domingo, 25 de noviembre de 2012

Velázquez, pintor flemático


Las Meninas es una de las obras de arte de las que más se ha escrito; mucho de ello, además, para tratar de cosas más allá del cuadro. Desde un tratadista italiano que la pudo ver, aún casi fresca, y dijo que era la teología de la pintura, hasta Michel Foucault, que hace unas décadas se inspiró en ella para hablar del origen de las ciencias humanas. Y eso a pesar de que es un cuadro, si no silencioso, al menos muy reticente. No es como tantas pinturas que se insinúan para ser descifradas, o que berrean un mensaje claro como el agua. En el sentido original y ya casi borrado de la expresión, ese cuadro no quiere decir nada; no quiere decir. Si alguien quiere saber qué es lo que muestra, allá él. Allá él, también, quien quiera, pese a todo, combinar los elementos del cuadro para componer algún tipo de cábala; algún mensaje discreto sobre la dignidad del arte, sobre la esencia de la soberanía o sobre el destino aciago del país. Pero aún en el caso de que pretenda decir algo de eso, es como si Velázquez dejase hablar a sus intérpretes mientras él se limita a pintar unas niñas, unos servidores, un pintor, un perro y bastante luz. Lo que hay, nada más que lo que hay.


Para ser una de las glorias más sólidas de la nación, Velázquez está muy lejos de sus estereotipos. Ni castizo, ni temperamental, ni devoto, ni barroco en el sentido corriente de la palabra. El rey su patrón hablaba, parece, de su flema, la popular pachorra. Tenía fama merecida de pintar fácil, sin alarde de esfuerzo, con una displicencia que se deja ver en sus cuadros más que los azules o los plateados. Aliada a una perfecta consciencia de lo que hacía y un saber técnico -me refiero, por ejemplo, a la química de sus pigmentos- muy profundo, pero displicencia. Si Leonardo se presentó alguna vez como un ingeniero, inventor, fontanero y constructor de baluartes que además pintaba, Velázquez, en lo más alto de su carrera, era un alto funcionario que cuidaba del alojamiento de una corte parásita y, además, pintaba.
Cierto que usó su flema para alargar lo imposible una estancia en Italia cuando el rey lo envió allí a comprar estatuas: al futuro Aposentador Real, probablemente, no le seducía correr de vuelta a Madrid para hacer corte, o, como se dice ahora, para dedicarse a la gestión; como también le pasó a Cervantes, prefería una Italia en que podía dedicarse a mirar, ensayar, pintar la verdadera cara de un Papa o pintar, ay, mujeres desnudas.


Fue allá donde, dicen que como un ensayo para pintar al Papa, pintó a su ayudante, el esclavo morisco Juan de Pareja -al que libertó poco después. El cuadro fue expuesto en el Panteón entre muchas otras obras de la época, y hay memoria del comentario que corrió entre el público: los otros cuadros eran pinturas, pero este era la verdad.
Buen elogio; pero Velázquez no sería lo que es si se limitase a copiar la verdad, o, por modernizar el término, la realidad. Las Meninas es un puñado de miradas. Ojos cerrados del perro, ojos del pintor que mira a los reyes que posan o mira al espectador, ojos de la infantita que parece apreciarse en un espejo. O la mirada del único capaz de verlo todo, ese hombre en el umbral que no se sabe si ha abierto una puerta o la va a cerrar. El efecto de ese vaivén que nunca entra en cortocircuito -ninguna figura mira a los ojos de ninguna otra- es, como ya se ha dicho muchas veces, el espacio. Una perspectiva que ya no es, como la de los pintores del quattrocento, sostenida por escenografías en escorzo; no se trata de fingir profundidad, sino de deducir la realidad extensa. No un conjunto de cosas sino una sensación que lo contiene todo y se sostiene apoyada entre los puntos de vista. Velázquez no copiaba la realidad: en cierto sentido la inventaba, en la misma época en que en otros puntos de Europa se inventaba la extensión inerte de la física.


