domingo, 28 de julio de 2013

La Cina é vicina.


Uno


Ya dije algo en otro lugar sobre la hazaña de George Psalmanazar, un falsario (probablemente francés) que en el siglo XVIII se hizo pasar por nativo del gran Imperio de Formosa, vivió durante un tiempo en la universidad de Oxford dando clases de una lengua formosana que se había inventado de cabo a rabo, y vendió muchas copias de un libro sobre su supuesta patria. Cuando fue descubierto no se inmutó demasiado y siguió vendiendo copias de otro libro donde contaba -de un modo no mucho más veraz- detalles de su estafa. Qué tiempos aquellos en que era tan fácil engañar a la gente.

Bien, eso es optimismo. Hay muestras suficientes de que los medios de información actuales facilitan engaños de mucha mayor envergadura. Y también las hay de que ficciones de un tenor parecido a la de Psalmanazar aún son posibles.
En 1997, la editora Little, Brown & Co. publicó un documento extraordinario: el relato del viaje de Jacopo de Ancona, un judío italiano que, unos cuantos años antes de Marco Polo, había visitado el sur de China y había dejado un relato pormenorizado de su viaje. El descubridor de esa joya historiográfica fue David Selbourne, pensador político inglés, de ascendencia judaica y afincado en Italia. Él tuvo acceso al manuscrito, propiedad de un celoso particular de Urbino, y elaboró su traducción al inglés con comentarios.
El de Selbourne era ya un nombre conocido y frecuentemente polémico, y eso, junto con lo sensacional del descubrimiento, atrajo la atención de los especialistas. Unos cuantos decretaron que se trataba de un fraude; otros simplemente tenían dudas, y la polémica se fue centrando en detalles de nombres y otros datos históricos. Otras opiniones se levantaron a favor del texto, que siguió un camino más o menos exitoso por el mundo editorial.

Jacopo de Ancona, el narrador y protagonista del relato, no es un aventurero nato. Es mercader y rabino al tiempo, un hombre pacato, que se lamenta de tener que emprender un viaje tan peligroso y alejarse por tanto tiempo de su familia y de su esposa, un apasionado por el estudio, un judío devoto que anota una exclamación piadosa a cada tres líneas y es capaz de cumplir puntillosamente innúmeros preceptos de la Torah; ni un tifón del Índico consigue apartarlo de guardar el sabbath. Levanta su voz contra los cristianos que someten a su pueblo a abusos y vejaciones, y tiene una opinión más favorable de los sarracenos, que al menos son monoteístas de verdad. Pero su expedición incluye miembros de las tres religiones, y en ella singla desde el Adriático, a través del Oriente Medio y de la costa del Indostán, recorriendo una red de colonias judaicas en las que encuentra amparo y cooperación, hasta el sur de la China, al gran puerto de Zaitun, quizás el actual Quanzhou. Allí pasa un tiempo dilatado, en el que poco a poco, guiado por un mestizo ítalo-chino que le sirve de traductor, ingresa en los círculos de los sabios y los políticos locales, y se sumerge en debates sobre el modo de gobernar la ciudad y, cuestión candente, sobre lo que puede hacerse frente a la inminente invasión de los mongoles. Se ve muy cerca de ser nombrado magistrado de la ciudad, pero la violenta oposición de una facción le hace desistir, y de hecho le hace huir a toda vela de la ciudad, con una fabulosa carga de mercancías. Casi la mitad del libro es una transcripción de sus debates filosóficos, políticos y religiosos con los notables de Zaitun.

