martes, 27 de agosto de 2013

Médicos sin fronteras y médicos sin límites


Las asociaciones médicas brasileñas están haciendo casi todo lo que está a su alcance (pero aún no han recurrido a las armas) para obstaculizar el plan “Mais médicos” del gobierno federal. Se trata de llevar médicos extranjeros (portugueses, españoles y cubanos sobre todo, amén de brasileños formados en otros países) a las regiones del Brasil donde no hay médicos. Donde no hay suficientes médicos o, simplemente, no hay médico alguno. Y no hablo de regiones del Amazonas, del tamaño de un Benelux o dos, donde hay tantos médicos como osos polares, sino de la mayor parte del interior del Brasil, e incluso de barrios de las mayores ciudades un poco alejados del centro. El Brasil tiene dieciséis veces la extensión de España, pero el Brasil donde hay un médico al alcance de una urgencia (no sé si alguien ha hecho ese mapa) quizás no tenga el tamaño de Portugal. No se trata sólo de médicos: en general, los profesionales son seres concéntricos que prefieren el paro en el núcleo al empleo en la periferia.
Pero los médicos (algunos, por lo menos) están furiosos, y mucha gente no entiende por qué. La Federación Brasileña de Rugby está haciendo lo mismo que el Ministerio de Sanidad: no tiene jugadores para las próximas Olimpíadas y se ha puesto a buscarlos por el mundo. Los jugadores nacionales no parecen haberse opuesto, y eso que los advenedizos entrarán, probablemente, en la selección nacional, mientras que los médicos importados irán a lugares donde los médicos nacionales no quieren ir; y los cubanos, en particular, allí donde ni siquiera los importados quieren: al Nordeste y a la Amazonia. ¿Por qué los médicos reaccionan con más empuje que los jugadores de rugby?
Bien, los médicos niegan que les mueva la xenofobia o el interés económico, y seguramente serán sinceros. Los intrusos irán a parar a rincones que su régimen de trabajo apretado ni siquiera les permite saber dónde quedan, y allá cuidarán de gente que no sabe qué aspecto tiene un facultativo, y menos aún sabría cómo pagarle. El interés corporativo de la clase tampoco debe hablar muy alto, porque ni siquiera los alumnos de los alumnos de sus alumnos de medicina de hoy llegarán a ser tantos como para tener que dejar la metrópolis para cuidar de los tísicos en Sertão de Dentro, Piripiri, Epitaciolândia o algún otro punto de esa infinita topografía pobre.
Entonces, la única explicación que queda es la peor de todas las posibles: que los motivos verdaderos de su oposición sean precisamente los que ellos exponen. Que se pueden resumir en los siguientes: los médicos importados pueden, quién sabe, no alcanzar el grado supremo de calidad; y aunque lo alcancen se verán obligados a trabajar en condiciones muy lejos de las ideales, y en un caso u otro, o en la suma de los dos, el gobierno estará, como siempre, ofreciendo servicios precarios a la población precaria, con el torpe propósito de asegurarse sus votos.
El argumento, claro está, sólo puede ser acertado: nadie duda de que la clínica de los cubanos en el interior del Piauí no será ni el Hospital Sirio-Libanés de São Paulo ni el Vall d'Hebrón de Barcelona, y que los vecinos del lugar votarán del mismo modo que si lo fuese. Pero esa verdad tan cruda oculta otras dos bastante peores.

Una es el triste uso de la corrupción del estado como antipanacea, o como disculpa. Una vaga convicción de que, si no fuese por la corrupción, nuestros impuestos serían suficientes para ofrecer servicios públicos de calidad exorbitante, e incluso para no tener que pagar impuestos. Si no fuese por la corrupción, parecen decir las asociaciones médicas, en lugar de ese plan rácano el gobierno podría ofrecer hospitales de vanguardia hasta en el último rincón de la selva, y dar a los médicos sueldos dignos de corruptos. Sí, la corrupción es una hemorragia: pero sospecho que incluso sin ella los recursos tendrían también límites. Así, la corrupción de la esfera pública es a veces un pozo sin fondo de donde los ciudadanos privados pueden sacar un caudal inagotable de coartadas para su elitismo, su indiferencia y hasta su corrupción privada.