Velazquez no pintaba lo que tenía alrededor: a los bufones de la corte que retrató uno a uno no les pagaba el rey para que mostrasen esa dignidad y esa melancolía escueta; y puede dudarse de que los cortesanos, a su vez, fuesen tan dignos como él los retrató, a pesar de sus rasgos tantas veces abotargados o estólidos. Como se sabe, era la época del barroco, en la que todo era teatro, figuración y apariencia. Y fue en ese tiempo cuando Velázquez consiguió hacer casi tangible la noción más contraria: “es lo que hay”. Otros pintores plasman a sus personajes con símbolos en las manos -cetros, libros, escalpelos o espadas que significan poderes u oficios- y Velázquez, una y otra vez, los pinta con ese fondo neutro que es como el grado cero de los símbolos, algo que dice es eso lo que hay, y nada más.
El mundo empírico alrededor de Velázquez era más abigarrado y, comparado con sus cuadros, pura ficción: derroche, ostentación, irresponsabilidad, miseria y una intuición cada vez más sombría de desastre. Es improbable que Velázquez el Aposentador Real tuviese nada que decir sobre todo ello; Velázquez el pintor flemático tampoco decía nada, se limitaba a salvar del naufragio unas cuantas migajas verdaderas.










domingo, 18 de noviembre de 2012

Qué complicados son los bolcheviques


Brasil, se dice, está dando un ejemplo de transparencia y moralidad en la política. Al cabo de un largo proceso, retransmitido en directo, está enviando a la cárcel a miembros importantes del partido en el gobierno y a una vasta cuadrilla de financieros, publicitarios y otras comparsas del llamado Mensalão. El mensalão era una propina sustanciosa repartida todos los meses entre un grupo de diputados para que votasen a favor del gobierno durante la primera presidencia de Lula. Una maniobra oculta bajo complicadas transacciones entre bancos y agencias de marketing, y alimentada, si no recuerdo mal, con fondos de campaña. Los diputados comprados no eran del partido gobernante, sino de partidos aliados componentes de su base parlamentaria.
En la época en que los hechos fueron denunciados, el entonces presidente Lula declaró que había sido “apuñalado por la espalda”, lo que equivale, supongo, a reconocer que él los ignoraba pero eran ciertos. Más tarde los apuñaladores han sido readmitidos en el partido y han recibido diversas muestras de solidaridad de este, así como del ex-presidente, lo que indica que deben haber usado una de esas dagas retráctiles que se usan en el teatro.

El proceso es tan transparente que todos los días pone en la mesa las trifulcas entre el relator del proceso -el juez Joaquín Barbosa, que en breve se tornará el primer presidente negro del Tribunal Supremo- y su revisor, Ricardo Lewandowski. Este hace un papel garantista frente al relator, que a su vez ha encarnado el espíritu harto de impunidad de la opinión pública y de los medios de comunicación privados. Ya se han acusado mutuamente de actuar como si fuesen fiscal o abogado en lugar de jueces que es lo que son. Y todos o casi todos celebramos con euforia ese caso, prácticamente sin precedentes, de limpìeza a fondo de la cosa pública.
Pero yo sigo sin entender nada.



