martes, 29 de mayo de 2012

España vista desde el Brasil (I): juegos de Barajas

Recuerdo que hace unos cuantos años el entonces presidente del gobierno, el Sr. Aznar, dijo, palabra arriba palabra abajo, que ya era hora de que España dejase de ser un país simpático. Hay que reconocer que, al menos en eso y mirando aquí desde el Brasil, cumplió lo que prometió en su programa. El Sr. Aznar se refería, claro está, a esa simpatía que nace de la irrelevancia. Para un español, por ejemplo, es más difícil concebir simpatías por Estados Unidos, China, Francia o Marruecos que por otros países más lejanos o menos poderosos. Ser poderoso e imponer respeto más que simpatía, se trataba de eso. Hace unos veinte años, España era un país simpático en Brasil. Lo bastante exótico sin dejar de ser familiar, y siempre comparado ventajosamente con Portugal (una madre patria pequeña y mezquina) o con Francia (una Europa arrogante donde, según el folklore brasileño, la gente no se lava). Pero las cosas han cambiado mucho. En parte ello se ha debido a la expansión en Brasil de grandes compañías de origen español, como Telefónica o el Banco de Santander. No soy cliente de una ni de otro, y no podría decir con conocimiento de causa si han hecho méritos para ganarse esa animadversión respectivamente clamorosa y difusa de que gozan; pero de los bancos y las compañías de telecomunicación se puede decir lo mismo que del armamento (que también exporta en abundancia España): por bien que funcionen, siempre habrá mucha gente que se queje. La crisis no ha mejorado las cosas, porque el país que se había puesto a ser poderoso y a imponer respeto estaba, parece, faroleando, y lo que antes sonaba a personalidade diferenciada, sencillez y dinamismo ahora parece atraso, provincianismo y disparate de nuevo rico. En fin, son tópicos tan frágiles como los que antaño fundaban la simpatía, pero tal como están las cosas es difícil pedirles a los brasileños que piensen en Cervantes o Velázquez cuando les llegan las noticias que les llegan protagonizadas por los protagonistas que las protagonizan. Como en algunos sectores crece la preocupación por la llamada “Marca España”, o sea, por los perjuicios que puede ocasionar una imagen deteriorada del país, sería un gran beneficio de costo nulo que se reformase la política de recepción de viajeros que se aplica a los brasileños que llegan a Barajas. Centenas de brasileños llegan diariamente a Barajas, sellan su pasaporte y entran sin más en el espacio Schengen: a fin de cuentas, no se exige visado, y el pasaporte se inventó exactamente para eso. Pero hay un número pequeño aunque significativo de ellos a los que se exigen algunos requisitos de ingreso que seguramente ni políticos de visita ni millonarios en viaje de negocios cumplirían en su totalidad: billete de vuelta; reserva de hotel para todos los días de estancia, o una declaración firmada en comisaría de policía de los anfitriones que los van a hospedar; una cierta cantidad de euros en metálico para cada día de permanencia, o una declaración de su banco atestando la solvencia de su tarjeta de crédito. Nadie viaja provisto de todas esas cosas, y a casi nadie se le piden; sólo a un pequeño número de viajeros que, fatalmente, no las tienen y por ello son interceptados, presos en precarias condiciones en una estancia en el aeropuerto, y devueltos al Brasil en el primer avión con plazas. No parece claro cuáles son los criterios que se siguen para esa lotería, de hecho parece ser decidido al azar. A no ser que el azar sea ayudado por criterios raciales inconfesables o por ese fino olfato que dice a un funcionario quién llega para convertirse en trabajador ilegal (?) o, peor aún, para dedicarse a la prostitución. Sea como sea, la lotería ha funcionado muy mal de vez en cuando y ha recaído sobre becados que se dirigían a participar en congresos con fondos públicos, artistas con alguna audiencia u otras personas capaces de quejarse delante de los micrófonos de la prensa. El problema ya viene de antiguo, y ha hecho bastante mal a la Marca España, haciendo que cientos de miles de brasileños dejen de enviar energías positivas para que salgamos de la crisis, o simplemente huyan de todo lo que suene a la piel de toro. No contribuyó a mejorarlo el embajador del reino cuando hace unos años, al ser preguntado sobre los episodios de Barajas, se limitó a formular su esperanza de que eso no perjudicase las relaciones comerciales bilaterales. No sé si con eso aplicaba el programa anti-simpatía de Aznar (de hecho, la cosa se dio ya en tiempos de ZP) pero para mí fue una sorpresa: hasta entonces pensaba que en las escuelas diplomáticas se enseñaba a disimular el cinismo. No cuesta mucho, en realidad nada, ser simpático y dejar pasar a quien tiene un pasaporte en regla, o exigir un visado de entrada como hacen países poco simpáticos, o por lo menos inventar y divulgar unas reglas de exclusión que no suenen a pretexto. Para imponer respeto no basta con dejar de ser simpático.