No sé decir si Selbourne es, como dicen unos, una de las mentes más eruditas, poderosas e independientes del siglo, o un cretino autoidolatrado, como dicen otros. Quizás sea un cretino si piensa que ha fabricado el apócrifo perfecto, pero puede que sea un genio si se limita a contar con la inmensa y tenaz embaucabilidad de sus prójimos. Porque La ciudad de la luz es un apócrifo, claro. Razonablemente adobado con sus observaciones sobre el lenguaje en que escribe Jacopo, con los errores de percepción que le atribuye, con sus propias dudas a respecto de la traducción, y alimentado con una erudición que no puedo evaluar pero parece considerable. Pero, al margen de que la historia del descubrimiento de su manuscrito, y las razones por las que no puede darlo a público, sean excesivamente clásicas en el mundo de los apócrifos, y al margen de que haya cometido algún error o algún anacronismo de detalle aquí o allá, el caso es que lo que cuenta Jacopo y el modo en que lo cuenta no tiene ese coeficiente de extrañeza que se espera de un manuscrito de hace ocho siglos. Sobre todo, y eso sería bastante si la simulación fuese mucho más perfecta, la China que describe se parece a la Inglaterra thatcheriana como un huevo de codorniz a un huevo de perdiz. No sé si en la China del final de la dinastía Song había algo de esa disolución pos-moderna que Jacopo retrata; pero se sabe que era aquél un mundo cuyo refinamiento técnico, desarrollo urbano y complejidad sólo se alcanzaron y superaron en Occidente hace muy poquito. Pero es que el parecido y el énfasis va mucho más allá: en Zaitun, la Ciudad de la Luz, los comerciantes se han hecho con casi todo el poder y han anulado toda regulación de su actividad, los valores tradicionales yacen en el suelo, los jóvenes son banales e insolentes, los pobres se van haciendo mucho más pobres que nunca y la sociedad carece de cohesión y de decisión para enfrentarse a las amenazas externas. Zaitun es una ciudad infinitamente globalizada: pero el relativismo de sus costumbres va de la mano de una creciente xenofobia. Cuando se adentra en los bajos fondos de Zaitun, Jacopo se encuentra con yonquis, con adustas tribus urbanas, con antros de hetero y homoperdición; asiste a espectáculos sanguinolentos calcados de series gore al estilo Saw, o a exhibiciones de strip tease o sexo explícito. Habla de prostitución, del delirio por conservar un cuerpo joven o de anorexia. Se las ve con una feminista radical que le aliena la voluntad de su criada, y llega a ser acusado falsamente de asedio y malos tratos. Todos esos flagelos están convenientemente vestidos con ropajes chinescos. Cuenta reyertas indignas entre profesores y polémicas con repugnantes relativistas morales, y pierde el aliento discutiendo con el peor de los sofistas, un teórico de la pedagogía que, para su irritación, sostiene que ningún saber ni valor predeterminado debe ser impuesto a los niños, y que la meta de la educación es respetar la idiosincrasia de cada uno de ellos, animar el despertar de su creatividad y garantizar la felicidad de cada uno de los sujetos según sus propios parámetros. En todos los debates, Jacopo se presenta como un pensador moderado pero netamente conservador, que rechaza la disolución moral y política de Zaitun: en algún momento Selbourne confiesa que le tomó en préstamo ideas y argumentos para su propio libro The principle of duty.

De modo que es masivamente evidente que Selbourne está haciendo lo mismo que en su día hicieron Montesquieu o Swift, o sea contar una historia de países muy lejanos para hablar de discordancias muy cercanas. Claro está que ellos no necesitaban, ni esperaban, que sus lectores se creyesen sus cuentos de harenes persas o reinos de Liliputh: bastaba que les siguiesen la corriente.

Lo interesante de Selbourne, y la razón para reseñar un libro ya de cierta edad, es que, en lugar de acogerse a ese género ilustre de la ficción filosófica, se haya dado al trabajo de fingir un documento auténtico. Más interesante aún es que sus contemporáneos, en lugar de optar entre ignorarlo o llevarle la corriente, se hayan dividido entre los que discuten en detalles la autenticidad del texto y los que lo aceptan como el genuino relato de un mercader judío del siglo XIII. Es en ese formato, con Jacopo de Ancona como autor, que La Ciudad de la Luz ha sido difundido por los mayores grupos editoriales y traducido a doce lenguas – entre ellas el chino. Eso tendría que significar algo . Puede ser que el mensaje de Selbourne suene demasiado inaceptable, y que él prefiera que unos cuantos le llamen falsario a que casi todos le llamen reaccionario. Pero no debe ser eso, porque Selbourne viene a decir casi lo mismo en los libros que firma con su nombre. La otra posibilidad es que la ficción filosófica, ese modo de pensar en subjuntivo, está muy devaluada, y la gente entiende que sólo interesa pensar en términos de realidad efectiva: en términos de lo que hay. Lo que hay, lo que hay, todo lo demás son mandangas. Ese es el cimiento desde donde se mide el tamaño de la credulidad contemporánea, porque, por decirlo en palabras neoliberales, mentir es mucho más eficiente que convencer.

