miércoles, 5 de septiembre de 2012

El Ecce Homo y la vanguardia


Cómo no hablar del Ecce Homo de Borja. En serio, digo. Cecilia Giménez, la restauradora que acabó transformándose en autora a su pesar, ha sufrido mucho por las burlas, pero quizás la hayan perturbado más los elogios, o el movimiento iniciado en pro de la conservación de su obra. A ella le gustaba el Ecce Homo tal como era antes, y no tal como ella misma lo dejó sin querer, de modo que puede añadirle leña a su humillación que la comparen con Bacon o con Goya.


Contemplado como puro objeto, el Ecce Homo de Cecilia Giménez tendrá, sí, algún lejano paralelo con cuadros de Bacon, y quizás menos lejano con detalles nada secundarios de cuadros de Goya. Tiene un valor de imagen inequívoco -basta ver los millares de interpretaciones y parodias que le han surgido en pocos días- y además adecuado, porque si se trata de plasmar una víctima sacrificial cargada con los pecados del mundo (eso viene a ser un Ecce Homo) ese muñeco deforme, borroso e inflado, horrible y al mismo tiempo inocente, expresa la idea con mucha más efectividad que todos los ecce homos. A su modo es más realista, incluso: un torturado puede parecerse más a eso. Es muy pronto para saber si el Ecce Homo de Borja perdurará como ícono, pero, al margen de los caprichos de la celebridad instantánea, tendría méritos para ello.
No es, sin embargo, una obra de arte. La obra de arte, un término de la tradición occidental, es intencional, y consiste en una interpretación de la realidad y de la tradición artística anterior. O sea, el pintor puede llevar una chapuza a la condición de obra de arte siempre que cumpla una serie de requisitos, entre los cuales el más simple ha solido ser el de dominar el oficio consagrado por la tradición; la deformación es entonces expresiva porque tuerce un canon del que se dispone. Picasso, parafraseando su modesto dicho, podía permitirse pintar como un niño entre otras cosas porque antes ya sabía pintar como Miguel Ángel.
Hay otras tradiciones en que ese modelo de arte no es necesario. Habrá pocos objetos artísticos que alcancen la fuerza expresiva de esos fetiches africanos creados por la amalgama que nosotros diríamos casual de objetos y de restos sacrificiales (y está claro que no me refiero aquí al arte africano propiamente dicho, producto de un estilo y una destreza depurados); han inspirado no poco a las vanguardias europeas y sirven a la perfección para materializar una cierta concepción de lo sagrado. En la tradición europea no faltan ejemplos de eso que se llegó a llamar acheiropoietos, “no hecho por manos”, una obra surgida prodigiosamente o traída por los ángeles. Más de una imagen milagrosa del cristianismo altomedieval pertenece a esa categoría, y aún impresiona por su rusticidad; o en otras palabras por ser una sublime chapuza. Se trata por supuesto de obras sin autor conocido, y no por un fallo de la memoria sino porque el autor es en ese caso irrelevante, o mejor dicho contra-relevante. Sólo después de muchos siglos de arte basado en una destreza aprendida y una inspiración incontrolable, las vanguardias del siglo XX llegaron a ofrecernos de nuevo, transmutada en objeto de arte, esa manifestación bruta que antes sólo se encontraba fuera, o en las márgenes del arte. Ahora un artista puede pintar uniformemente de azul un rectángulo de lienzo y titularlo “Azul”; otro probar con el azar que distribuye sobre el cuadro el chorreo de la pintura, o exhibir una piedra rota o un inmenso cubo de acero. El viejo requisito de dominar el oficio según los cánones académicos está, digamos, en vía muerta: quizás todos esos artistas sepan pintar o esculpir como Miguel Ángel pero eso viene a ser ya irrelevante. Lo que importa es que sepamos redescubrir la belleza de un color simple, o de las texturas sin forma, o de las formas del azar. En cierto sentido, en muchas versiones del arte de vanguardia vamos a parar a lo mismo que encontramos en los jardines chinos, donde al lado de porcelanas o acuarelas convencionales se exponen las volutas de grandes piedras de jade, tal cual han sido encontradas: la belleza de la materia que no necesita autor.
Hay sin embargo una diferencia importante, y consiste en que todas esas expresiones del desdén hacia el arte en el sentido clásico vienen unidas a una inflación del concepto clásico de artista, y de la gestión clásica del arte. Hay autor, la firma se ha vuelto inexcusable, y genera valores financieros exorbitantes. La intención expresiva del artista no se mide ya por su dominio de una destreza artesanal, sino por su capacidad de disertar sobre su borrón o su piedra rota o su cubo, o mejor aún por conseguir que alguien debidamente calificado diserte: la realidad y la tradición a la que se refiere la obra ya no es sino la de la exégesis. Un exegeta impar de su propia obra era por ejemplo Antoni Tapies, que sabía explicar como nadie que los retornos contemporáneos a la pintura figurativa eran concesiones a lo más rancio y obsoleto de la tradición occidental (sería justo, sin embargo, recordar que vivía en una masía convenientemente obsoleta, del siglo XIV). Parte del entusiasmo por el Ecce Homo de Cecilia Giménez viene de una cierta revuelta del público ignaro ante un arte contemporáneo que necesita por un lado que el público no comprenda y se someta a su exégesis, y por el otro artistas de renombre -o agentes o herederos de ellos- con el bolso tan inflado como su ego. El Ecce Homo de Cecilia Giménez es por el contrario una conjunción extemporánea de nociones muy dispares: la expresividad y la sacralidad del azar, el autor que se esconde, la gratuidad del arte. Vale por lo menos por su modestia.

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