martes, 22 de mayo de 2012

Monarcas

Los tiempos son propicios para que se hable mal de las monarquías, esas instituciones irracionales basadas en ideas obsoletas. No está mal; el problema está en que, al parecer, la idea de república ha envejecido aún peor. Todos los idearios republicanos tienen un qué de moral austera, y no porque el lujo sea en sí condenable sino porque la igualdad, esa condición tan republicana, se reduce al absurdo si hay escalas inconmensurables entre lo que valen unos y otros ciudadanos. Con témporas y culos no se hacen buenas cuentas. Esa inconmensurabilidad era lo que, para los republicanos, hacía intolerable el antiguo régimen; y si es por eso el antiguo régimen resulta bastante actual.
Santiago Calatrava, arquitecto famoso, considera que algo más de 90 millones de euros es un pago justo por un proyecto suyo. Haciendo una cuenta rápida compruebo (¿me estaré equivocando?) que eso equivale al sueldo de un profesor titular de universidad durante dos mil quinientos años; no hablemos del sueldo de los albañiles que han puesto en pie el proyecto de Calatrava. No es tan exorbitante, considerando que una versión de El Grito, de Edvard Munch, acaba de ser vendida por más o menos la misma cantidad. Quién puede decir lo que vale el arte. En ese caso el artista no verá un céntimo porque ya está muerto. Cuando vivo, estaba lejísimos de ser pobre, pero es improbable que viese una suma de dinero próxima a esa. Aun si el cuadro vale todo eso, el dinero lo tenía alguien que no pintó el cuadro. Todo el mundo sabe de memoria las cifras que se embolsan los astros del fútbol, varios de los cuales podrían si quisiesen comprar el cuadro de Munch o contratar a Calatrava para que les proyectase un chalet. Pero hay otros ciudadanos que no hacen goles, ni cuadros, ni puentes, que en general no se sabe qué hacen ni siquiera quiénes son, que tendrían dinero suficiente para hacerlo también.
Un ser humano puede llegar a ser cuarenta o sesenta centímetros más alto que otro, pesar dos o tres veces más, levantar cinco veces más peso, cantar dos octavas más arriba, dormir el doble o comer el quíntuplo, vivir cien años más, correr cien metros en el décimo del tiempo. Cosas de la diversidad, no somos todos iguales, pero es imposible que las diferencias naturales pasen de esas modestas escalas. Las sociedades o las culturas se hacen más complejas y dan lugar a otro tipo de diferencias más largas; y puede ser que, aunque siempre queden nostálgicos de la simplicidad primitiva, el resultado de esa complicación parezca mejor, o por lo menos más interesante, para la mayoría: hay más diversiones, mejores puentes, anestesia e internet.
Lo que pasa es que siempre habrá un momento en que las diferencias lleguen a una escala que nos convierta de hecho en especies diferentes, hechas de diferentes estofas o con sangre de colores diferentes: puede que una sociedad de especies diferentes sea inviable, desde luego es inverosímil como república. Esas escalas de decenas o centenas de millares entre lo que vale un ser humano y otro, o entre lo que valen sus esfuerzos, ya han rebasado con mucho esa frontera. Vivimos en un mundo de plebeyos y monarcas, coronados o no, donde invocar el bien común es un poco obsceno, porque el bien de unos y de otros tiene muy poco en común. Se suele dar mucha importancia, es verdad, a la distinción entre monarcas públicos y privados; pero no acabo de entender por qué a muchos les parece -cómo decirlo- consoladora. Si alguien vive como un monarca a costa del bolsillo de todos eso puede arreglarse, basta que todos se libren de él. Si lo hace a costa de su bolsillo, porque respetando las leyes que valen para todos se ha hecho un millón de veces más rico que sus conciudadanos, más vale librarse de las leyes o librarse de todos.

