jueves, 26 de julio de 2012

Alfabetización


Hans Magnus Enzensberger, un conocido poeta y ensayista, escribió hace años un ensayo titulado Elogio del analfabeto, que causó algún escándalo entre personas que lo leyeron pero no acabaron de entenderlo. No voy a repetir sus argumentos (aquí está el enlace para quien quiera probar) pero voy a desarrollar algunos muy parecidos.
Contra lo que supone la descortesía común, analfabeto no significa imbécil: durante milenios -hasta hoy- y por toda la tierra, los analfabetos han mostrado un nivel de inteligencia, creatividad e independencia del que surgió mucho de lo que tenemos ahora. Analfabetos inventaron la agricultura, la cerámica y la herrería, probablemente un analfabeto compuso la Ilíada y la Odisea, y, fuerza es reconocerlo, algún analfabeto inventó la escritura. He conocido en España y en Brasil analfabetos -campesinos, indios- muy perspicaces.
Contra lo que supone la buena voluntad común, la escritura no se inventó para iluminar y emancipar las mentes: los primeros registros escritos de Sumer son libros de cuentas: deudas y tasas. Lévi-Strauss cuenta como un jefe Nhambiquara, fascinado al verle tomar sus notas, decidió imitarle y creó su propia pseudo-escritura que exhibió ante el asombro de los suyos. Analfabeto perspicaz, descubrió sin que nadie le diese la idea para qué servía aquello: para engañar a sus seguidores.
La escritura ha servido muy larga y ampliamente para someter, dominar y mistificar: reglamentos, contratos, propaganda, todo eso que se lee pero no se acaba de entender. Con la alfabetización, los ciudadanos se ven encadenados a un sistema de sumisiones mucho más detallado, insidioso y permanente que cualquier otro que se tuviese que gestionar a gritos.



Pero eso es muy pesimista; y sobre todo, eso es, a la larga, un sofisma, porque sabemos que sin alfabetización no hay desarrollo que valga, ni ciudadanía que se haga valer: venga alfabetización, toda la que sea posible, y si es poca mejor que nada. ¿Sí?

Una entidad aguafiestas, el Instituto Pedro Montenegro, ha publicado no hace muchos días en Brasil los resultados de una investigación que muestra que el 38% de los estudiantes universitarios brasileños son analfabetos funcionales. Es decir, son capaces de leer pero no de interpretar, contrastar ni sacar informaciones útiles de lo que han leído. Puede que a un profesor universitario ese número le asombre menos y le asuste más: por desgracia, no lo contrataron para enseñar a leer.
Otras investigaciones han mostrado un índice aún mayor de analfabetos funcionales matemáticos, que quizás dominan alguna operación (o tienen calculadora) pero sin tener idea, por ejemplo, de medias y proporciones: a ellos se destinan esas ofertas imperdibles de artículos a 9,99, esas ventas de tostadoras en 48 cómodos plazos de 5 púas o esas hipotecas amigas a treinta años.
Como se puede inferir de los ejemplos, es mejor para la marca-españa que no se hagan investigaciones semejantes en este país, por mucho que puedan explicar de algunas cosas que pasan. La parte más jugosa de la letra escrita se dirige a los analfabetos funcionales: letra grande de los contratos, lemas de campaña electoral, grandes titulares y grandes números. Los analfabetos funcionales son, por muchas razones, mucho más fáciles de engañar que cualquier analfabeto genuino: usan menos la memoria, absorben más propaganda y, sobre todo, orgullosos de saber leer y escribir, confían mucho más en la letra grande y en las promesas inverosímiles que les hacen otros letrados.
Es otra cosa útil y muy barata que se puede hacer mientras el dinero no da para más: acabar de aprender a leer. Leer a medias viene a ser como nadar a medias.

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