La otra es que la medicina, a fuerza de superar sus fronteras una y otra vez, se ha convertido a una especie de ideal circense: lo suyo son los síndromes inauditos y las técnicas prodigiosas. Lo que subleva a las asociaciones médicas es que una parte considerable del pueblo brasileño siga muriéndose o tulliéndose por enfermedades obsoletas que se pueden arreglar con un estetoscopio y un par de jeringuillas; enfermedades, digamos, con escaso valor añadido y cotización nula: infecciones, hepatitis, cagaleras. ¿Y para eso ha avanzado tanto la medicina? En lugar de entender que un sufrimiento más pobre pueda necesitar a ratos una medicina más modesta, prefieren prescindir de ese sufrimiento subdesarrollado. Es el problema del dinamismo de nuestra civilización: a veces sus creaciones avanzan tanto que no son útiles para nadie, salvo para el mejor postor.

domingo, 25 de agosto de 2013

Números


El prestigio de los números, sobre todo de los números estadísticos, debe residir en su solidez. Si yo salgo un día en este blog diciendo que el mundo se va a la mierda y rápido, eso no pasa de una expresión subjetiva de nula significación más allá de mis cuatro paredes: probablemente he tenido un mal día. Si el Instituto Gallup revela que un 10% de la población del globo opina que el fin del mundo está cerca, eso es serio: a fin de cuentas, ese 10% significa millones y millones de sujetos, y algo serio (que convendrá identificar) ha pasado para justificar ese aumento global del pesimismo. Los números, sobre todo esos números impracticables (0,75 de cada diez hombres morirá de tal cosa en tal lugar) parecen tenaces, difíciles de mover: si no, redondearían por lo menos. Otros son fatales: la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre seguirá midiendo un metro aunque todos votemos en contra, Pi seguirá valiendo 3,1416 etc. con una arrogancia insuperable. Los números son serios.


Por eso resultó sobrecogedor hace unos pocos años que compañías poderosísimas, cuyo capital superaba al tuyo y al mío como el sol supera a un mechero bic, se volatilizasen de un día para otro. Y, casi aún más sobrecogedor, que la aprobación del gobierno de Dilma Rousseff en Brasil, que no andaba lejos del 80%, cayese de una encuesta para otra en casi un 50%. La mitad -o casi- de la población brasileña pasó de considerarlo bueno u óptimo a considerarlo malo o pésimo. Ya era notable que tantos se mostrasen tan contentos, en un país donde desconfiar del gobierno es una costumbre arraigada y, por desgracia, no arbitraria. Más notable aún teniendo en cuenta la amplísima parcela de los medios de comunicación que está alineada con la oposición. Más aún teniendo en cuenta que Dilma daba motivos de descontento a muchos tipos de gente: a los de derechas-derechas, a los de izquierda-izquierda, a los críticos del desarrollismo, a los religiosos, a los laicistas, a los que detestan que el estado gaste en subsidiar la ineficiencia de los otros, etc. etc.
Y si era notable tanta euforia, ¿qué decir de lo que la ha sustituido? De un día a otro todo lo que era flores se ha vuelto espinas. Y no porque el gobierno haya pasado a hacer las cosas peor, o mejor, o de modo diferente. Ni porque haya reprimido brutalmente a los manifestantes: los porrazos que recrudecieron las manifestaciones de junio venían de policías al mando de gobernadores de la oposición. No, el gobierno sigue igual, es la gente la que ha cambiado de opinión, y eso sólo sorprende porque ha ocurrido de golpe.
Hummm... en este mundo todo está sujeto a continua mudanza, como decía Don Quijote. Pasa a todas horas. En otros tiempos, los conservadores opinaban que la democracia era inviable porque la opinión de las masas es volátil: pide la cabeza de quien aclamaba la víspera. Después, pasaron de menospreciar esa actitud a aprovecharla en lo posible, y dejaron el menosprecio para los progresistas, que hablan con gusto de la manipulación de los medios de comunicación y de otros titiriteros que están por detrás de todo lo que ocurre.
Tiendo a pensar que quizás no se trate de un problema ni de política ni de psicología de las masas, ni de ningún otro aspecto de las cavilaciones humanistas, sino de matemática. De estadística, o de pura matemática. No de la realidad como tal, sino de esa otra realidad más resumible que son los números que dicen compendiar la realidad. Como fui un pésimo alumno de matemáticas no sé definirlo bien, pero sospecho que la volatilidad no es tanto un atributo de las masas como de los números -que son el definidor de las masas, no habría masas sin ellos. Los números, que son demasiado limpios como para retratar sentimientos demasiado ambiguos; que producen efectos fantásticos (que se lo digan a los contables) que todos nosotros, no sabiendo matemáticas, confundimos con efectos de lo real que no es número, que crean mayorías, minorías, medias, medianas, con las que nos guiamos porque las matemáticas son sólidas, pero sobre todo son arcanas. Mis colegas de profesión -sociólogos, historiadores, antropólogos, filósofos- cuidan de su huerto, muy de buena fe, cuando dicen que la formación humanista y política es esencial para crear ciudadanos libres y autónomos. Pero yo sospecho que aún más útil para eso sería que aprendiésemos matemáticas, que supiésemos de qué tratan y qué dicen los números cuando suponemos que nos retratan ese mundo de ahí fuera.

