban allí para presenciar el hecho. En el prólogo a su primera colección de cuentos, LuXun contó esta anécdota -invariablemente repetida en cada semblanza corta o larga que se haga del autor- y lo que ella le hizo pensar: “la gente de un país débil y atrasado, por fuerte y sana que sea, sólo puede servir para servir de ejemplo, o para presenciar ese espectáculo fútil; y así no importa realmente cuántos entre ellos mueran de una enfermedad” Así, dejó la medicina y –signo de aquellos tiempos- optó por la literatura.



Hasta su muerte, a los cincuenta y cuatro años en 1936, escribió un buen número de cuentos, poemas, y sobre todo ensayos que lo habilitaron para ser aclamado hasta hoy como fundador de la literatura china moderna. A ello contribuyó también la suerte, que impidió que fuese tenido por trotskista en los años 30, y lo llevó tempranamente al otro mundo, allí donde era más difícil caer en alguna herejía. Aunque lideraba una alianza de escritores izquierdistas, no se hizo del Partido; el Partido lo hizo suyo, lo que exige una cierta disciplina incluso para un muerto. Mao Tse Tung, un admirador ferviente de su obra, hizo notar que su negra ironía, un látigo contra la decadente sociedad que le tocó vivir, no era un ejemplo que se debiese seguir en la literatura socialista, donde las cosas deben ser dichas sin rodeos y de modo que todo el mundo pueda entenderlas.

Las revoluciones tienen sólo medio sentido del humor. Pueden reírse, en los relatos melancólicamente socarrones de Lu Xun, del modo en que los chinos de principio de siglo administraban su coleta –esa marca impuesta por la dinastía Qing-, cortándosela si triunfaba la república, dejándosela crecer si el emperador amenazaba con volver, o recogiéndosela en un moño si la situación era indecisa. Pero sería inconveniente que esas observaciones se extendiesen a la vida bajo un nuevo régimen. O pueden divertirse con ese desgraciado de Ah Q, el personaje más famoso de Lu Xun, prototipo del más miserable de los chinos descamisados –literalmente, pues tiene que vender su camisa para pagar una multa- que quiere ser revolucionario pero acaba siendo fusilado por ladrón, porque cuando la revolución triunfa no es revolucionario quien quiere sino quien puede –los mandarines de siempre. Claro que se trata de la revolución burguesa de Sun Yat Sen: ¿alguien osaría decir que una revolución socialista tiene también sus Ah Q?

Los comunistas tuvieron menos problemas para adoptar el otro recurso literario de Lu Xun, esa sustancia de pesadilla que gotea de sus relatos, a través de la corteza naturalista o costumbrista, y que se hace explícita en el Diario de un loco, quizás su cuento más conocido. El autor del diario va descubriendo que el mundo que le rodea está poblado de caníbales. No es una pesadilla genérica: se alimenta de giros del habla china (esa madre airada con su hijo al que amenaza con “arrancarle unos bocados”) o de consejas edificantes chinas (la idea de que un pedazo de carne que el hijo corta de su cuerpo puede aliviar la salud de sus viejos progenitores enfermos) o, en otros cuentos, de detalles como ese rollito untado en la sangre de un ajusticiado que un médico ofrece como fármaco infalible. Ese canibalismo chino –fundamentalmente imaginario, como casi todos los canibalismos- tiene su peculiaridad. No es como el de las tradiciones europeas –un régimen alimenticio de seres monstruosos, ogros, vampiros, brujas- ni como el de los indios americanos, una predación que organiza las relaciones entre humanos, dioses, espíritus y animales. La versión china de la pesadilla habla de un canibalismo consanguíneo, de padres contra hijos; o del estado contra el súbdito, o de la sociedad contra el individuo o el paria, un canibalismo de autoridad. Rumores sobre campesinos hambrientos que consumen a sus hijos pequeños (un terror antiguo, renovado en las hambrunas del Gran Salto Delante de los años 50) o sobre ejércitos autorizados a alimentarse de los derrotados. En China como en todas partes, la verdad de esas historias es muy difícil de establecer, pero no hay duda de que no hay canibalismo, por imaginario que sea, que no hable con verdad de algo muy serio. En el caso chino, de esa omnipotencia de los padres, o de un estado que quiere parecerse a ellos, sobre sus hijos-ciudadanos.