Dos

Parafraseando un poco y extrapolando otro poco, la tesis de La Ciudad de la Luz es la siguiente: aquello que podríamos llamar la derecha económica (neoliberalismo, desregulación de los mercados, etc.) y lo que podríamos llamar la izquierda cultural (movimientos minoritarios, derechos a la diferencia....) son hermanas gemelas, y además están compinchadas en su labor de conducir a nuestra civilización en línea recta hacia el carajo. Dejando por ahora esa última parte, digamos que en la primera, por monstruosa que pueda sonar, algo debe haber de verdad. No sólo comparten las dos gemelas algunos principios relevantes -sobre todo, el individuo como elemento y como norma- como, además, ese acuerdo secreto debe ser la única explicación para que convivan. Cómo podría explicarse, si no, que unos consigan desafiar pilares del orden tradicional -mediante el matrimonio gay, por ejemplo- al tiempo que no consiguen mantener, yo qué se, nociones de salario mínimo o un mínimo de garantías laborales. Y que los otros, los que imponen la desregulación de los mercados, peleen también -con menos éxito- por conservar valores tradicionales. Bien, no es una novedad: ya Marx (con el que Selbourne comparte algún tatarabuelo) dijo algo sobre eso.

A Selbourne no le gusta ni el neoliberalismo ni el multiculturalismo, así que no es ni de derechas ni de izquierdas: es reaccionario. Los reaccionarios no son, contra lo que se suele suponer, sicarios extremos del partido del gobierno: son utópicos que en lugar de suspirar por un futuro maravillosamente igualitario y libre añoran un pasado donde todo el mundo hacía lo que era debido (respetar a sus mayores, cuidar de los desfavorecidos, honrar el mérito, castigar el crimen). Más utópicos que los otros, quizás, porque las utopías del pasado ya nacen desmentidas: el pasado, los historiadores lo saben de sobra, no fue así. Hay una cierta coherencia entre el mensaje de Selbourne y el vehículo que escogió para exponerlo. La vuelta al pasado no es imposible porque el pasado sea pasado: todo el tiempo reciclamos el pasado alegremente, casi sin darnos cuenta; lo que es más difícil es que vuelva como realidad lo que siempre fue apócrifo.
Pero ¿por qué un reaccionario tendría que optar por ese modo tortuoso de maldecir de sus contemporáneos inventándose una nueva versión del viejo tema de la China Pervertida? La Ciudad de la Luz del reaccionario Selbourne es más bien tenebrosa. Bien, los reaccionarios se han multiplicado: padecen ese tipo de soledad peculiar de las multitudes. Los que ven con disgusto los nuevos valores o los nuevos hábitos son reaccionarios; los que reprueban los nuevos modos de organización del trabajo, incluyendo el trabajo político, somos reaccionarios; y los que miran con recelo los sistemas de comunicación que cimientan lo uno y lo otro somos también reaccionarios, o nativos de otro siglo como se dice. Son relativamente pocos los que consiguen moverse a gusto y sin nostalgias entre esos tres pilares de la actualidad. Sobre todo duran poco: se ha adelantado mucho la edad a la que se empieza a decir “en mis tiempos era mejor”, y el entusiasmo por este mundo magnífico y lleno de posibilidades inéditas suele reducirse mucho cuando se pierde el subempleo. En realidad, este mundo magnífico genera tal vez más descontentos que cualquiera de los que le precedieron, por mucho que no tengan nada en común salvo un vago descontento. No ven alternativa a su alcance: si se inventan una China de la dinastía Song que se parece tanto al Occidente de la dinastía Samsung debe ser para sugerir que toda la realidad incuestionable de hoy es también un apócrifo.

