martes, 21 de mayo de 2013

Rojos y negros


El filósofo francés François Lyotard dijo, en su día, que la posmodernidad había acabado con los Grandes Relatos (o sea, esas cosas que se dicen para explicar de dónde venimos y a dónde vamos: el Gran Relato de la Salvación Cristiana, el del Progreso Moderno, el de la Revolución, etc.). No me lo creo: circulan por ahí unos relatos de buen tamaño. Uno de ellos cuenta que un buen día la Política-Ideología fue sustituida por la Política-Contabilidad. Antes el estadista nos llenaba los oídos con palabras de a veinticuatro quilates (Patria, Justicia, Libertad, Igualdad, etc.) pero, disimuladamente, barría para debajo de la alfombra una enorme cantidad de mezquinas realidades. Ahora lo que se ofrecen son números como puños, que a su modo son la realidad dura y cruda. Los ciudadanos pueden quejarse todo lo que quieran, siempre que no abusen, porque tienen libertades constitucionales; pero los números no les oyen, siguen ahí como si nada.
Lo que se elude, por mucho que se sepa bien, es que el Estadista-Contable también barre para debajo de la alfombra; y lo que los contables saben barrer mejor, dada su especialidad, son números. Con muy buen criterio, barren los números rojos. Barrer los números rojos se ha vuelto la esencia de la política, y figuras como la extinta Ms. Thatcher, tan comentada en estas páginas, alcanzan singular maestría en ello.
Los ejemplos los tiene cualquiera al alcance de la vista: basta mirar cualquier masa impresionante de números invariablemente negros y preguntarse si por acaso no tienen parientes rojos ocultos en algun rincón. En realidad siempre los tienen, porque las cópulas contables generan números rojos y negros en cantidad muy aproximada. Pero el Gran Relato de la Realidad Cuantitativa elude eso mandando los números rojos al orfanato. Allí ya no se les llama números rojos, sino otras cosas: herencia maldita, daños colaterales, tragedia de los comunes, externalidades. Pero no hay que gastar mucha imaginación para verles la cara y saber quiénes son sus papás.
Así, se lanzan enormes proyectos inmobiliarios o viarios, se raciona el gasto público en sanidad o educación, se planta soja o se construye hasta en el pico de la montaña o en el ombligo del bosque, se dinamiza la economía y las finanzas, y el resultado es un torrente de números negros que produce lágrimas de entusiasmo en el público y legítimo orgullo en el Gran Gestor, al que se invita a conferencias para que nos explique cómo lo ha conseguido y se le echa de menos cuando se va: muchos le insultaron, pero los números negros custodian su memoria. Si no, mírese por ahí: cuántos ciudadanos pustulosos e ignorantes, cuántos desempleados inútiles, qué caos urbanístico, atascos, inundaciones y cuadrillas de atracadores, cuántos números rojos. ¿Por qué, pero por qué, Dios mío, las personas en general, o los políticos en su lugar, no tienen el temple y la pericia del Gran Gestor, que en su día nos ofreció una lluvia benéfica de números negros?
Bien, la fábula es simple como el libro de cuentas de los ultramarinos de hace ochenta años: el Gran Gestor no usaba el lápiz rojo para nada, y sus saldos están, por ello, gravemente trucados. ¿Y qué hace el autor de este blog recordando esa perogrullada? Nada, sólo maravillarse de que en un mundo donde ya no hay problemas simples, ni soluciones simples, los fraudes simples continúen teniendo tanto éxito.


Muertas las ideologías, podrían turnarse en el poder dos partidos contables: el Partido de los Números Negros, que hace la fiesta, y el Partido de los Números Rojos, que la paga. Pero está claro que nadie, nadie-nadie, votaría al Partido de los Números Rojos. Así, el éxito del Partido Popular ha consistido en convencer al electorado de que él es el Partido de los Números Negros, siempre: cuando desarrolla y cuando recorta, cuando gasta y cuando ahorra, si da a los suyos o si quita a los otros. El otro partido bien que lo ha intentado, pero no lo consigue, quizás porque su vieja identificación con el bando de los rojos (los rojos que no eran números) confunde al ciudadano.
Aunque a fin de cuentas el PP tiene una parte de razón: para una parte de la ciudadanía os números son siempre negros. La revista Forbes, a la que no se le conocen tendencias trotskistas, ha mostrado que el número de multimillonarios españoles ha crecido significativamente durante la crisis. Puras cifras.

