sábado, 4 de agosto de 2012

Mediocridad


Me ha llegado por e-mail un texto, atribuido a Antonio Fraguas Forges, titulado El Triunfo de los Mediocres, que, como casi todos esos mensajes de firmas famosas, no es del supuesto autor, sino de otro menos conocido. Es, de todos modos, mejor que los del Pseudo-Borges o el Pseudo-García Márquez que me llegaron en su día, y sostiene que el problema de España no es ni la prima de riesgo ni la crisis bancaria ni la corrupción política sino, en la base de todas ellas, la mediocridad.
El diagnóstico es sospechoso: quien dice a sus compatriotas que su problema es el culto a la mediocridad quizás se considera por encima de la mediocridad y está aconsejando que en lugar de rendirle culto a ella se lo rindan a él. La idea no es nueva: ha sido un estribillo de los intelectuales liberales, y Ortega, que tenía muy alta idea de sí mismo, lo repetía con agrado. ¿Elitismo? Puede ser. La mediocridad es, a su modo, democrática, y hablar contra ella puede parecer, a su modo, antidemocrático.
Por eso es bueno subrayar que la mediocridad bien entendida no es una deficiencia sino un sistema como cualquier otro. Un ciudadano mediocre no es un ciudadano medio, sino un ciudadano que se consagra a ser medio. Un país mediocre no es un país de mediocres sino un país donde todo el mundo, con sus dirigentes a la cabeza, corre al punto de encuentro donde supone que están todos, esté donde esté ese punto.


El punto puede estar dividido en dos, siempre que cada mitad se limite a ser el reverso de la otra.
La mediocridad no es una esencia: es una práctica, una intención. Se puede tener gran independencia de espíritu o grandes dotes, se puede ser incluso un inadaptable y abrazar la mediocridad por pura modestia o por el bien de la familia. En el país ha habido grandes instituciones forjadoras de la mediocridad: estaba el servicio militar, ese en el que para sobrevivir había que esforzarse en no llamar la atención, ni por ser demasiado tonto ni por ser demasiado listo. O, hace más tiempo, la Inquisición, esa tertulia a la que solían ser denunciados los que eran demasiado tontos o demasiado listos. Pero sin Inquisición o sin mili el terreno ya está sembrado: cualquier colegio, cualquier empresa o cualquier hogar del jubilado sirve ya para lo mismo. O el trabajo en equipo, consistente en reunir personas que nunca se separan para que pongan en común opciones que no difieren.
Vivir en esas condiciones tiene sus atractivos, que seducen a muchos extranjeros. Si se quiere hacer lo que hace todo el mundo no hay que perder de vista a todo el mundo, y eso anima mucho las calles. Tiene también muchas servidumbres, porque para que todos quepan en tan poco espacio hay que amoldarse, so pena de lo que pueda decir la gente, en el norte, o de que te saquen una copla, en el sur; pero para el mediocre medio eso no es gran problema. Tiene su salero, también, y por eso la comedia sigue siendo el alma del arte nacional: si por acaso se dice algo diferente de lo que todos piensan siempre será mejor si se puede alegar que era broma.
No se vaya a pensar que el sistema condena a sus elementos a una vida monótona. La mediocridad no excluye el afán de superación: se puede aspirar a ser más que los otros siempre que se haga del mismo modo que todos lo hacen. Tampoco es incompatible con la jerarquía, porque, aunque no esté bien visto ser mejor o peor que nadie, ser más mediocre que nadie estimula al equipo, se llegue a ello por antigüedad o por elección. O por aclamación, cuando se saca a hombros a aquél que más indistintamente expresa la identidad colectiva. De ahí que las élites del país hagan todo lo posible por no parecer élites, o, para decirlo de otro modo, para evitar toda sospecha de que su posición derive de algún mérito peculiar. Eso tiene su recompensa, porque a cambio de no ser mejor que nadie se puede tener más que nadie, y alcanzar una mediocridad muy opulenta. Tampoco es que por ser mediocre haya que resignarse a vivir en santa paz y silencio: por el contrario, si se pone tanto empeño en que nadie sea más que nadie es porque nadie quiere ser menos que nadie, y no hay como evitar roces cuando todos quieren poner el pie en el mismo peldaño de la misma escala. Y cuando dos discuten ideas equivalentes, sólo pueden argumentar gritándolas más alto.
La crisis española no se debe, como tanto se ha dicho, a que hayamos vivido por encima de nuestras posibilidades, sino a que lo hemos hecho todos del mismo modo, gastando el dinero o pidiéndolo prestado para lo mismo. Ni a que los políticos hayan sido incapaces de prevenirla: su misión no es ser más listos que nadie, sino encarnar la opinión general, salvo fuerza mayor (esas fuerzas mayores que la opinión general salen ahora todos los días en los titulares). Algunos lectores del Pseudo-Forges han protestado contra esa pretensión de achacar a la mediocridad nuestros problemas cuando la culpa es del sistema, pero eso es un rodeo ocioso: la mediocridad es el sistema, y quién va a venir a decirnos que tiene otro mejor.

Pero la prueba de fuego de la mediocridad nacional es que casi nadie se suicida. Esa voluntad de continuar en la piña humana incluso cuando eso resulta insostenible para uno mismo o para la piña. Un suicida viene a ser como un Ortega al revés, que en lugar de ponerse por los cielos se conforma con ponerse bajo tierra con tal de destacar. A pesar de la que está cayendo, y a juzgar por lo que se divulga, sólo se suicida algún que otro inestable después de matar a su cónyuge, e incluso en ese caso hay que lamentar que lo haga después, y no antes. Pero si lo hiciesen antes no se les reconocería el mérito. Se dice que el suicidio está censurado en los medios de comunicación porque es un mal ejemplo: si lo bueno es estar en medio de todos no hay peor pecado que quitarse de en medio. El suicidio ha sido, por esos mundos, el recurso final de los políticos en apuros. Así de repente me acuerdo de un presidente brasileño -Getulio Vargas, que presumía de ascendencia española- y un primer ministro francés, Pierre Béregovoy: los dos se suicidaron por bastante menos de lo que nuestros próceres nos comunican todas las semanas sin inmutarse; para ser mediocre hay que tener temple. Pero cómo se van a suicidar estos, si ni siquiera son capaces de recortarse el sueldo.

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