viernes, 11 de mayo de 2012

La reforma universitaria y el docente-gestor

Que la Universidad no forma adecuadamente de cara al mercado de trabajo lo demuestra el hecho de que ni siquiera forma adecuadamente a aquellos estudiantes que compondrán los cuadros de la propia Universidad. Así, cualquier profesor o investigador siente que el setenta y cinco por ciento de su vida profesional está ocupada en tareas para cuyo desempeño no está debidamente preparado, y de las que intenta librarse con improvisaciones.
Pero de qué sirve un intelectual que resuelva la Conjetura de Hodge o lea de corrido el sánscrito si luego no es capaz de rellenar los formularios del día. Es urgente poner remedio a eso, y que el Ministerio, aprovechando la ocasión imperdible que es esta profunda crisis, lo ponga precisamente ahora, creando la carrera de Profesor/Investigador-Gestor.
La carrera de Profesor/Investigador-Gestor seria un primer tramo común a todas las carreras ahora existentes -a las que reemplazaría- ocupando los primeros nueve cuatrimestres. En ese tramo común, que podría ponerse en pie con una colaboración entre la universidad pública y el sector privado, los estudiantes recibirían el entrenamiento debido para lidiar con los verdaderos desafíos de la universidad, en un currículo que comprendería las siguientes asignaturas:
Obligatorias:
Gestión (I, II, III… XIX).
Informática aplicada a la Gestión.
Teodicea aplicada a la gestión.
Gestión de la informática aplicada.
Teoría general de la Puesta en Valor.
Epistemología del trabajo en equipo.
Composibilidad de Plataformas Redundantes.
Teoría y método de la Maximización.
Cladística de Catastros.
Gestión de la innovación burocrática de flujo permanente.
Teoría general de la evaluación.
Inglés Instrumental.
Optativas:
Retórica aplicada a la gestión.
Contabilidad creativa.
Ontología del impacto social.
Indexación en network.
Pedagogía liminar.
El último cuatrimestre se dedicará a la especialización en las materias en que el profesor/investigador vaya a desarrollar su gestión: filología, oceanografía, física, matemática, historia, botánica, sinología, bellas artes, etc. En el caso de las carreras humanísticas esos créditos podrán ser sustituidos por seis meses de actividad comprobada en una ONG. En cuanto a las carreras con alguna utilidad concreta, como ingeniería civil, medicina u odontología, los estudios serán sustituidos por un periodo equivalente de aprendizaje en alguna entidad bancaria. Si los banqueros pueden cuidar del país, por qué no confiarles también nuestros empastes, por ejemplo.
El ahorro para las arcas públicas que esta reforma supondría sería inmenso. Voces malintencionadas han sugerido que si es necesario ahorrar convendría disminuir la frenética actividad burocrática del sistema educativo, queriendo ocultar que la economía será mucho mayor si se elimina todo lo demás y se preserva la estructura de gestión, que a fin de cuentas es la que emite los diplomas.
Sabemos que un proyecto como este encontrará las resistencias habituales en los medios académicos, aferrados a su torre de marfil, pero los imperativos del bien público deben hablar más alto que esos resquicios de un ideario elitista. La carrera de profesor/investigador-gestor está en línea con las tendencias actuales de las universidades de todos los países avanzados, y tiene la virtud de adaptarse con la misma facilidad a esos periodos en los que no se sabe qué hacer con el dinero y a otros, como el actual, en que no se sabe dónde ha ido a parar.