El principal condenado es José Dirceu, uno de los fundadores del partido de Lula, ex-guerrillero y militante comunista en la época en que Lula no soñaba con meterse en política, y uno de sus mentores. Un bolchevique, en la opinión de sus detractores -que, con ello, sugieren que es capaz de usar cualquier medio para llegar a cualquier fin. Es muy posible. No hay ni qué decir que el soborno de los representantes regularmente escogidos por el pueblo es una maniobra digna de toda condena que abre posibilidades escalofriantes: imagínate qué pasaría si los diputados que elegimos actuasen en realidad a sueldo de alguien.
Pero en este proceso faltan aquellos detalles que daban color a tantos otros escándalos de corrupción nunca penados y ya olvidados: las cuentas corrientes en algún paraíso fiscal, las haciendas o los castillos comprados con dinero inexplicable, la suerte inaudita que había llevado a los implicados a ganar quince veces la lotería... Por lo que parece, y si no me he perdido algún detalle, los de esta vez son corruptores incorruptibles que han organizado su esquema mafioso para seguir más o menos tan pobres (o tan ricos) como antes. Ni siquiera tienen la disculpa de haberlo hecho todo con el objetivo muy humano de llenarse los bolsillos: todo por el poder y nada más que por el poder, supongo.
Pero es que tampoco he oído hablar de los diputados que recibieron el subsidio. Sí de algunos que lo negociaron, sobre todo del diputado Roberto Jefferson, que fue quien destapó todo este esquema de corrupción cuando otro esquema de corrupción (¿quién se acuerda ya del escándalo de los Correos?) lo puso entre la espada y la pared. Como anunció entonces, no cayó solo. Pero nadie se inquieta mucho por la existencia de muchos diputados que votan según les den o no una paga extra libre de impuestos. Ni por las leyes que votaron gracias a un soborno, que ni siquiera eran leyes destinadas a otorgar un tercer mandato al presidente, o a darle poderes excepcionales, o a poner la Petrobras o la Telebras a nombre de Dirceu. Los indicios hablan de leyes bastante corrientes: reforma tributaria (votos que costaron mucho), decretos aumentando el valor del sueldo mínimo o prohibiendo los bingos (votos más baratos), reforma de la seguridad social (votos aún más baratos).
La prensa y la oposición que han clamado por el castigo de los corruptores no han reparado lo más mínimo en los que han vendido su voto ni en esas leyes votadas por medios excusos. No parece que las vean como leyes corruptas, al parecer las consideran razonables y necesarias, como, en su conjunto, consideran positivos y dignos de euforia las políticas y los logros de la Era Lula, con la excepción de esa conspiración bolchevique que por lo visto servía para gestionarlos.
De hecho nadie pareció muy interesado en desafiar y desmontar ese poder ejecutivo que, según se decía, se apoyaba en una maquinaria criminal sin precedentes. La perversidad bolchevique es tan grande que prefiere usar los peores medios incluso para desarrollar tareas corrientes de gobierno, y para alcanzar esos fines que hasta a la burguesía -y sobre todo a ella- le parecen muy bien. ¿Abandonar el programa radical? Sea, si es para bien. ¿Abandonar el programa radical y aliarse con el mismísimo demonio? Sea, si es para bien. ¿Aliarse con el mismísimo demonio y además pagarle un alquiler mensual? Sea, si es para bien. ¿Pagarle un alquiler mensual y financiarlo por todo tipo de medios delictivos? Sea, si es por el triunfo del pueblo. Los bolcheviques siempre han sido muy complicados.
La corrupción trae todo tipo de males a la política, y uno de ellos es ese espectáculo de la limpieza, tan edificante que por lo visto no deja ver nada más.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Los ángeles de Pinker


Hace ya tiempos que los antropólogos no se atreven a escribir tratados sobre la evolución de la humanidad desde el cuaternario hasta el siglo XXIII; les parece que eso sería fabular. Pierden la oportunidad de vender millones de ejemplares, porque sigue habiendo una gran demanda de grandes fábulas. La atienden multi-especialistas como Konrad Lorenz, Desmond Morris, Richard Dawkins o, más recientemente, Steven Pinker, a quien Babelia dedica un amplio espacio esta semana. A diferencia de los anteriores, que se hicieron famosos por sus descripciones crudas de los seres humanos -primates ebrios de inquina o militantes de sus genes- Pinker asegura que llevamos ángeles dentro y que esos ángeles se van manifestando en la progresiva desaparición de la violencia. Quizás nunca se esfume de nuestra vida, la violencia digo, pero va siendo reducida a la mínima expresión.

No sé bien cómo se puede llegar a esas conclusiones, ni tampoco a las contrarias. Sería posible si la violencia estuviese hecha de golpes secos, de esos que duelen pero no hacen alarde ni ruido. Pero no, la violencia es el paraíso de la propaganda, del alarde y del ruido, y por el otro lado también el del disimulo y la ocultación. De modo que se la ve muy grande allí donde se quiere intimidar, asustar, dar ejemplo y escarmentar, y qse la ve pequeña donde los buenos sentimientos o la hipocresía proliferan: como suele pasar con las dos caras de una moneda, esas dos cosas suelen andar muy cerca de la otra.