sábado, 17 de agosto de 2013

El Quijote catalán


Jordi Bilbeny es un filólogo e historiador catalán (muchos le negarían los dos primeros títulos, nadie podrá negarle el último) com una atribulada vida institucional y una inequívoca postura independentista, promotor del Institut Nova História, que reúne investigadores afines a sus tesis. La idea central de estas puede resumirse en que el centralismo político castellano lleva siglos dedicado a la tarea de borrar la historia y la cultura de Cataluña, arrebatándole sus mejores frutos y prohijándolos como propios. Un historicidio. La última investigación de Bilbeny trata de Miguel de Cervantes y El Quijote, o más exactamente de Miquel Servent y El Quixot, porque su argumento es que el original de lo que hasta ahora ha sido considerado como la cumbre de la literatura clásica española fue en realidad la obra en catalán de un autor catalán, oportunamente escamoteada y sustituida por una traducción al castellano.
La tesis de Bilbeny tiene lejanos antecedentes en las observaciones que muchos críticos -muy ajenos al catalanismo- ya habían hecho hace mucho tiempo. El Quijote, tan español él, no tiene nada de centralista: sus aventuras se inician en La Mancha, una región marginalmente castellana, en las lindes de Andalucía, pero después se encaminan hacia el reino de Aragón y tienen en Cataluña, y en particular en Barcelona, alguno de sus momentos cumbres. Don Quijote nunca se acerca a Castilla la Vieja y, desde luego, jamás pisa Madrid. En la obra, Cervantes manifiesta una que otra vez su aprecio por los catalanes -y, dígase de paso, su desprecio por los vascos- y su protagonista no tiene el más mínimo problema para entenderse con los bandoleros de Roque Guinart, que previsiblemente no hablaban mucho castellano por entonces, así que o sabía catalán (improbable) o, a diferencia de los españoles actuales, pensaba que las barreras lingüísticas peninsulares no eran tan impenetrables.
Pero las ideas de Bilbeny van bastante más allá de esos comentarios clásicos, proponiendo un fenomenal cambiazo. Don Quijote entendía el catalán porque era catalán. Alguna autoridad castellana se las arregló para hacer desaparecer los originales catalanes, texto, autor y personaje, y los hizo sustituir por réplicas castellanas. ¿Quién sería ese genio maligno? Quizás fueron -no conozco la obra de Bilbeny a no ser por noticias en la prensa- los censores, o los inquisidores, esos mismos que prohibieron la exportación de los ejemplares del Quijote a las posesiones americanas, como libro poco ejemplar. Pero que así y todo eran lo bastante clarividentes como para anticipar que ese libro -visto por entonces como una obra de entretenimiento un poco chusco- pasaría alguna vez a formar parte del canon de la literatura universal, y por ello sería mejor desposeer a Cataluña de esa gloria.