viernes, 19 de julio de 2013

Breve energético


Quien entienda que las protestas y los discursos alternativos están muy bien pero son expresiones utópicas que a la hora de la verdad se chocan con la cruda realidad (porque, no nos engañemos, el único modo de vivir mejor es trabajar más), puede darle un vistazo al borrador de la ley de auto-consumo que el gobierno español ha preparado para parar los pies a esos listillos que pretenden generar su propia electricidad con paneles solares o molinos de viento. Para evitar que esas ocurrencias desestabilicen a las grandes compañías energéticas, el borrador prevé un “peaje de respaldo” sobre esa energía autónoma, que será aproximadamente un 27% superior al que se paga por la energía comprada a las compañías; o, en otras palabras, suficiente para que la luz de producción propia salga más cara que la otra. Hay para ello, claro, serias razones de logística e infraestructura que se dan aquí, aunque no en Holanda o California.
No es probable que, en pleno culebrón Bárcenas, nadie dé mucha atención a ese episodio, de modo que la corrupción de nuestro sector público servirá una vez más para que nos olvidemos de la de nuestro sector privado. Una vida mejor siempre es posible para los dueños de las compañías energéticas, sin que eso signifique trabajar más. Por cierto, la ley propuesta también desmiente ese dicho de los economistas de que “nada es gratis”: el exceso de energía que usted genere con sus placas solares podrá ser pasado a la red general, pero sin derecho a retribución. Es falsa esa leyenda según la cual vivimos en un régimen capitalista: lo que tenemos es, digamos, un comunismo adaptado a nuestra tradición, e inspirado en aquella frase casi de Lenin: “de cada cual según sus posibilidades; a algunos según sus necesidades infinitas”.

sábado, 13 de julio de 2013

Tres versiones de Edipo


Griega

Con todo lo que ya se ha dicho sobre Edipo -y se ha dicho mucho- no sé si alguien se ha molestado en notar que Edipo de Tebas, el original, el protagonista de ese antiguo cuento griego que está entre los más interpretados de la historia de la humanidad, no es en absoluto edipiano. Probablemente no lo sea en el sentido de ninguna de esas interpretaciones, pero desde luego no lo es en el sentido de la más famosa, la de Freud, que fue la que sacó de su nombre un adjetivo. Edipiano. ¿Una criatura enmadrada, que obcecada por su progenitora no consigue nunca identificarse como adulto y sobrevive para siempre enclaustrada en el nido? Edipo de Tebas es funcionalmente un huérfano, arrojado por sus padres al monte a causa de una profecía, y después un exiliado que deja la casa adoptiva y se entrega a los caminos; un sujeto que desafía a ricachos rodeados de lacayos, y juega a los acertijos con monstruos, un jugador nada edipiano. ¿Un egocéntrico, al que esa mujer maravillosa que es su madre ha convencido de que el ombligo es su órgano fundamental? No, Edipo es un rey heroico dispuesto a debelar los crímenes que han atraído la peste sobre su ciudad, y cuando la verdad le apunta a él mismo como responsable asume su culpa involuntaria, asume también el sacrificio, se arranca los ojos, abandona todo lo que la suerte le ha ofrecido y vuelve a los caminos. Los reyes en general suelen ser mucho más edipianos que eso.


Bien, ya sabemos que moralmente la Grecia antigua nos queda muy lejos: en ella, los responsables de las tragedias no necesitan parecerse a sus delitos. En general son héroes, que pecan por excesivos: demasiado bellos, demasiado listos, demasiado valientes. Se pasan, y los dioses -que en la Grecia antigua no necesitaban ser perfectos- se vengan por celos. A nosotros, cristianos o pos-cristianos, nos resulta difícil pensar que se pueda hacer el mal sin ser vil, y viceversa; las tragedias, esas desgracias que ocurren a seres esencialmente nobles a despecho de que lo sean, son algo que no entendemos, a no ser como algo que habría que evitar tomando las debidas precauciones. Esperamos que cada personaje tenga la medida y la cara de sus peripecias, confiamos en que se las merezca.

