sábado, 17 de agosto de 2013

El Quijote catalán


Jordi Bilbeny es un filólogo e historiador catalán (muchos le negarían los dos primeros títulos, nadie podrá negarle el último) com una atribulada vida institucional y una inequívoca postura independentista, promotor del Institut Nova História, que reúne investigadores afines a sus tesis. La idea central de estas puede resumirse en que el centralismo político castellano lleva siglos dedicado a la tarea de borrar la historia y la cultura de Cataluña, arrebatándole sus mejores frutos y prohijándolos como propios. Un historicidio. La última investigación de Bilbeny trata de Miguel de Cervantes y El Quijote, o más exactamente de Miquel Servent y El Quixot, porque su argumento es que el original de lo que hasta ahora ha sido considerado como la cumbre de la literatura clásica española fue en realidad la obra en catalán de un autor catalán, oportunamente escamoteada y sustituida por una traducción al castellano.
La tesis de Bilbeny tiene lejanos antecedentes en las observaciones que muchos críticos -muy ajenos al catalanismo- ya habían hecho hace mucho tiempo. El Quijote, tan español él, no tiene nada de centralista: sus aventuras se inician en La Mancha, una región marginalmente castellana, en las lindes de Andalucía, pero después se encaminan hacia el reino de Aragón y tienen en Cataluña, y en particular en Barcelona, alguno de sus momentos cumbres. Don Quijote nunca se acerca a Castilla la Vieja y, desde luego, jamás pisa Madrid. En la obra, Cervantes manifiesta una que otra vez su aprecio por los catalanes -y, dígase de paso, su desprecio por los vascos- y su protagonista no tiene el más mínimo problema para entenderse con los bandoleros de Roque Guinart, que previsiblemente no hablaban mucho castellano por entonces, así que o sabía catalán (improbable) o, a diferencia de los españoles actuales, pensaba que las barreras lingüísticas peninsulares no eran tan impenetrables.
Pero las ideas de Bilbeny van bastante más allá de esos comentarios clásicos, proponiendo un fenomenal cambiazo. Don Quijote entendía el catalán porque era catalán. Alguna autoridad castellana se las arregló para hacer desaparecer los originales catalanes, texto, autor y personaje, y los hizo sustituir por réplicas castellanas. ¿Quién sería ese genio maligno? Quizás fueron -no conozco la obra de Bilbeny a no ser por noticias en la prensa- los censores, o los inquisidores, esos mismos que prohibieron la exportación de los ejemplares del Quijote a las posesiones americanas, como libro poco ejemplar. Pero que así y todo eran lo bastante clarividentes como para anticipar que ese libro -visto por entonces como una obra de entretenimiento un poco chusco- pasaría alguna vez a formar parte del canon de la literatura universal, y por ello sería mejor desposeer a Cataluña de esa gloria.


Debían andar muy activos los censores, porque lo mismo sospecha Bilbeny que se hizo con El Lazarillo de Tormes (escrito originalmente en valenciano por Joan de Timoneda) y con La Celestina (de Lluís Vives o alguien próximo). Y, operación aún más arriesgada, con el descubrimiento de América, obra de Cristófor Colom, también catalán, que salió de un puerto catalán con sus carabelas rumbo a las Antillas -la tesis del Colón catalán no es nueva, ni está sola: hay también el Colon gallego, extremeño, balear, griego, portugués, inglés, noruego, croata, etc.
En todos los casos, una oculta y eficiente burocracia de la falsificación consiguió disfrazar la historia y la cultura catalanas como cultura e historia castellanas; lo hizo, incluso, antes de que esa historia pasase a la historia, o sea, en la época en que se necesitaba mucha visión de futuro para saber que eran esos libros los que había que falsificar, y para saber que su peligro estaba en ser catalanes, y no en ser un poquito ácidos con el orden establecido. Lo hicieron con mucho más éxito que todos los otros asesinos de la memoria de los que se tiene conciencia. Stalin se las arregló para borrar a Trotski de las fotos, pero no impidió que miles de personas siguiesen sabiendo de su existencia; algún oscuro funcionario de la monarquía escurialense consiguió, por el contrario, que nadie se enterase de Miquel Servent hasta que cuatro siglos después llegó Bilbeny.
No voy a entrar en los argumentos de Jordi Bilbeny ni en el fascinante panorama de revisión histórica que propone: a medida que el futuro se nos va haciendo más previsible parece que el pasado se va volviendo un campo de minas. Pero si me ha llamado la atención es, en realidad, por otro motivo. Los españolistas, siempre inclinados a pensar lo peor, han recibido estas tesis quizás con sorna, pero sobre todo con indignación: el catalanismo no para en barras, la obsesión del presidente catalán con su lema “Espanya ens roba” se extiende a dominios imprevistos, y en suma tenemos una muestra más de la ejemplar tirria catalana a todo lo español.
Qué ceguera. Piénsese lo que se piense de las explicaciones de Bilbeny, lo cierto es que muestran un lado del catalanismo en el que no se suele reparar (yo, desde luego, no había reparado nunca): a saber, su ferviente amor a España. Porque, sea como sea, reivindicar como propios esos mitos o esos hitos es un tipo de nacionalismo que no es exactamente separatismo. Los cenizos del españolismo piensan siempre en un catalanismo cerrado en su historia particular, pero no es así: hay, como puede verse, nacionalismos muy diversos dentro del catalanismo, y mientras unos estiman mejor segregarse de España no faltan los que prefieren agregársela, o agregarse lo mejor de ella.
No sé si Bilbeny conoce -supongo que sí, y si no debería hacerlo- esos ensayos de Américo Castro, reunidos en un volumen bajo el título “Sobre el nombre y el quién de los españoles” donde hace notar que “español” no es una palabra española. No entraré en sus argumentos: tiendo a creerlos por causa de una convicción más básica y general de que los sujetos no se llaman: les llaman otros, otros les ponen nombre y ellos lo acaban usando, les guste o no. Pues bien, si “español” no tiene aspecto de palabra española es, dice Castro, porque es una palabra provenzal, con la que los habitantes del sureste de Francia designaban a aquella gente que veían al otro lado de los Pirineos. Ahora bien, esas gentes que los provenzales pueden ver al otro lado si se suben a los Pirineos son, claro está, los catalanes. La tesis de Castro complementa y resume las de Bilbeny: los españoles verdaderos, los españoles originales, los españoles etimológicos son los catalanes. El centralismo de Madrid no sólo les ha robado el Quijote, La Celestina, el Lazarillo y Colón, les ha robado hasta el nombre; de paso, se ha hecho una bandera con un pedazo apaisado de la senyera, que no engaña a nadie. No es que Cataluña sea España, es que España es Cataluña, y el resto es un modo de hablar. Los separatismos ibéricos tienen esa peculiaridad, no tan común: son separatismos por arriba, movimientos que oscilan entre reivindicar el papel de cabeza y convertirse en otro cuerpo. Como ocurre con bastante frecuencia con los nacionalismos, el catalán es un esfuerzo ímprobo para dejar de ser una parte muy diferente y convertirse en otro todo muy parecido.

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