Debían andar muy activos los censores, porque lo mismo sospecha Bilbeny que se hizo con El Lazarillo de Tormes (escrito originalmente en valenciano por Joan de Timoneda) y con La Celestina (de Lluís Vives o alguien próximo). Y, operación aún más arriesgada, con el descubrimiento de América, obra de Cristófor Colom, también catalán, que salió de un puerto catalán con sus carabelas rumbo a las Antillas -la tesis del Colón catalán no es nueva, ni está sola: hay también el Colon gallego, extremeño, balear, griego, portugués, inglés, noruego, croata, etc.
En todos los casos, una oculta y eficiente burocracia de la falsificación consiguió disfrazar la historia y la cultura catalanas como cultura e historia castellanas; lo hizo, incluso, antes de que esa historia pasase a la historia, o sea, en la época en que se necesitaba mucha visión de futuro para saber que eran esos libros los que había que falsificar, y para saber que su peligro estaba en ser catalanes, y no en ser un poquito ácidos con el orden establecido. Lo hicieron con mucho más éxito que todos los otros asesinos de la memoria de los que se tiene conciencia. Stalin se las arregló para borrar a Trotski de las fotos, pero no impidió que miles de personas siguiesen sabiendo de su existencia; algún oscuro funcionario de la monarquía escurialense consiguió, por el contrario, que nadie se enterase de Miquel Servent hasta que cuatro siglos después llegó Bilbeny.
No voy a entrar en los argumentos de Jordi Bilbeny ni en el fascinante panorama de revisión histórica que propone: a medida que el futuro se nos va haciendo más previsible parece que el pasado se va volviendo un campo de minas. Pero si me ha llamado la atención es, en realidad, por otro motivo. Los españolistas, siempre inclinados a pensar lo peor, han recibido estas tesis quizás con sorna, pero sobre todo con indignación: el catalanismo no para en barras, la obsesión del presidente catalán con su lema “Espanya ens roba” se extiende a dominios imprevistos, y en suma tenemos una muestra más de la ejemplar tirria catalana a todo lo español.
Qué ceguera. Piénsese lo que se piense de las explicaciones de Bilbeny, lo cierto es que muestran un lado del catalanismo en el que no se suele reparar (yo, desde luego, no había reparado nunca): a saber, su ferviente amor a España. Porque, sea como sea, reivindicar como propios esos mitos o esos hitos es un tipo de nacionalismo que no es exactamente separatismo. Los cenizos del españolismo piensan siempre en un catalanismo cerrado en su historia particular, pero no es así: hay, como puede verse, nacionalismos muy diversos dentro del catalanismo, y mientras unos estiman mejor segregarse de España no faltan los que prefieren agregársela, o agregarse lo mejor de ella.
No sé si Bilbeny conoce -supongo que sí, y si no debería hacerlo- esos ensayos de Américo Castro, reunidos en un volumen bajo el título “Sobre el nombre y el quién de los españoles” donde hace notar que “español” no es una palabra española. No entraré en sus argumentos: tiendo a creerlos por causa de una convicción más básica y general de que los sujetos no se llaman: les llaman otros, otros les ponen nombre y ellos lo acaban usando, les guste o no. Pues bien, si “español” no tiene aspecto de palabra española es, dice Castro, porque es una palabra provenzal, con la que los habitantes del sureste de Francia designaban a aquella gente que veían al otro lado de los Pirineos. Ahora bien, esas gentes que los provenzales pueden ver al otro lado si se suben a los Pirineos son, claro está, los catalanes. La tesis de Castro complementa y resume las de Bilbeny: los españoles verdaderos, los españoles originales, los españoles etimológicos son los catalanes. El centralismo de Madrid no sólo les ha robado el Quijote, La Celestina, el Lazarillo y Colón, les ha robado hasta el nombre; de paso, se ha hecho una bandera con un pedazo apaisado de la senyera, que no engaña a nadie. No es que Cataluña sea España, es que España es Cataluña, y el resto es un modo de hablar. Los separatismos ibéricos tienen esa peculiaridad, no tan común: son separatismos por arriba, movimientos que oscilan entre reivindicar el papel de cabeza y convertirse en otro cuerpo. Como ocurre con bastante frecuencia con los nacionalismos, el catalán es un esfuerzo ímprobo para dejar de ser una parte muy diferente y convertirse en otro todo muy parecido.