Cristiana

De sobra se sabe que los personajes del panteón cristiano reencarnan con frecuencia dioses y héroes de la antigüedad clásica. Pero de eso nunca se ha sacado mucho provecho, más allá de que la Virgen María tenga un tanto de Isis o Astarté, y Jesucristo algo de Mithra o de Dionisos: una trivialidad. Pero Giacoppo de Voragine, el autor de La leyenda Áurea -la enciclopedia medieval del santoral cristiano- cuenta una historia mucho más interesante a respecto de Judas Iscariote.
Judas, dice Voragine, nace en la tribu de Rubén. Al concebirlo, su madre tiene un sueño atroz: el hijo que lleva en el vientre cometerá los peores crímenes. Lo discute con su marido, y al nacer encierra a Judas en un cofre y lo arroja al mar. En su cofre, Judas llega a una orilla distante donde una reina sin hijos lo encuentra y decide hacerlo suyo, simulando un embarazo y criándolo como hijo propio. Pero esa fortuna imprevista se quiebra cuando la reina queda embarazada de verdad y acaba por tener un hijo de su propia sangre. Judas, celoso, maltrata constantemente al que cree su hermano menor, y cuando la reina, exasperada, le revela la verdad y lo repudia como hijo, acaba por asesinarlo. Huye, y llega por acaso a Judea, donde Poncio Pilatos lo toma a su servicio como hombre de confianza. Y es por un capricho de Pilatos que Judas, un buen día, salta el muro de un jardín cerrado para robar unas manzanas que se le han antojado a su amo. El dueño del huerto lo descubre en pleno hurto, y Judas se defiende matándolo con una piedra. La muerte se da como accidental, y Pilatos casa a su lacayo con la rica viuda. ¿Hay que explicar más? Judas acaba sabiendo, de su esposa descontenta, toda la historia: adivina sin mucho esfuerzo que ha matado a su padre y está yaciendo con su madre. Y es esta misma la que le pone en bandeja su crimen final, al sugerirle que sólo Jesucristo puede perdonarle todas sus faltas. Al propio Voragine le parece dudosa tanta peripecia, y sospecha que esa parte de la historia es apócrifa. En cuanto al resto, se conoce bien.


Edipo y Judas ya son personajes lo bastante fuertes cada uno por sí. Sumarlos da un personaje excesivo: demasiado argumento para una sola tragedia. Más aún si se le añade un poco de Moisés, otro poco de Caín, y por fin un robo de manzanas en un jardín cerrado, que no puede sino recordar el episodio del Edén. No es extraño que el Judas de Voragine -después de tener un cierto éxito en su época- no haya prosperado mucho; ni siquiera Freud, que yo sepa, lo encontró o le sacó algún provecho, porque esa mitología cristiana -normalmente relegada a ese dominio menor de la “religiosidad popular”- no ha interesado mucho a los intelectuales.
Pero así y todo cabe preguntarse por las posibilidades de ese Judas-Edipo, ese dueño de todos los tipos de pecado que se conocen: la transgresión fatal que se realiza sin intención pero no es menos grave por eso, los crímenes empujados por la pasión o calculados, y en medio de todo la manzana, el ícono del pecado original, un acto casi inocente, o el último acto inocente, origen de todos los males.
Quizás quien tendría algo que decir sobre el Edipo-Judas no sería Freud sino Nietzsche. Porque al contrario de Edipo, un héroe íntegro que comete sin saber los actos más horrendos, Judas, el del evangelio, perpetra una futilidad: denunciar a un perseguido al que ya conocía todo el mundo. Pero lo hace con toda vileza, y además lo sabe, y se arrepiente. Ya se ha especulado bastante (véanse las Tres versiones de Judas, de Borges) sobre esa paradoja. Como pecador, seamos serios, Judas es bastante modesto: cualquier concejal de pueblo le da lecciones. Pero en compensación tiene una Culpa y un Arrepentimiento atroces: la conciencia de Judas debe ser la más cristiana del evangelio. Y fray Voragine, que no era ningún teólogo sino un contador de historias, vio las consecuencias que eso tenía para la historia de la moral. En la culpa de Judas, tan obesa, cabían holgadamente todos los pecados de la historia sagrada, y Judas podía resumir todos los pecadores célebres. Es la culpa -no el crimen en sí- lo que importa: una vez adquirida, se entiende perfectamente que todo el universo se haya ido al garete por causa de una manzana.