sábado, 5 de mayo de 2012

Optimismo a la brasileña

Hace algunos meses, El País lanzó un blog sobre el Brasil escrito por Juan Arias, un autor con un historial relevante que al parecer vive aquí desde hace años. Al leerlo, se agradece no tropezarse con esas anteojeras tan comunes que hacen ver este país como una mezcla de virginidad y podredumbre sin lugar para nada más. El Brasil de Juan Arias, por el contrario, llega a parecer un inmenso pastel de bodas: alegría, cordialidad, creatividad e iniciativas innovadoras, talante pacífico; un país donde las razas y las religiones conviven con naturalidad, la misma con la que se trata el sexo y el cuerpo en general; un país que no ha necesitado baños de sangre para hacer su revolución, donde si hay racismo o monstruosidades que combatir se hace con jovialidad y amor. En fin, la sexta o quinta potencia económica del planeta, con una solidez envidiable y que da a todo el mundo ejemplos de saber vivir. Ni la propaganda gubernamental es tan optimista. Claro que Juan Arias no va a ocultar lo que el mismo gobierno proclama, y que aparece también en su blog: un sistema educativo fracasado y elitista, un setenta por ciento de los brasileños trabajando por menos de trescientos euros al mes cuando los precios han alcanzado a los europeos, caos urbano, una población carcelaria descomunal que a pesar de la buena convivencia entre las razas es lo más oscura posible, índices de violencia que producen anualmente más muertos que la mayor parte de las guerras en curso. Habría mucho que decir también sobre la convivencia entre razas y religiones y la naturalidad con la que se trata el sexo. Pero qué más da, son lagunas, fallos que quedan por resolver. De hecho vienen quedando por resolver por lo menos desde la proclamación de la República en 1889, y conste que en aquella época también había una creatividad popular desbordante, personajes públicos con visión amplia y generosa (también muchos otros, ay, muy corruptos), empresarios curtidos en mil batallas, inventores geniales, alegría, mucho verde, muchas flores y playas deslumbrantes. En fin, no faltaban, y desde entonces han aumentado mucho, los motivos para eso que la publicidad de una gran empresa llama “orgullo de ser brasileño”. En cierto modo, la inmensa mayor parte de los brasileños suscribe esa visión entusiástica y entiende que los extranjeros que aquí viven deben hacerlo también: es una norma de buena educación que Juan Arias cumple a rajatabla. Lo que pasa es que, para uso propio, esa dieta se hace empalagosa, de modo que entre proclamación y proclamación de la gloria de su país, la misma inmensa mayor parte de los brasileños suele aclarar la garganta jurando entre lamentos que han nacido en el culo del mundo, un desastre sin arreglo, atrasado y cutre, una cueva de ladrones, una perrera donde no hay que fiarse de nadie. Esa ambivalencia asumida tiene variantes, de lo popular a lo erudito, de lo comedido a lo barroco, de lo manifiesto a lo discreto. Pero en conjunto, creo, honra al Brasil, de un modo peculiar. Puede ser una de sus ventajas sobre otros países. Desde luego sobre España, donde al parecer sólo se puede amar el país dejando a un lado sus asesinos, sus negreros y sus cretinos, o creyendo que han sido inventados por la Leyenda Negra. Y también sobre otros países convencidos de deben ser amados simplemente porque son perfectos. Y, en fin, sobre otros donde civismo y gastritis vienen a tener el mismo aspecto. ¿Modo peculiar? En veinte años de crisis económica ha pasado en Brasil todo lo que ha pasado en la crisis europea, todo lo que seguramente va a pasar y unas cuantas cosas más. Dos décadas perdidas, se ha dicho, y sin embargo, comparando ricos con ricos, pobres con pobres y medios con medios siempre es difícil decir si en Brasil se vive mejor o peor que en Europa. La culpa es en buena parte del optimismo a la brasileña, ese optimismo con derecho a su contrario, que puede ser el colmo de la alienación o el colmo de la lucidez.