La violencia se deja ver mucho en el pasado. Un horror, el pasado: se pasaba el tiempo quemando herejes y brujas, cortando la lengua a blasfemos, apilando cabezas de enemigos, empalando prisioneros y azotando niños; llega a asombrar que quedasen fuerzas para hacer alguna cosa más. La crueldad era, se suponía, constructiva y ejemplar, y se hacía propaganda de ella: hasta la letra entraba mejor con sangre. Los asirios torturaban a sus vencidos y además retrataban la tortura en hermosos bajorrelieves; los grandes suplicios de hace trescientos años eran descritos con detalle en programas de mano, como se hace ahora con los festivales de ópera. Un pintor italiano del quattrocento ejecutó una alegoría de la paz pintando a un lado artesanos y comerciantes en acción en las calles y al otro una horca con sus frutos colgando y cuervos alrededor. La violencia también se deja ver mucho en esos desgraciados lugares poblados por salvajes, bárbaros y fanáticos: sacrificios humanos, canibalismo, caza de cabezas que después se reducen y usan de trofeo, apedreamientos de adúlteras, manos cortadas. La violencia como devoción, justicia, pedagogía, arte o fiesta. No extraña que por mucho miedo que de el futuro de más miedo aún la posibilidad de que nos lleve de vuelta al pasado; a la Edad Media o a las cavernas, por ejemplo.
A los antiguos y a los bárbaros les gusta presumir de violentos, como a cualquier matón de barrio; a los modernos nos gusta presumir de que hemos superado eso, y hablar mal de la Edad Media y las cavernas. Es verdad que la capacidad de aniquilar se ha multiplicado: se mata y se mutila mucho apretando un gatillo o un botón. Y basta ponerse delante de una pantalla de televisión para ver una selección de horrores frescos llegados de todo el planeta, pero, aleluya, la violencia se ha quedado sin interpretaciones positivas y eso nos da una superioridad. A lo peor la violencia abunda, pero es un recurso lamentable del que se echa mano porque no hay otro, y entonces se la esconde -se esconden los trozos de los enemigos que antes se exhibían para intimidar: son daños colaterales de armas que hacen lo posible por ser quirúrgicas. O a lo peor abunda, pero es un resto lamentable del atraso humano, y en ese caso se la exhibe para ponerla en vergüenza y que todos clamemos por la paz.

Con todas esas lentes de aumentar y disminuir, es un poco difícil creer en estadísticas de la violencia, menos aún en estadísticas que atraviesen siglos y nos convenzan de que, a pesar de todo, el promedio humano va escapando de la ferocidad, que es lo que Pinker dice. Supongo que lo dice para convencernos de que vamos a mejor, lo que es todo un incentivo; él es uno de esos simpáticos predicadores de la bondad de este mundo tal como este mundo se va volviendo. Pero en el caso -probable, a fin de cuentas- de que los medios pacíficos hayan ido sustituyendo a los sanguinarios, sobre todo por ser más eficaces, hay un trecho de ahí a decir que sea por causa de los ángeles que llevamos dentro. A parte de los ángeles, están los picapleitos astutos, los manipuladores, los fríos calculistas, los ventajistas, los estafadores y toda una legión de seres malignos tan opuestos a la violencia como los propios ángeles. Junto con ellos, han organizado el mundo de un modo que quizás sea más pacífico en promedio pero que a veces es capaz de hacer que hasta un ángel lo vea todo rojo. ¿Qué cosa más pacífica que un desahucio? Si los desahuciados no ceden a sus instintos primitivos, todo corre mansamente de acuerdo con los contratos firmados y con la ley -que, digan lo que digan los descontentos, no es una ley de la Edad Media. Se ha puesto de moda llamar violencia a todo tipo de actitud indeseable para alguien: violencia verbal, psicológica, legal, económica, fiscal. Yo preferiría que se dejase la palabra para esa acepción sucia y casi artesanal de siempre, y no se olvidase que además de la violencia hay muchas otras manías humanas muy molestas. Porque si no viene gente como Pinker a contar que el capitalismo contemporáneo es un promotor efectivo del bien planetario: a fin de cuentas, hace 67 años que las grandes potencias están demasiado empeñadas en inflarse los bolsillos como para guerrear entre sí, a no ser por medio de sus franquicias.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Episodios Nacionales