PD: He buscado, para ilustrar este post, alguna foto de aquellos viejos libros de contabilidad en que el debe y el haber iban señalados en rojo y negro, pero al parecer los contables evitan la tinta roja, que da mal rollo, y deben haber eliminado hasta sus huellas arqueológicas: no hay manera. En su lugar, he puesto la cuenta (en euros) de la merienda de un grupo de chicos beneficiados por la Política-Contabilidad; la cuenta tampoco la ha filtrado algun camarero trotskista escandalizado; la han puesto ellos mismos en su web “chicos ricos”.

jueves, 16 de mayo de 2013

Comida de ricos, comida de pobres


La FAO ha escogido un mal momento para recomendar el uso de insectos en la alimentación humana (una solución para el hambre global, se dice). Al menos es un mal momento en España: hay otros lugares donde el hambre no deja percibir claramente la diferencia entre crisis y boom. Pero en España los lectores de la noticia han entendido que una dieta con saltamontes, larvas o escarabajos es un insulto, incluso para aquellos que deberían salvarse con ella. Frente a eso, se alza el chuletón de ternera con un buen tinto de reserva. El chuletón de los privilegiados, de los reyes, los políticos y los banqueros; el chuletón al que cualquier humano tendría derecho, el chuletón que todos podríamos disfrutar en el almuerzo si el mundo no fuese injusto y corrupto. Eso dicen los comentarios a la noticia.
De hecho, la injusticia y la corrupción son lo bastante espesas como para ocultar que el chuletón universal quizás sea imposible. O peor aún, que el chuletón está ligado a la injusticia y a la corrupción, como el reserva lo está a los años en barrica. Por razones ecológicas, o simplemente lógicas. Porque la injusticia del mundo no se manifiesta solamente en un reparto desigual de divisas, sino también en que la tierra que daría granos y hortalizas para cien o más se use para criar chuletones para diez o menos. Los vegetarianos, tan dispuestos a predicar la piedad hacia los animales, ganarían puntos si recordasen más a menudo que las primeras víctimas de la carnicería suelen ser humanos muertos de hambre. La carne, y especialmente la carne de vaca, exige más tierra y más agua que cualquier otro alimento, y también da más dinero: una de las amenazas más serias a la alimentación mundial viene de que cada vez más tierras que antes producían maíz se dediquen ahora -a eso se le llama desarrollo- a producir chuletones o biocombustible. Bien, la tierra es grande y la inventiva humana también; pero por mucho suelo y mucha tecnología que se invierta es posible que no sean suficientes para que todos -todos- comamos chuletón en el almuerzo. Esa es la razón ecológica.
La razón lógica es que comer chuletón al mismo tiempo que toda la humanidad en un planeta esquilmado ya no sería lo mismo; le faltaría esa sal que da el privilegio.


Soluciones no faltan. Una de ellas es que la mayor parte de la humanidad se sienta privilegiada comiendo otras cosas que no el chuletón. Por ejemplo, saltamontes, larvas o escorpiones, casi tan baratos como el maíz. Yo los he probado, y pueden sugerir placeres tan intensos como el chuletón. Entiendo que para bocas no salidas de los macarrones o las chuletas de la infancia puedan parecer repugnantes, pero yo me acostumbré en casa a que había que comer de lo que había, tengo gustos amplios. Los he probado en México o en China. No entre los indios con los que vivi un tiempo en la Amazonia, y ello porque, como llegué a saber al cabo, ellos me escondieron durante todo el tiempo su costumbre de comer escarabajos, cigarras y gambas de río: se habían acostumbrado a que los blancos lo encontrasen repugnante. Es la paradoja del desarrollo, eso que se consigue cuando la gente se avergüenza de comer maíz y escarabajos y se esfuerza por conseguir el chuletón: nunca llegarán a probarlo, pero gastarán sus vidas y sus tierras en criarlo para nosotros.

