martes, 13 de diciembre de 2011

Esclavos felices

La literatura romántica, y después el cine, han creado una imagen épica del esclavo: cubierto de harapos, encadenado, fustigado por un látigo continuo y siempre listo para sublevarse en masa, aunque sea armado con un pedrusco. Se puede encontrar un esclavo muy diferente en un libro ya viejo, Anthropologie de l’esclavage, de 1986, basado en datos de más de un milenio de esclavitud en el África subsahariana –muy próximos, por lo demás, a los que tenemos sobre la esclavitud en el próximo oriente o en el mundo clásico mediterráneo -en las plantaciones de toda América tuvo algunas peculiaridades que no se tratan aquí. Las cuentas que su autor, Claude Meillassoux, hace para articular esa esclavitud con una descripción marxista de la historia pueden parecer de época, pero el modo en que caracteriza la institución es hoy mismo muy sugestivo.
El esclavo es un extranjero, producto del saqueo de poblaciones más débiles o más dispersas –mejor cuanto más lejanas. El concepto de libertad, como revela la etimología, surge de una imagen vegetal - los libres son los que han brotado y crecido juntos, mientras el esclavo es un extraño, lo contrario de un pariente. Aún se llama liber a la parte interior de la corteza de los árboles. Los libres forman un haz, los esclavos están sueltos. No tienen patria, no tienen familia, no tienen edad. No han nacido –nacieron alguna vez, sí, pero ese hito inicial fue abolido cuando fueron capturados ya en pie; los recursos naturales no tienen fecha de bautismo. Se les priva de personalidad, son niños perpetuos cuya única relación es la que mantienen con su amo, un padre ficticio con poder de vida o muerte del que dependen para todo; de por sí no tienen religión, cultura ni vergüenza.. No tienen en rigor sexo: en un mundo que define minuciosamente las tareas que cada sexo debe y no debe ejercer, los esclavos pueden ejercer cualquiera, las esclavas pueden ser cargadoras, guardaespaldas o verdugos, los esclavos camaristas o putos. Los esclavos, y eso es importante, no se reproducen. De hecho, un esclavo eunuco alcanza precios exorbitantes: es la quintaesencia de un esclavo. Por todas partes, la fertilidad de los esclavos –a eso se ha dado todas las explicaciones posibles- es bajísima, lo que es bueno para el amo porque criar los esclavos en casa acaba con lo que los hace verdaderamente rentables: arrancarlos, ya criados, de su lugar original y extraer de ellos el esfuerzo que no se gastará en criar una descendencia. Y además un esclavo de casa ya no sería tan esclavo, tan ajeno. El esclavo está solo, aunque se pierda en medio de una multitud de esclavos tan solos como él. Eso puede parecer contraintuitivo, y hasta dudoso si no fuese por un dato negativo: las sublevaciones de esclavos fueron raras, rarísimas. La de Espartaco consiguió su fama duradera por ser casi la única, en el mismo lapso de milenios en que las insurrecciones de campesinos sujetos a la servidumbre se podrían contar por millares. La única diferencia que explica esa diferencia es que los siervos de la gleba tenían con quién y por quién sublevarse; a pesar de toda la opresión que sufrían eran parte de un conjunto, eran etimológicamente libres. Hay, claro está, insurrecciones de un esclavo aislado: la fuga, el asesinato del capataz o del amo: todo un horrendo aparato de represión fue creado para prevenir ese tipo de reacción, no las sublevaciones en masa que nunca llegaron, ni siquiera en lugares donde el número de esclavos sobrepasaba en mucho al de libres y no había milicia suficiente para vigilarlos.