Hace tres o cuatro años se comentó mucho en Brasil una encuesta según la cual muchos portugueses, más de la mitad creo, eran partidarios de la (re)unificación con España. Una disposición amistosa que se agradece, aunque la mayoría de ellos, portugueses taimados tal vez, opinasen que la capital de la Iberia completa debería estar en Lisboa. No me pareció tan mala idea. Un chiste muy viejo, creo que portugués, cuenta que a Felipe II le ofrecieron tres lugares para poner su capital: en Barcelona, si quería conservar su imperio, en Lisboa si quería aumentarlo y en Madrid si quería perderlo. Las dos primeras profecías tendrán sus riesgos, la tercera es segura, no sólo porque ya se cumplió sino porque contaba con buenas razones. Pero a quién le interesan ya; ni siquiera creo que los portugueses se acuerden de lo que pensaban hace tres o cuatro años, con la que está cayendo.
Quizás los portugueses pretendían en el fondo apropiarse del resto de la península mientras el resto de la península suponía apropiarse de Portugal; esos modos de pertenencia son más bien vagos. La isla de Perejil y la finca del señor Schumacher o del jeque Adelaziz en los alrededores de Marbella son de España, o sea son nuestras, y Gibraltar no, pero Gibraltar es el único de esos lugares donde puedo entrar. Soberanía, propiedad e identidad son cosas muy diferentes en la práctica, pero tienden a confundirse en el lenguaje corriente, que es donde se generan los buenos y malos humores; se habla como si unificaciones e independencias fuesen robos, devoluciones, matrimonios o divorcios, pero con un poco de hipérbole.
Es que en los tiempos que corren las naciones se han vuelto un poco como esas viejas unidades de medida, toesas, azumbres o escrúpulos, que nadie recuerda qué ni cuánto medían. No hace tanto tiempo medían mucha cosa: lo que los ciudadanos memorizaban en la escuela, lo que vivían en la mili, lo que podían comprar y lo que podían ganar al mes, dónde podían vivir. Las fiestas nacionales celebraban alguna guerra contra la nación vecina, y los himnos nacionales incitaban a degollar a los bárbaros de al lado. Bien, siguen incitando, pero nadie toma ese estribillo en serio, con la excepción nada feliz de los Balcanes; por lo demás las nacionalidades se han convertido en algo cuyos efectos sólo juristas avezados consiguen captar. El ciudadano medio de una nación recién liberada del yugo extranjero sabrá que su capital está ahora en Bratislava, Edimburgo o Barcelona; pero seguirá sin saber dónde se toman las grandes decisiones que le afectan (¿Bruselas, Nueva York, las Islas Caymán?); y sabrá que los aparatos que compre, sean Ipads, zapatos o banderas de la nueva nación, continuarán viniendo de China.

Sobre las grandes decisiones los ciudadanos tienen el mismo poder que tienen los consumidores sobre lo que compran, quizás un poco menos: lo toman o lo dejan, y dejar un país sigue siendo más difícil que dejar una compañía telefónica. La cultura empresarial se ha hecho cargo de la política, creando conceptos como el de la marca-país. La marca-España va mal, como se sabe, así que la campaña de Artur Mas podría muy bien adoptar como lema alguna versión catalana de aquel dicho castizo que manda al último que apague la vela. Ha preferido otro: Espanya ens roba. Se especula sobre las posibilidades de la marca-Catalunya, que quizás traiga más beneficios, al menos a quienes la administren. Ya lo hace: Artur Mas, dicen los periódicos, es el único gobernante de Europa a quien sus ciudadanos no culpan de la crisis. No es poco mérito, porque todos los otros se han esforzado también por echar la culpa a otros. Artur Mas es un hombre moderado que no pinta a España como una banda de monstruos sedientos de sangre: le basta pintarla, al gusto de la tradición, como una banda de gorrones. O de carteristas.



