miércoles, 27 de febrero de 2013

Teoría de la no comunicación


Dos ejecutivos de la city de Londres discuten, durante una happy hour, sobre tigres. Uno dice que le tienen miedo al agua; el otro que son excelentes nadadores. Este último toma su smartphone y marca unos números.
Al otro lado, un pescador bengalí, habitante de las Sundarbans donde los tigres abundan, saca su móvil de un zurrón depositado en su canoa, atiende, sonríe, y aclara que, de hecho, los tigres nadan muy bien. Gracias a ello se comieron a un hermano suyo hace dos años.
No lo es, pero podría perfectamente ser (sobra el detalle del hermano) un anuncio de empresa de telecomunicación, y terminar con un lema del tipo “sin límites”, “sin distancias” o “sin fronteras”.
No sé por qué la publicidad de las telecomunicaciones tiene mejor fama que las de los crecepelos o las dietas milagrosas para adelgazar. Claro que una comunicación a distancia como la del tigre es técnicamente posible; alguna aplicación políglota podría ayudar si el pescador bengalí no supiese inglés, no es imposible que haya alguna antena de telefonía en las Sundarbans, y algún programa avanzado de inclusión digital puede haber puesto un móvil en manos del pescador. Lo que es muy improbable es que el ejecutivo de Londres tenga nada que conversar con él.
De hecho las nuevas tecnologías de información sirven sobre todo para que no nos conversen. Sus características más apreciadas, aunque aparezcan raramente en la publicidad, son las que permiten identificar, eludir y bloquear llamadas. Los móviles son privados y no aparecen en ningún listín, y los teléfonos fijos pueden vivir permanentemente descolgados porque las temidas urgencias, si llegan, llegarán via móvil. La capacidad de incomunicarse es tan preciosa como la de comunicarse, y ni una ni otra han sido democratizadas por los nuevos medios. Un ciudadano corriente tendrá que atravesar una selva de números marcados para hablar con una empresa o con un órgano de gobierno a través de su contestador automático, y tendrá que luchar cada día para librarse del asedio del telemarketing o del telecobro, aunque sea en su móvil: para ellos, por lo visto, sí hay listín. Las nuevas tecnologías dan poderes extraordinarios a todos, pero se las dan en medida muy superior a quien ya tenía poderes extraordinarios antes.
Por lo demás, la comunicación entre los que están dispuestos a comunicarse es tan intensa que deja poco espacio a interferencias ajenas. Los nuevos medios de comunicación sirven para que los que ya se conocen se mantengan unidos en una piña: para que aquel chico que se ha ido al Khazakstán siga ligado a su familia, para que no se pierda aquel contacto tan interesante que hicimos en el último congreso. La comunicación entre los que ya se conocen es tan continua que difícilmente deja brechas para que por ellas se inmiscuyan advenedizos a los que no hayamos conocido en alguna ocasión suficientemente exclusiva. En otras palabras, la propaganda de las telecomunicaciones vende su capacidad de abrir el mundo cuando lo que hace es calafatear circuitos cada vez más cerrados. A los lazos familiares más apretados que antes se une el nuevo concepto de networking, o sea la tarea de organizar camarillas, clubs, pequeñas sociedades más o menos secretas: ninguna de ellas se recluta por internet sino a través de conocidos previos. ¿Los desconocidos? Bien, ya hay un género de relatos de terror que nos advierte de lo peligroso que es tratar desconocidos por la internet.



Pero y las redes sociales, ¿no están revolucionando el mundo? ¿No ha oido usted hablar de las redes sociales? Las grandes compañías de la telecomunicación van consiguiendo convertir las noticias de prensa -y hasta las tesis académicas sobre comunicación- en publicidad de costo cero. Hace dos años nos enteramos de que las redes sociales habían conseguido poner patas arriba la máquina vetusta de la política árabe, especialmente en Egipto: un modo actual de comunicación había conseguido crear un nuevo sujeto político. Poco tiempo después los Hermanos Musulmanes (que no son precisamente una red social) ganaban las elecciones; más recientemente nos enteramos de que la hinchada de un club de fútbol, el Al Ahly de El Cairo, había tenido un papel de primera línea en la lucha contra Mubarak. Y de que su enemistad con otra hinchada, la del Al Masry de Port Said, encarna una parte importante de los conflictos egipcios del momento. Ninguna de las dos hinchadas es una red social; ya eran hinchadas antes de que se inventase Facebook. De hecho, los disturbios políticos en la Alejandría tardorromana, casi dos milenios antes de la invención de Facebook (y del fútbol) ya estaban en manos de las hinchadas del estadio. O sea, las redes sociales soplan fantásticas burbujas que lo cambian todo uniendo de repente a millones de desconocidos en torno de una idea; después se van desinflando mientras todo queda en manos de gente que se pone de acuerdo en lugares como templos, estadios o despachos de empresa; que tiene en común no una idea sino muchos intereses, y que forja sus relaciones por medios paleolíticos -comer y beber juntos, rezar juntos y armar juntos la ruina de sus adversarios.
Parece que con el lema de sin límites y sin fronteras se ha convencido al nuevo sujeto político para que se prive del discutible apoyo de sus vecinos y compre a buen precio una sociabilidad globalizada. Los viejos sujetos políticos, por su parte, siguen sociabilizando al oído; se han comprado también smartphones, los usan para reforzar ese poder que ya tenían; y a veces también para perder el tiempo como todos.

domingo, 3 de febrero de 2013

Renoir el ubérrimo


El renombre de Renoir ha envejecido mal. Recuerda una cierta imagen risueña de Paris, hecha de canotiers y verbenas en Montmartre, y sirve para imprimir calendarios. Servía: la hegemonía en los calendarios ha pasado a otro tipo de pintores, Klimt por ejemplo. Colorista, relamido, floral, agradable: los adjetivos que se le pueden aplicar con más facilidad sugieren, todos ellos, un arte acomodaticio y vulgar.