Los lectores irritados tienen razón: quien debería comer insectos son los banqueros, los monarcas y los expertos de la FAO. Para dar ejemplo, o para crear moda. No lo hacen, o no lo divulgan, porque el chuletón (y cosas como él: el coche o el chalet en la playa) es la bandera del desarrollo, eso que ocurre cuando todo el mundo empuja para llegar al mismo lugar, aunque en él sólo quepan los primeros de la fila.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Los colores del ángel


De vez en cuando (ocurrió en El País hace unos días), alguien se acuerda de Melchor Rodríguez, el anarquista nacido en Triana que, durante la guerra civil, salvó la vida de algunos millares de adversarios (falangistas, hijas de María, militares, curas, monjas, dueños de sombrererías, queridas de banqueros, votantes de la CEDA) presos en las cárceles republicanas o en peligro de serlo. No llegan a dedicársele calles, institutos o grandes homenajes: a fin de cuentas, era sólo un chapista, un ex-novillero, un Rodríguez, un militante anarquista que casi pasó más tiempo en la cárcel que en su casa. No falta quien, sin otras referencias, lo vaya a comparar a Oskar Schindler, pero es una mala comparación. Melchor Rodríguez hizo lo que hizo en ejercicio de su cargo (paradójico hasta el chiste) de director general de prisiones de la República, y cumpliendo la legalidad republicana. Aunque para ello, en las circunstancias dadas, se necesitase mucho esfuerzo, coraje físico y también ese tipo raro de coraje moral que consiste en contradecir a los de la propia grey sin salirse de ella. Lo demostró en su momento más famoso: los bombardeos franquistas exasperaron a la población de Madrid, que acudió en masa a la cárcel de Alcalá a tomarse el desquite en los mil quinientos presos que allí estaban, incluyendo cuatro o cinco futuros figurones del régimen franquista. Melchor Rodríguez, casi solo, se plantó ante la puerta de la cárcel y durante horas arengó a la multitud con su verbo florido hasta disuadirla. Bajo su administración -sostenida por un ministro de Justicia también anarquista, García Oliver- cesaron las ejecuciones extrajudiciales, y se controlaron en parte los aparatos paralelos de justicia de sindicatos y partidos.

Todo eso es muy conmovedor, tanto que al final deja un regusto ambiguo. El magnánimo Melchor Rodriguez podía ser simplemente un traidor. Fue lo que indicaron algunas voces -sobre todo del Partido Comunista- cuando al final de la guerra pudo seguir viviendo en Madrid, después de haberse librado del fusilamiento por el testimonio favorable de algunos jerarcas, y después de cumplir una pena de cárcel relativamente breve. Pero es una acusación exangüe. Melchor Rodríguez habría sido un traidor muy torpe para, a cambio de tanta traición, sobrevivir en un piso compartido vendiendo seguros y volviendo a la cárcel de vez en cuando por persistir en sus ideas. Y para, al fin, ser enterrado en 1972, aún en pleno franquismo, con una bandera anarquista sobre el ataúd y al son de “A las barricadas”. Poca recompensa. Mejores prebendas habría conseguido con sólo salir de España poco antes del fin de la guerra, como hicieron los que le acusaron de traición.
Aunque si no fue un traidor explícito, Melchor Rodríguez podría haber sido un iluso, un tonto útil. ¿No había nada mejor en que gastar el esfuerzo y el coraje que preservar vidas y saludes de enemigos, algunos de los cuales ejercieron después el poder absoluto sin ascos? De hecho, los descendientes políticos de todos ellos siguen con tanta vida y tanta salud que aún puede haber motivos para lamentarlo. Esa acusación ya no es exangüe, pero es inepta. Porque no entraba en los planes de la República exterminar a sus oponentes, y es dudoso que hacerlo le hubiese ayudado a ganar la guerra. En cuanto a la media docena de cuadros del franquismo que Rodríguez preservó, sería bobo suponer que el franquismo no los habría sacado mejores (o peores) de otro lugar. Puestos a ayudar a Franco, probablemente se le ayudó mucho más eliminando a algunas figuras de su bando que le podían hacer sombra.
Pero aún así, descartando errores tácticos o traiciones intencionales, puede persistir un gusto amargo de traición involuntaria y profunda, porque cuando el abismo entre los míos y los otros es tan marcado que sigue explicando muchas cosas casi ochenta años después, ¿qué sentido tiene tanta dedicación a los otros, a esos mismos que masacrarán a los míos cuando puedan? ¿Por qué correr el riesgo de ganarse la benevolencia de los otros, o incluso su amistad? Rodríguez fue a la cárcel cuando muchos de los suyos iban al paredón, y en algunas tragedias eso suena muy mal. Un conciliador, un flojo.
Pero el tipo de anarquismo que Melchor Rodríguez profesaba era algo muy lejano de otras ideologías vecinas, democráticas o socialistas; menos político, menos sociológico. No creía que los opresores fuesen un grupo, un conjunto de familias o una raza especial, sino elementos de un sistema; opresores eran para él los que están en situación de oprimir, y un sistema que faculte la opresión los continuará generando eternamente. Por debajo de su moralismo humanista, el anarquismo de Rodríguez era sistémico: “eres un fascista, no te mato porque estoy contra tus ideas”. Los enemigos de Rodríguez no eran los fascistas en particular, sino los verdugos en general. A corto plazo, la historia ha mostrado muchas veces que ese modo de ver es ingenuo; a largo plazo, le ha dado la razón hasta el hartazgo.