La brutalidad de la revolución cultural –esa epopeya de adolescentes persiguiendo y humillando a sus mayores o destruyendo todo testimonio del pasado en nombre de los nuevos tiempos, algo que se vio también en el México recién conquistado por los españoles, cuando los franciscanos pusieron a los niños a descubrir ídolos ocultos y perseguir a viejos idólatras- se entiende mejor si se piensa que Lu Xun era un autor de cabecera de los jóvenes guardias rojos, y que esos tropeles grotescos de reaccionarios que aparecían en sus carteles de propaganda son herederos directos de los ácidos retratos del escritor. Lu Xun había visto el pasado chino como un ogro viejo que había que destruir de una vez.
Lu Xun concebía sus pesadillas más o menos en la época en que Antonio Machado componía su sombría fábula de la Tierra de Alvargonzález, o aquel verso que describía a España como “un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín”. Este entrada puede tener al menos eso de original: no creo que a nadie se le haya ocurrido comparar a Lu Xun con Antonio Machado, aunque los dos hayan vivido obsesionados con el peso de una tradición torpe y rancia, hayan sido ensayistas comprometidos con la regeneración nacional y se hayan aproximado claramente al Partido Comunista. Y aunque a los dos les pese también la relación con sus hermanos también escritores. Machado, el de Caín, concluyó su vida con una guerra en que su hermano se vio inmerso en el otro bando. Lu Xun, el de la china caníbal, guió paternalmente a su hermano menor, también escritor, y quizás lo canibalizó un tanto (el Diario de un loco está escrito por un hermano menor que teme, más que a todos los otros caníbales, a su propio hermano mayor); desde luego, fue con la esposa de este –y no con la suya propia- con quien tuvo su hijo reconocido, un pecado que arruinó sus relaciones y ensombreció la vida privada de Lu Xun. Probablemente Lu Xun no se definiría como “en el buen sentido de la palabra, un buen hombre”. Tampoco todo lo contrario. Pero Machado era capaz de guardar un amor por su rancia patria que cuesta más encontrar en las narraciones de Lu Xun. Lo trágico en ambos es la posibilidad de que la España de charanga y pandereta o la China de las coletas sean más persistentes que lo que ellos creían.

Los cuentos de Lu Xun esbozan con elegancia los mil modos en que lo muerto pesa sobre los vivos: la medicina tradicional china cuya eficiencia se mide por el tamaño de las uñas del doctor, o la Ópera, descrita como un espectáculo decepcionante y mortecino, o la pedantería de los candidatos aprobados en los exámenes estatales, o la mezquindad de esos vecinos que prestan dinero a la pobre viuda del señor Shan para que los harte de comer y beber en el funeral de su hijo pequeño; o la prepotencia con que cualquier poderoso apalea a quien roza un pelo de su honra; o la sórdida tensión entre los fracasados que intentan “salvar la cara” (una expresión china esencial) y sus vecinos que hacen todo lo que pueden por airear su vergüenza. O en suma, para volver al ejemplo mítico que Lu Xun repite en sus narraciones, la avidez con que un público imperturbable va a presenciar una decapitación ejemplar. Si tus uñas son largas, eres sabio; si te decapitan, lo mereces.
El panorama chino que describe Lu Xun es esencialmente el mismo de esa sinofobia que se da un poco por todas partes en Occidente. No por casualidad: él contemplaba China desde el punto de vista ideal de un occidente que no conoció. Pasividad, indiferencia, crueldad, mezquindad, servilismo. Incluso la pieza más sórdida de ese folclore del peligro amarillo - esa que acusa a los chinos de comercializar en sus restaurantes la carne de sus deudos difuntos- parecería sacado del Diario de un loco.