Y sin embargo, leí cierta vez el comentario de un autor que había pasado a mirarlo con otros ojos al saber de cierta frase que se le atribuye: “Si no hubiese tetas, yo no pintaría”.
¿Por qué? La frase no ilumina ningún aspecto oculto de su obra, sólo subraya el que ya se ve: Renoir pintaba hermosuras. Campos floridos, pero sobre todo figuras floridas en campos floridos: niñas en jardines, retratos en interiores acogedores, y tetas, sí, muchas: muchas mujeres desnudas, bañándose al aire libre o al sol en más jardines. Cremosas, turgentes, gordas para un ideal más reciente pero quizás no para la realidad común de los cuerpos.



Eso le ha hecho mal a su renombre, porque de un siglo acá la pintura se ha tornado un arte ascético. Hecha para los ojos, sí, pero para ojos logocéntricos; para ser vistas con el oído, concebidas a la medida de lo que se puede decir del cuadro. Poco importa que el pintor diga (lo dijo Hopper, lo dijo Bacon y lo deben haber dicho muchos otros) que el significado de sus cuadros ya estaba puesto en ellos y sobraban palabras; los críticos proliferan, son verbosos y los pintores no pueden esquivar sus palabras, hay muchos, incluso, que no serían nada -quizás un fondo decorativo en un hogar vanguardista- sin ellas.
Renoir lo dijo también, o al menos lo dice en la película de Gilles Bourdos, estrenada en Cannes en 2012, que retrata un fragmento de sus últimos años. Pero a él se le hace caso, porque sus cuadros no incitan a hablar mucho, más allá de dilemas ya viejos sobre el color y la forma, el dibujo o la pincelada suelta. Renoir fue un impresionista militante, en la época en que el impresionismo era una vanguardia difícil.


No muy militante, en realidad. No venía de una familia rica como Manet o Degas, sus padres eran más pobres que los de Monet, y él comenzó su carrera pintando porcelanas en una fábrica: un plato, otro plato, una tetera, una sopera. En cierto sentido nunca abandonó ese oficio, conservó de él todo lo que su pintura tiene de agradable y alimenticio. Abjuró de sus convicciones impresionistas en la medida en que cuadros más dibujados podían agradar al público y a la crítica, y pintó algo más de seis mil cuadros en su vida. Quería vender, y acabó vendiendo. Ubérrimo, como sabemos, viene de ubre.



La película de Bourdos retrata lo que consiguió con ello: vivir su larga vejez en una casa grande aunque simple en medio del bellísimo paisaje del sur de Francia y a orillas de un mediterráneo muy azul. Escena tras escena, Renoir, ya convertido en el patrón, pinta en su estudio y en su jardín medio salvaje y en los campos y arroyos cercanos; devastado por la artrosis, un pequeño batallón de sirvientas -que a veces se tornan modelos que a veces se tornan sirvientas- lo transporta en su silla, exprime los tubos de óleo en su paleta o le pone el pincel en la mano, y él pinta, ya, lo que y como le apetece, manchas de color que casi más sugieren que muestran cuerpos y luz -sin usar casi nunca el negro, porque los impresionistas habían descubierto que las sombras nunca son realmente negras. Y porque Renoir entendía que no era función del arte multiplicar las negruras que ya andan por su propio pie. Por la misma razón, Renoir no entiende ni asume la guerra -la I Guerra Mundial, que corría por entonces- que se llevó y al fin devolvió más o menos mutilados a sus hijos; seguramente no habría entendido ni asumido cualquier otra guerra.



Como el cine se tornó hace mucho tiempo un arte hablado, la película se cansa pronto de su protagonista, que mira y pinta, y necesita apoyarse en una historia más locuaz, la de la relación entre una de las últimas modelos del pintor y su hijo más famoso, Jean Renoir el cineasta. Renoir padre fracasó en su intento de iniciar a su hijo en artes que produjesen obras tangibles: Renoir hijo se cansó pronto de ser un ceramista. El género de materialismo de Renoir, dado a las propiedades sensoriales de los objetos -la densidad de las manzanas, o la tersura o la absorción de la luz que presenta una piel- es una visión de mundo prácticamente abandonada; por materialismo se suele entender el interés por algo tan inmaterial como el dinero, o teorías que buscan apoyo en genes o cifras. Hasta los catadores de vino y los cocineros se han hecho demasiado elocuentes. Y si Renoir veía a sus modelos como objetos, con cualidades de objeto -brillo, tersura, solidez- eso sólo se entiende en el peor sentido posible. Quién no prefiere ser sujeto y sólo sujeto en un mundo donde el objeto no es más que la forma previa de la basura.