miércoles, 19 de diciembre de 2012

Tiroteos


Una madre amorosa y dedicada a su hijo raro, al que educa en casa hasta convertirlo en un joven de mente aguda pero no muy equilibrada, y que de paso colecciona armas por lo que pueda ocurrir -incluso un fusil de asalto-, es algo demasiado exótico. O parece demasiado exótico, si asumimos que los usos estadounidenses deban ser menos sorprendentes que los usos de los Pashtun, los Mundugumor o los Yanomami. No lo son, y la infeliz madre del infeliz asesino de Newtown es incomprensible para el ciudadano medio de Brasil o de España. Esa desconfianza enfermiza hacia el Estado y esa ansia de armarse hasta los dientes para defenderse de todo tipo de enemigos empíricos o virtuales -que acaba con frecuencia en masacres causadas por eso que se llama fuego amigo- se ve como una muestra más de que el ciudadano estadounidense medio tiende al cretinismo. Es una descalificación apresurada.
En Brasil, no ha costado mucho recordar que la cifra anual de muertos por arma de fuego supera con creces la americana , en términos absolutos y mucho más en términos relativos (lo mismo ocurre en comparación con el violentísimo México). Y eso aunque el número de armas sea muchísimo menor, así como su calibre, y aunque a la cultura pistolera del far west que supuestamente impera en los USA corresponda, en Brasil, una índole pacífica y cordial. Lo que en Brasil no se comprende bien es que las armas las haya coleccionado una madre: un padre medio descerebrado sería más comprensible. Tampoco se comprende que alguien se dedique a asesinar en abstracto y sin motivos individualizados a un grupo de desconocidos. Las altísimas tasas brasileñas de homicidio son intersubjetivas y a su modo cordiales. Entrar en una discusión con otro conductor por cuestiones de tránsito es, por ejemplo, muy peligroso; es por ello que una campaña publicitaria del gobierno brasileño recomienda al público que cuenta hasta diez y piense. En Estados Unidos parece que el problema está, por el contrario, en gente que pasa demasiado tiempo contando y pensando. El tiro por la culata tampoco es desconocido en Brasil: muchos ciudadanos que se quejan de las sopas bobas que el gobierno reparte entre la población de baja renta no tienen inconveniente en proporcionar pistolas bobas al hampa media-baja, y buena parte del armamento que usan asaltantes modestos procede de la panoplia que la clase media se compra para defenderse de ellos. A pesar de todo eso, y aunque en Brasil no exista el poderoso lobby norteamericano del rifle, un referéndum que se celebró hace unos años con la intención de prohibir la tenencia privada de armas obtuvo, para desconsuelo de sus promotores, una aplastante victoria de los pro-bala. Es que en Brasil la gente -incluso la gente que no tiene posibilidades de comprarse un arma, ni de robarla- desconfía también del Estado, hay quien dice que con muchos motivos.



Así que la razón está, como de costumbre, en boca de los ciudadanos europeos -los españoles, por ejemplo- que se escandalizan de que alguien ignore que las armas son un peligro, y deben estar, si es que deben estar en algún lugar, en manos de los cuerpos de seguridad del estado, especializados en usarlas con criterio. En Europa hay muchísimas menos armas que en cualquier país americano y las tasas de homicidio por arma de fuego son muchísimo menores; y las tasas de homicidio en general son bajas, porque sin armas de fuego el homicidio es siempre engorroso y poco eficiente. Todo eso es indiscutible y, por lo tanto, no tiene discusión, parafraseando a un torero famoso. El único problema está en que en Europa eso es posible debido a una confianza general en el Estado; y esa confianza puede llegar a ser más peligrosa que tener armas en casa, cuando llega a volverse una especie de letargo. No, no me refiero a que sea aconsejable armarse para defenderse del maleante común o del ejecutor de hipotecas, claro está que no lo es. Pero dejar la cosa pública en manos de unas cuantas castas de representantes y especialistas, limitándose a disparar de vez en cuando eso que dicen que es un arma temible, a saber el voto, se ha revelado fatídico, y quizás irreversible. A fuerza de confiar en los que usan con criterio las armas de todos y el dinero de todos se ha llegado a una situación que, reconozcámosla, es también bastante exótica. Tanto que no es totalmente descartable -toquemos madera- que se llegue a un punto en que andar por la vida con un Colt 45 no sea, a pesar de los pesares, tan mala idea.

viernes, 7 de diciembre de 2012

El inquisidor de Velázquez


Y hablando de Velázquez, acaban de descubrir un cuadro suyo -lo que no ocurre todos los días. Es el retrato de Don Sebastián García de Huerta, que no era un inquisidor como ha dicho la prensa, siempre fantasiosa. Aquí cuento su verdadera historia, en exclusiva para los lectores de este blog.