Lu Xun era un ideólogo, como todos los modernistas. Juzga la tradición china filtrándola a través de los años de decadencia de la dinastía Qing, cuando el país había sido aliquebrado por una serie de intervenciones corsarias de las potencias occidentales –la Guerra del Opio, la Guerra de los Boxers- de una brutalidad y desfachatez difíciles de igualar. Seria difícil explicar cómo ese pantano de ineptitud y modorra que él describe pudo servir de base a un país que todos los observadores occidentales, admirados u hostiles, coincidían en señalar como excepcionalmente creativo y rico, no sólo por sus palacios o sus templos sino por sus mercados, cultivos, talleres, canales. A ningún viajero, desde la época de Marco Polo hasta entrado el siglo XIX, escapaba que el nivel de vida de la población china era muy superior al que se disfrutaba en la Europa occidental, y hacía pocas décadas que ese balance había cambiado de signo en los momentos en que Lu Xun escribía. El periodo que va de la decadencia del Imperio Qing al reciente éxito económico de China –menos de dos siglos- ha sido una excepción pasajera en una larga historia en que China fue constantemente la potencia económica global. El oro de las Indias que según Quevedo venía a morir en España no era enterrado, como él suponía, en Génova: por caminos más o menos largos acababa para siempre en oriente, donde compraba los productos de una industria que en Europa apenas daba sus primeros pasos: sedas, porcelanas, mantones, abanicos, té. Y esos dos siglos de excepción no son necesariamente una gloria para el Occidente: comparada con la rapiña a escala planetaria realizada por las potencias europeas desde el final de la edad media hasta el pos-colonialismo, la política exterior china ha sido un prodigio de civilidad (que algunos ideólogos del neoliberalismo han reformulado como falta de iniciativa). Si las presiones occidentales a favor del Tíbet no alteran demasiado a las autoridades chinas no es sólo por las razones económicas bien conocidas, sino porque en el capítulo del respeto a las soberanías ajenas las credenciales occidentales son más bien pobres: un pretexto plausible, ya que no un buen pretexto, para no aceptar consejos.
De todos esos visitantes extranjeros que admiraban la riqueza de China entre el XVI y el XIX, pocos dejaban de meditar sobre un tema crucial: que posibilidad habría de, con una fuerza expedicionaria reducida, hacer allí lo mismo que Hernán Cortés había hecho en México. Las perspectivas eran buenas, porque el ejército chino no parecía muy ducho en guerras exteriores: el Imperio del Centro mantenía a raya a los estados vecinos más que nada por una política de regalos –sobornos, extraños tributos de arriba abajo, algo no tan diferente de la actual inversión china en occidente. Lu Xun admiraba al occidente, una tierra de autonomía y abertura, sin contar con que la libertad occidental siempre se alimentó de su frontera, allí donde era posible para cualquiera abrirse paso en nuevas tierras (o en nuevos mercados) y transferir su servidumbre a otros. El despotismo chino, por su parte, estaba ligado a un relativo desinterés por las conquistas: ¿para qué salir en busca de oro a lejanas tierras, para qué buscar lejos un ejército de esclavos si se puede construir un reino de hijos obedientes capaces de producir todo lo que el oro puede comprar? Los ilustrados del siglo XVIII -especialmente Voltaire – admiraban aquella dictadura de letrados, en que militares y eclesiásticos tenían poco que decir: valía la pena, a cambio del progreso de las luces y la riqueza, someterse a un estado ingente e impenetrable; sólo Rousseau, que tantas chanzas se ganó por ello, entendió que más valía recuperar la desnudez de los salvajes y con ella la libertad y la autonomía. Se dice que el Occidente contemporáneo es hijo de la ideas de Rousseau, pero la criatura de hecho se parece mucho más a la China milenaria, con su burocracia extraterrena pública o privada y esos inmensos rebaños humanos que solemos identificar con los chinos para no tener que reparar en que se nos parecen mucho.
No está claro, a fin de cuentas, si Lu Xun odiaba al ogro debilitado por ser ogro o por haberse tornado débil. Mao Tse Tung le restauró la salud, en un nuevo formato que quizás no sea tan nuevo, una buena razón para que el fundador del comunismo chino continúe siendo cultuado en un país que, dicen, no tiene mucho de comunista. Mao recuperó algunos instrumentos de la China Imperial -su propio culto,por ejemplo- y Lu Xun también se dedicó, al fin, a reescribir viejas leyendas y una historia de la literatura de su país. Tiene muchas estatuas en las ciudades chinas (dicen que no hay otro escritor con tantos monumentos); y de un modo u otro, después de muerto, se ha reconciliado con el caníbal, a quien la carne fresca mantiene con excelente salud.