Claro que los nacionalismos siempre han preferido tonos más épicos: defender nuestras tierras y nuestras mujeres de la baba extranjera, o por lo menos evitar que nuestra materia prima y nuestra mano de obra barata siga fluyendo hacia la metrópoli. A naciones oprimidas como Quebec o Cataluña, un poco más ricas que sus metrópolis, no les queda más remedio que esgrimir la contabilidad, ponerle un poco de música marcial, y esperar que las contabilidades independientes sean mejores.

No hay, que yo sepa, ninguna capital que haya reivindicado su independencia del resto del país, lo que no sorprende porque la suelen tener ya: a tenor de lo que se legisla en ellas, las capitales parecen estar en otras tierras, a veces incluso parecen no estar en La Tierra. El caso es que el rey Felipe tampoco puso su capital en Barcelona, y así el catalanismo ha sido uno de los componentes de la historia de este país: no sólo es imposible imaginar qué habría sido España sin Cataluña, tampoco hay cómo saber qué habría sido sin la oscilante pero persistente intención de Cataluña de ir por otro lado. El primer intento data de mediados del siglo XVII, la misma época en que Portugal realizaba con éxito el suyo; Cataluña fracasó, volvió a fracasar después un par de veces y se vio abocada a las sombras y los gozos de ser la esquina adelantada de un país atrasado. Portugal triunfó y se dedicó a ser Portugal, ese país que pasa por la crisis con una especie de decantada melancolía que los ex-nuevos ricos podemos a veces envidiar.

Claro que por encima de la contabilidad está la identidad, y esa comunidad imaginada que según un tal Anderson es la nación. Imaginada y emotiva, porque no hay nación propiamente dicha sin una cierta efusión que no se puede explicar. La identidad da mucho juego. Cualquiera puede mirarse al espejo y preguntarse quién soy; o indagar en el significado profundo del nombre que le pusieron; o preguntarse por qué la tierra que me vio nacer a mí, o a los padres de los padres de mis padres, me atrae y me conmueve más que ninguna otra, o por qué el sol que brilla sobe ella brilla más que en otras partes del planeta. Mientras no sirvan de coartada a masacres, son sentimientos muy dignos de respeto aunque no sea más que porque, de hecho, se han vuelto raros: la gente suele mirar más a sus pantallas que a sus paisajes. A estas alturas puede que el nacionalismo se haya convertido en una aspiración a que el estado se ocupe de cultivar ese amor al terruño que los ciudadanos ya no tienen tiempo de sostener por si mismos.

Alguna independencia, a decir verdad, la queremos todos; a mi me gustaría independizarme de un país donde radicasen los aznares, los fabras, los roucos y los ejecutivos de Bankia y los promotores del chapapote inmobiliario que cubre las costas. Me gustaría incluso si eso empeorase la contabilidad, lo que parece difícil. Pero ellos están repartidos por todas partes, Cataluña incluida, y por mucho que estén de acuerdo para casi todo no lo estarán para encerrarse, ellos solos, en algún enclave. No hay como separarse de ellos, quizás no haya como librarse de ellos. No sé si a los catalanistas la independencia les solucionará algo; a mi no, y a ellos me temo que tampoco. A mi no me apetece vivir en un país con una lengua menos, y ellos seguirían viviendo en un país con una lengua más; no sé si con una Cataluña independiente yo me sentiría un tercio menos mediterráneo, pero a ellos les seguirá afectando el anticiclón de las Azores igual que antes; a mi no me conmueve que mi país se libre de una parte muy diferente, y quizás a ellos les decepcione convertirse en otro todo muy parecido. En resumen, la independencia de Cataluña no me agrada, aunque me agradan aún menos los recursos que este gobierno propone para evitarla. Si llega a convocarse esa fiesta del Tú Mismo que sería el plebiscito de la independencia habrá que reconocer que los catalanes tienen el mismo derecho que todos tenemos a votar desgracias.