Así que, ochenta años después, a Melchor Rodríguez no se le recuerda mucho porque sigue estando muy por encima, moral e intelectualmente, de sus adversarios, de sus compañeros y de los herederos de todos.
De sus adversarios, claro, porque como sabemos no hubo en el bando franquista ningún Melchor que hiciese lo mismo que él con adversarios desconocidos; muchos no fueron capaces de hacerlo ni siquiera con adversarios que eran también amigos o familiares. Y si lo hubo, los suyos no lo han considerado digno de recuerdo. Y si lo hubiera habido, tendría que haberlo hecho a escondidas, y no en el ejercicio de su cargo; en aquel lado la masacre era esencial, la jaleaba a gritos por la radio una de las cabezas del Alzamiento.
Por encima de los suyos también, y de los herederos de los suyos, porque su caso es la mejor demostración de la superioridad ética del bando republicano, pero es una demostración que hace ver las manchas. A eso, se ha preferido la opción más frágil pero mucho más fácil de fingir un pasado ejemplar, una República risueña en mala hora asesinada por enemigos guiñolescos. Es lo que aburre en casi toda la narrativa contemporánea (palabra o imagen) sobre la guerra civil. Más frágil porque al final es tímida: como aquél que está tan poco firme en sus convicciones que necesita creer que son impecables. Es lo que aburre en España en general: no sólo es imposible asumir la memoria histórica, ni siquiera se aspira a asumirla si no es por partes y por turnos.
Y eso lleva a que la superioridad de Melchor Rodríguez no es sólo ética sino sobre todo, y a pesar de las apariencias (“no era un hombre de este mundo”, dijo de él Carrillo; “Ángel rojo” le llamaron los franquistas) muy realista. Porque para los herederos de los derrotados de 1939, derrotados de nuevo ahora mismo, no revisar su propio pasado es una prueba de lealtad; a ese pasado, y a la división en bandos con la que se perdió aquella guerra. Melchor Rodríguez era uno de esos ingenuos que pensaba ganar batallas encontrando hermanos por todas partes. Sus compañeros pragmáticos han entendido siempre que es mucho más posible ganarlas garantizando que el enemigo no pierda ni uno sólo de sus apoyos. La sectaria derecha española suele acusar a la izquierda de sectarismo, con la secreta seguridad de que así la convencerá de agarrarse a él. Lo que aburre en España es ese modo en que la hostilidad entre unos y otros perpetúa el saqueo de muy pocos contra casi todos.