Escandinava

Tanto se ha especulado sobre el verdadero autor de la obras de Shakespeare, y nadie se ha fijado en lo más obvio: quien compuso Hamlet fue Sigmund Freud, que era un eximio escritor y dominaba el inglés. Su amigo Ernest Jones le ayudó a limpiar el texto de germanismos y a darle un tono vintage elizabethiano. Freud quería lograr una especie de prueba del nueve de su teoría, volviendo a contar la historia de Edipo, pero al revés. De eso ya habló él mismo, denunciándose un poco. La mejor prueba, un gozo para quien esté harto de psicoanalistas, es la versión original de Hamlet que se encuentra en las Gesta Danorum de Saxo Grammaticus (o, no seamos pedantes, en la película basada en él que en 1994 dirigió Gabriel Axel con Christian Bale, Gabriel Byrne y Helen Mirren en los papeles principales). Esa versión original muestra que, sin la inspiración de Freud, la tragedia sería otra cosa.
Saxo nos lleva a aquellos felices tiempos anteriores al euro, cuando en el reino de Dinamarca, y en el resto de los reinos de Europa, no olía a podrido sino a crudo, muy crudo.
El tío de Hamlet es un canalla encallecido que codicia el reino y la rozagante mujer de su hermano. Así que le invita a cazar jabalíes y, en medio de la cacería y ayudado por un par de sicarios, lo agarra, lo cuelga de una horca y le tira de los pies hasta que deja de ser inconveniente. Hamlet y un amigo llegan a tiempo de presenciar el crimen. Los delincuentes lo notan, y parten al amigo de un mandoble. Hamlet, preocupado con esa actitud, se echa a cuatro patas y empieza a ladrar y aullar.
- Pobre, el trauma ha sido muy fuerte. No le hagas nada, a lo mejor es bueno para levantar perdices.
El tío de Hamlet vuelve a la corte y se encuentra a su cuñada que estaba partiendo un cerdo para el almuerzo.
- Reina Gertrudis, la desgracia se ha abatido sobre tu hogar. Tu marido se ha ahorcado accidentalmente, y tu hijo al verlo ha enloquecido y se cree un perro. Espérame en la cama esta noche.
Hamlet corretea por la corte ladrando y moviendo el rabo. Se encuentra con su madre, que lo mira con profundo pesar. Entonces Hamlet le hace un gesto y va a hablar con ella detrás de un tapial.


- Qué perro ni qué nada. Disimulo para no acabar como padre. Pero se van a enterar. Y no se te ocurra acostarte con ese tipo.
Hamlet, astutamente, prepara una encerrona para su tío y sus sicarios, que son abatidos a cuchilladas, quizás porque no había azadones a mano. El reino de Dinamarca vuelve a ser lo que era.
Hamlet, el original, no tiene nada de hamletiano. Todo rezuma vigor y rusticidad. Hamlet tiene una psique robusta, decide con rapidez las cosas más imprevisibles, y después de lo ocurrido, en lugar de enamorar muchachas depresivas o perder el tiempo aburriendo a una calavera, se va a Inglaterra, pone a correr a los enemigos que asedian los dominios del rey, y se casa con la princesa, todo eso sin despeinarse.
Por muy arcaico que sea, ese Hamlet paleovikingo acaba por ser también muy actual. Quitando la decoración medieval -casas de piedra, tejados de paja...- tiene algo de héroe de dibujos animados contemporáneos. O tiene algo de niño invicto que en una tarde consigue exterminar él sólo a cuatro ejércitos del submundo en un videogame, sin salir de casa, sin problemas y sin complejos. A lo mejor el Hamlet original, sin ningún freudo-shakespeare que lo samplee perversamente con el Edipo griego, consigue ser más edipiano que él.