El primer encuentro de Don Sebastián con la Inquisición fue pura coincidencia: nació en 1576 en La Guardia de Toledo, un lugar donde un siglo antes había ocurrido el horrible crimen del Santo Niño. Unos judíos torturaron y crucificaron a un niño cristiano antes de arrancarle el corazón para usarlo en brujerías. No importa que nunca se encontrase el cuerpo de la víctima sin nombre (subió al cielo o resucitó, dependiendo de las versiones), ni que nadie echase de menos a ningún niño: el primer acusado había sido detenido muy lejos de allí, por sospechas de que practicaba el judaísmo a escondidas, pero después de largo interrogatorio acabó confesando y entregando a sus cómplices, que también confesaron el crimen, igualito a ciertos cuentos de horror muy divulgados en la época. Insistían en decir que todo era mentira cuando dejaban de torturarlos. El proceso acabó con la quema de algunos judíos y colaboró mucho para la expulsión de todos los demás.
El segundo encuentro de Don Sebastián con la Inquisición consistió en tornarse secretario del Gran Inquisidor Bernardino de Sandoval y Rojas, cuando estaba en marcha la complicada operación de expulsar de España a los moriscos, decidida unos años antes. El artista Ángelo Nardi, a quien Don Sebastián patrocinó encargándole pinturas para una iglesia que él financiaba, había venido a España a participar en un concurso para un cuadro conmemorativo de esa decisión magnánima. El concurso, por cierto, lo ganó Velázquez, aunque el cuadro que pintó desapareció en un incendio.

Pero esas coincidencias no deberían hacernos pensar que Don Sebastián fuese un sombrío guardián de la Fe; tenía, probablemente, un corazón burocrático. Hijo de un tal Alonso García y de una tal Bárbara o Bárbola de Huerta, fue tomado en custodia desde muy pequeño por su tío materno, Francisco de Huerta, un clérigo; la maledicencia popular asegura que los sobrinos de los eclesiásticos solían ser sus hijos -de hecho Don Sebastián firmó siempre con el apellido de su tío- pero sea como sea lo cierto es que los trataban como si fuesen hijos, y a todo lo demás como si fuese el patrimonio que debían dejar a sus hijos. Así Don Francisco, al morir, fundó para su sobrino una capellanía vitalicia y lo encomendó a los cuidados de su albacea, un canónigo de Cuenca, pidiendo que le hiciese medrar “pues ha de quedar en mi lugar para favorecer a sus parientes, y míos, como yo he hecho”. El nuevo tutor lo envió a la Universidad de Toledo, a estudiar leyes; salió de allí Licenciado en Derecho, y con muy buen concepto de persona de orden, que le llevó a ser incluido entre los familiares del cardenal Sandoval y Rojas. Este cardenal pertenecía a una especie humana a la que pertenecían también monarcas como Carlos V o Felipe II, admiradores de las ideas libertarias de Erasmo pero empeñados en asegurar que nadie pudiese ponerlas en práctica. El cardenal era pariente del Duque de Lerma -superministro del rey y un genio de la corrupción- y repartía sus desvelos entre una política codiciosa y el gusto por la alabanza de artistas e intelectuales como El Greco, Góngora o el propio Cervantes. Este último, en el prólogo de la segunda parte del Quijote, le muestra su enorme agradecimiento por el mucho bien que le ha hecho: considerando la vida mezquina que llevaba aquel mutilado de guerra, suena más bien a cachondeo. La gran obra de la vida de Don Sebastián de Huerta fue el pleito que hizo triunfar, en favor de tan gran patrón, contra la comarca de Cazorla -cosa de algunos dinerillos.
Así que esa mirada un poco enrojecida del cuadro de Velázquez no es signo de una mente encendida por el fanatismo, sino por el manoseo incansable de legajos en provecho de sus familiares. A la Inquisición en general le pasó lo mismo: daba pasto de cuando en cuando a las inquinas del electorado con infamias como las del Santo Niño, pero en general se limitaba a cuidar, con la severidad necesaria, para que nadie se desviase del rebaño. Para ser inquisidor no era necesario portar cilicio y hablar con Dios todas las tardes: esas exageraciones ayudaban, más bien, a acabar en los calabozos de la institución y, si no necesariamente en la hoguera, sí por lo menos en un purgatorio de interrogatorios, papeleos y penosas retractaciones públicas. Todo eso lo administraban los inquisidores, cuya principal virtud era el cultivo meticuloso del orden jurídico y doctrinal, y una rigurosa abstención de todas esas tentaciones que llevan a pensar por si propio.
Así que sólo se puede decir que Don Sebastián fuese un inquisidor con un poco de esa hipérbole que ahora lleva a decir que los mercados somos todos. El cuadro de Velázquez siguió en poder de la familia de don Sebastián hasta el siglo XX, cuando los parientes, ingratos, lo vendieron. Visto ahora es, como todos los cuadros de Velázquez, una invitación a contemplar las cosas sin retóricas. Un buen retrato del promedio de esas castas dirigentes que mantienen a cierta altura algunas ideas mayúsculas -la Fé Católica o la Competitividad de Nuestra Economía- sin que a ras de tierra les estorben lo esencial: el compadreo metódico y el cuidado de que nunca falte quien cuide de sus parientes.