martes, 13 de diciembre de 2011

Esclavos felices

La literatura romántica, y después el cine, han creado una imagen épica del esclavo: cubierto de harapos, encadenado, fustigado por un látigo continuo y siempre listo para sublevarse en masa, aunque sea armado con un pedrusco. Se puede encontrar un esclavo muy diferente en un libro ya viejo, Anthropologie de l’esclavage, de 1986, basado en datos de más de un milenio de esclavitud en el África subsahariana –muy próximos, por lo demás, a los que tenemos sobre la esclavitud en el próximo oriente o en el mundo clásico mediterráneo -en las plantaciones de toda América tuvo algunas peculiaridades que no se tratan aquí. Las cuentas que su autor, Claude Meillassoux, hace para articular esa esclavitud con una descripción marxista de la historia pueden parecer de época, pero el modo en que caracteriza la institución es hoy mismo muy sugestivo.
El esclavo es un extranjero, producto del saqueo de poblaciones más débiles o más dispersas –mejor cuanto más lejanas. El concepto de libertad, como revela la etimología, surge de una imagen vegetal - los libres son los que han brotado y crecido juntos, mientras el esclavo es un extraño, lo contrario de un pariente. Aún se llama liber a la parte interior de la corteza de los árboles. Los libres forman un haz, los esclavos están sueltos. No tienen patria, no tienen familia, no tienen edad. No han nacido –nacieron alguna vez, sí, pero ese hito inicial fue abolido cuando fueron capturados ya en pie; los recursos naturales no tienen fecha de bautismo. Se les priva de personalidad, son niños perpetuos cuya única relación es la que mantienen con su amo, un padre ficticio con poder de vida o muerte del que dependen para todo; de por sí no tienen religión, cultura ni vergüenza.. No tienen en rigor sexo: en un mundo que define minuciosamente las tareas que cada sexo debe y no debe ejercer, los esclavos pueden ejercer cualquiera, las esclavas pueden ser cargadoras, guardaespaldas o verdugos, los esclavos camaristas o putos. Los esclavos, y eso es importante, no se reproducen. De hecho, un esclavo eunuco alcanza precios exorbitantes: es la quintaesencia de un esclavo. Por todas partes, la fertilidad de los esclavos –a eso se ha dado todas las explicaciones posibles- es bajísima, lo que es bueno para el amo porque criar los esclavos en casa acaba con lo que los hace verdaderamente rentables: arrancarlos, ya criados, de su lugar original y extraer de ellos el esfuerzo que no se gastará en criar una descendencia. Y además un esclavo de casa ya no sería tan esclavo, tan ajeno. El esclavo está solo, aunque se pierda en medio de una multitud de esclavos tan solos como él. Eso puede parecer contraintuitivo, y hasta dudoso si no fuese por un dato negativo: las sublevaciones de esclavos fueron raras, rarísimas. La de Espartaco consiguió su fama duradera por ser casi la única, en el mismo lapso de milenios en que las insurrecciones de campesinos sujetos a la servidumbre se podrían contar por millares. La única diferencia que explica esa diferencia es que los siervos de la gleba tenían con quién y por quién sublevarse; a pesar de toda la opresión que sufrían eran parte de un conjunto, eran etimológicamente libres. Hay, claro está, insurrecciones de un esclavo aislado: la fuga, el asesinato del capataz o del amo: todo un horrendo aparato de represión fue creado para prevenir ese tipo de reacción, no las sublevaciones en masa que nunca llegaron, ni siquiera en lugares donde el número de esclavos sobrepasaba en mucho al de libres y no había milicia suficiente para vigilarlos.