El destino más común del esclavo era ser exprimido hasta la última gota (la manumisión fue con frecuencia un expediente para no tener que mantener a esclavos viejos que habían dejado de ser productivos) haciendo el trabajo sucio o pesado del que se eximía a la población libre, o la parte más afortunada de esta. Pero era imposible que no se descubriesen otras virtualidades de la condición esclava. En palacio, por ejemplo. Los reyes podían vivir abrumados en medio de esa maraña de relaciones, derechos e intrigas que constituía la libertad de los libres, sus parientes. ¿En quién puede confiar el rey más que en sus esclavos, que no lo tienen sino a él? Proliferan los esclavos alzados a la categoría de consejeros y primeros ministros, validos y regentes. Un esclavo puede ser el administrador de la sucesión real, por estar a igual distancia de todos los linajes de los diversos pretendientes; como esclavo no tiene herederos legítimos a los que dejar el poder. No puede favorecer a una familia que no tiene. Más aún: ¿en qué fuerza podría apoyarse el rey mejor que en la de sus esclavos? Parece haber algo de absurdo en la idea de formar un batallón de esclavos y darles armas, pero el caso es que con ellos se han formado cuerpos de policía o ejércitos. Muchas veces son ellos los que se ocupan de la captura de nuevos esclavos, muchas veces, también, son ellos los que ejecutan la opresión de la población libre, obligada a pagar los pesados impuestos que exige mantener un palacio caprichoso, y mantener también, oh paradojas, a ese mismo ejército de esclavos. El aislamiento del esclavo permite que lleguen a existir el esclavo rico, el esclavo dueño de esclavos, el esclavo que mantiene bajo su látigo a los ciudadanos libres. Siempre, verdad sea dicha, en virtud de una gracia que el amo da y el amo quita. Como decía un viejo proverbio africano, el piojo del rey es rey también.
Pero las paradojas de la esclavitud no se acaban ahí, y se extienden más allá de lo que cuenta el libro de Meillassoux. Si se pudiese hacer abstracción de la cadena que lo ata al amo, sorprende ese retrato del esclavo: exento de lazos familiares y de fidelidades, un desarraigado que no pertenece a ningún lugar, que no debe lealtad a códigos de honor, a creencias o a banderas, que no se verá atado a matrimonios ni hijos, que es un muchacho perpetuo, un menor de edad cuyas acciones o accidentes siempre remiten a una voluntad ajena, que no está sujeto a convenciones de sexo –siempre fue en el seno de la esclavitud donde la sexualidad podía tomar cualquier forma- y que en suma es infinitamente moldeable, capaz de todas las posibilidades. Si se pudiese olvidar que ese sujeto está encadenado a la voluntad arbitraria de un amo –que es la que le exime de toda otra sujeción- ese retrato correspondería a lo que ahora se entiende por el ejemplo supremo de un individuo enteramente libre.
Para hacer verosímil esa transposición está el cine. Recordemos, para dar un excelente ejemplo, el Espartaco que Kubrick dirigió casi por casualidad (y cuyo guión escribió bajo pseudónimo el comunista Dalton Trumbo, que estaba en la lista negra). En la película, los esclavos rompen sus cadenas y entonces se descubren libres e iguales; sus amos seguirán atados a supersticiones y prejuicios pero ellos no, son ciudadanos rebeldes, que practican una solidaridad desinteresada y emprenden relaciones amorosas limpias de ataduras y cálculos. No es, o no es sólo, que el cine idealice: es que la idea de libertad que apreciamos ahora no procede de aquel antiguo concepto de libertad, el de la etimología, que a estas alturas puede parecer excepcionalmente engorroso; tiene que ver más bien con una versión feliz de aquella esclavitud que sustituyó todas las ataduras por una sola. Ser libres como los antiguos libres sería hoy por hoy muy poco –preferimos ser los libertos, y quizás los herederos, del difunto amo.
Claro está que las cosas pueden ser en realidad menos halagüeñas. Quizás el amo no ha muerto; se hace el muerto y sigue operando en la sombra. Es lo que sospechan los antisistema, que sin embargo difícilmente quieren imaginar lo que era el mundo sin amo: prefieren perseguir al amo allí donde se encuentre –en las normas, en las costumbres, en el léxico- para matarlo, o sugerirle educadamente que abdique. Pero el amo siempre ha sido un poco sordo. Con los años quizás se haya vuelto inmortal, tal vez no pueda desaparecer ni aunque quiera.

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