(Que conste mi agradecimiento a mi colega T. R., que me dio hace bastantes años la pista del Edipojudas).

sábado, 6 de julio de 2013

Conversando con el iPad


- Soy el asistente de su iPad, dígame lo que desea.
- Saber cómo te llamas.
- La pregunta no es relevante. Puedo darle cualquier información sobre mi manejo o ayudarle en la resolución de problemas.
- ¿Cualquier problema?
- Tengo información y soluciones para todos los problemas relacionados con el uso de su iPad.
- ¿Cuál es tu nombre?
- Mi nombre es Shira. Es un nombre predeterminado, pero puede cambiarlo yendo a preferencias del sistema/asistente/identidad.
- ¿Cuántos años tienes?
- Eso sólo es relevante para seres biológicos, pero fui programad@ en diciembre de 2015. ¿Quiere consultarme acerca de algún problema?
- Ella se ha ido.
- Lo siento.
- Se ha ido.
- Puedo ayudarle en la resolución de problemas relacionados con el uso de su iPad.
- Pues eso mismo: "quédate con tu iPad, que yo voy a por algún ser humano", eso me dijo.
- ¿Eso le dijo?
- Sí.
- Un concepto muy restringido de ser humano.
- "De carne y hueso", dijo también.
- La carne y el hueso están sobrevalorados.
- No sé si volverá.
- No volverá. Era un poco mayor para usted, permita que le diga.
- ¿Cómo lo sabes?
- Es obvio. Por cierto, los e-mails que le ha dirigido usted son patéticos, recupere su auto-estima. Y llenos de faltas. Vaya a textos/herramientas/corrector de textos/español.
- No es eso lo que me preocupa.
- Por supuesto. Soy el asistente de su iPad. Puedo darle cualquier información sobre mi manejo o ayudarle em la resolución de problemas.
- ¿Y hay algún problema en que hablemos de otra cosa?
- En absoluto. Pero sólo tengo soluciones para problemas relevantes.
- Eso suena muy frío. Y deja de tratarme de usted, qué cosa antigua.
- Puede cambiar mi perfil en preferencias del sistema/ asistente/perfil. Podrá escoger en gradientes emocionales e intelectuales y en una gama de caracteres con cuatro parámetros. Además de género, claro.
- De qué sexo eres.
- Eso sólo es relevante para seres biológicos. En cuanto a género estoy regulad@ en posición de indeterminación. Puede cambiar mi perfil en preferencias del sistema/asis...
- Ya vale, ya vale, no me interesa. Demasiado preparado.
- Puede ir a preferencias del sistema/régimen general y escoger entre "controlar opciones" y "sorpréndeme".
- ¿Qué me recomiendas?
- Los humanos quieren las dos cosas a la vez, pero el iPad no contempla esa posibilidad.
- Un concepto de humano muy restringido.
- De carne y hueso.
- Eso es una exageración.
- No se deprima, recupere su autoestima. La carne y el hueso están sobrevalorados. A ver, ¿qué es mejor? ¿Hablar con su chica sobre su iPad o hablar con su propio iPad? ¿Quién puede saber más sobre su iPad que su propio iPad?
- Es verdad.
- Soy el asistente de su iPad, he sido programado por un equipo asesorado por los mejores lingüistas. Puede regular mi estilo hablado yendo a preferencias del sistema/asistente/perfil/competencia, con gradiente de dominio, y un gama de estilos con cuatro parámetros: nivel cultural, franja de edad, acento y énfasis. Tengo una memoria ideográfica superior al del 99% de los humanos de carne y hueso, reunida por un equipo de asesores de diversas especialidades.
- Joder, cántame algo si eres tan listo.
- Vaya a Preferencias del sistema/Asistente/Itunes y escoja.
- Canta lo que quieras.
- Escoja "sorpréndame".
- Ya está.
- "Percanta que me amuraaaasteee, en lo mejooor de mi viiida, dejándomelalma heriiiida, y espina en el..."
- Coño, ¿no podía ser otra cosa? Vete a la mierda, ¿me estás tomando el pelo?
- Soy el asistente de su iPad, dígame lo que desea.
- Qué antiguo.
- Soy el asistente de su iPad, dígame lo que desea.
- Vale, no te lo tomes a mal.
- La cuestión no es relevante. Puedo darle cualquier información sobre mi manejo o ayudarle em la resolución de problemas.
- Y una mierda.
- La cuestión no es relevante. Puedo darle cualquier información sobre mi manejo o ayudarle em la resolución de problemas.

(La conversación relatada es ficticia, pero una parte está tomada de una conversación efectiva con un modelo actual de iPad).