El destino más común del esclavo era ser exprimido hasta la última gota (la manumisión fue con frecuencia un expediente para no tener que mantener a esclavos viejos que habían dejado de ser productivos) haciendo el trabajo sucio o pesado del que se eximía a la población libre, o la parte más afortunada de esta. Pero era imposible que no se descubriesen otras virtualidades de la condición esclava. En palacio, por ejemplo. Los reyes podían vivir abrumados en medio de esa maraña de relaciones, derechos e intrigas que constituía la libertad de los libres, sus parientes. ¿En quién puede confiar el rey más que en sus esclavos, que no lo tienen sino a él? Proliferan los esclavos alzados a la categoría de consejeros y primeros ministros, validos y regentes. Un esclavo puede ser el administrador de la sucesión real, por estar a igual distancia de todos los linajes de los diversos pretendientes; como esclavo no tiene herederos legítimos a los que dejar el poder. No puede favorecer a una familia que no tiene. Más aún: ¿en qué fuerza podría apoyarse el rey mejor que en la de sus esclavos? Parece haber algo de absurdo en la idea de formar un batallón de esclavos y darles armas, pero el caso es que con ellos se han formado cuerpos de policía o ejércitos. Muchas veces son ellos los que se ocupan de la captura de nuevos esclavos, muchas veces, también, son ellos los que ejecutan la opresión de la población libre, obligada a pagar los pesados impuestos que exige mantener un palacio caprichoso, y mantener también, oh paradojas, a ese mismo ejército de esclavos. El aislamiento del esclavo permite que lleguen a existir el esclavo rico, el esclavo dueño de esclavos, el esclavo que mantiene bajo su látigo a los ciudadanos libres. Siempre, verdad sea dicha, en virtud de una gracia que el amo da y el amo quita. Como decía un viejo proverbio africano, el piojo del rey es rey también.
Pero las paradojas de la esclavitud no se acaban ahí, y se extienden más allá de lo que cuenta el libro de Meillassoux. Si se pudiese hacer abstracción de la cadena que lo ata al amo, sorprende ese retrato del esclavo: exento de lazos familiares y de fidelidades, un desarraigado que no pertenece a ningún lugar, que no debe lealtad a códigos de honor, a creencias o a banderas, que no se verá atado a matrimonios ni hijos, que es un muchacho perpetuo, un menor de edad cuyas acciones o accidentes siempre remiten a una voluntad ajena, que no está sujeto a convenciones de sexo –siempre fue en el seno de la esclavitud donde la sexualidad podía tomar cualquier forma- y que en suma es infinitamente moldeable, capaz de todas las posibilidades. Si se pudiese olvidar que ese sujeto está encadenado a la voluntad arbitraria de un amo –que es la que le exime de toda otra sujeción- ese retrato correspondería a lo que ahora se entiende por el ejemplo supremo de un individuo enteramente libre.
Para hacer verosímil esa transposición está el cine. Recordemos, para dar un excelente ejemplo, el Espartaco que Kubrick dirigió casi por casualidad (y cuyo guión escribió bajo pseudónimo el comunista Dalton Trumbo, que estaba en la lista negra). En la película, los esclavos rompen sus cadenas y entonces se descubren libres e iguales; sus amos seguirán atados a supersticiones y prejuicios pero ellos no, son ciudadanos rebeldes, que practican una solidaridad desinteresada y emprenden relaciones amorosas limpias de ataduras y cálculos. No es, o no es sólo, que el cine idealice: es que la idea de libertad que apreciamos ahora no procede de aquel antiguo concepto de libertad, el de la etimología, que a estas alturas puede parecer excepcionalmente engorroso; tiene que ver más bien con una versión feliz de aquella esclavitud que sustituyó todas las ataduras por una sola. Ser libres como los antiguos libres sería hoy por hoy muy poco –preferimos ser los libertos, y quizás los herederos, del difunto amo.
Claro está que las cosas pueden ser en realidad menos halagüeñas. Quizás el amo no ha muerto; se hace el muerto y sigue operando en la sombra. Es lo que sospechan los antisistema, que sin embargo difícilmente quieren imaginar lo que era el mundo sin amo: prefieren perseguir al amo allí donde se encuentre –en las normas, en las costumbres, en el léxico- para matarlo, o sugerirle educadamente que abdique. Pero el amo siempre ha sido un poco sordo. Con los años quizás se haya vuelto inmortal, tal vez no pueda desaparecer ni aunque quiera.