jueves, 28 de noviembre de 2013

Arendt y la banalidad del Bien


Con los años, Hanna Arendt ha ingresado en el panteón de los clásicos, así como su libro Eichmann en Jerusalén y la principal tesis de este, la de la banalidad del mal. No que la autora y sus obras no puedan ya ser discutidas, pero lo son de otro modo. La película de Margarete von Trotta sobre el tema (Arendt, 2011) enfoca el episodio Eichmann, central en la vida de su protagonista, pero quizás sea más interesante porque nos muestra, precisamente, cómo eran discutidas entonces, cuando la obra fue calificada como una apología del nazismo y su autora como un ejemplo de la perversión de los intelectuales.
Adolf Eichmann comenzó su carrera siendo un cuadro muy modesto de las SS. En 1942 ascendió a un cargo importante, el de coordinador de la infraestructura de los campos de exterminio nazis, especialmente de la red de transportes que los alimentaban de víctimas; acabada la guerra, consiguió huir y se afincó con una identidad falsa en Argentina. Allí, en 1960, los servicios secretos israelíes lo localizaron, lo secuestraron y lo llevaron a un sonado proceso en Israel que acabó en la horca. En el juicio, Eichmann compareció como un símbolo del Holocausto, de un orden diabólico contra el que se alzaban, como acusadores invisibles, millones de muertos; él se defendió diciendo que había cumplido órdenes, e inundó el juzgado con interminables detalles administrativos, descripciones aburridas de un complicado engranaje del que él mismo, decía, no pasaba de ser una pieza. Mera táctica de defensa, se dijo: mentía. Arendt entendió, por el contrario, que esa era la pura verdad. Eichmann no necesitaba odiar a los judíos para enviarlos a las cámaras de gas. No era un genio sádico o un asesino furioso, sino un burócrata eficiente y puntual; un hombre cuya mediocridad no lo apartaba ni lo absolvía del mal, más bien servía para definir a este. Al Mal: mediocre también, rutinario, metódico, y de inmenso alcance.


De entonces acá la tesis de Arendt se ha vuelto mucho menos sorprendente: la cantidad de información se ha multiplicado, los grandes procesos se convierten en espectáculos transmitidos por extenso o incluso en tiempo real, de modo que acabamos sabiendo demasiado de los criminales; lo bastante como para que comprobemos que, entre ellos, los genios del mal son más la excepción que la regla. Con frecuencia son figuras pacatas, grises, previsibles en casi todo; abundan los testimonios de quienes los tuvieron siempre por personas de bien, ciudadanos corrientes de los que nada así se podría haber sospechado. Y en realidad, cuando el crimen es muy extenso, como ocurre en los genocidios que no han dejado de ocurrir en todo ese tiempo, los asesinos están obligados a ser sujetos convencionales, capaces de obtener la confianza de una larga serie de otros sujetos sin cuya colaboración directa o indirecta el crimen no pasaría de anécdota. Un asesino con aspecto de asesino y modos de asesino es un monstruo artesanal que difícilmente rebasaría la marca de una o dos víctimas: la policía está atenta a ese tipo de individuos. Hitler, sus comparsas y sus numerosos émulos de todos los colores son recordados como dementes por causa de sus crímenes; pero pudieron cometerlos porque en su momento hubo demasiada gente que los encontró muy sensatos. Buenos vecinos.
La tesis de Arendt es imprescindible para entender las barbaries contemporáneas. Y por eso, en la película, sorprende la violencia de la controversia: los insultos, las amenazas de muchos, y la incomprensión de los viejos amigos que por causa de ese juicio rompieron para siempre con la autora. ¿Como podían malentenderla hasta ese punto?



Las razones son muchas. Para empezar, si el mal puede realizarse, sin necesidad de instintos patológicos, mientras se cumple el deber o se cumplen las leyes o se realizan eficazmente las tareas que a uno le tocan, el peor crimen está al alcance de cualquiera; no tiene que esforzarse demasiado, sólo hacer lo que se espera de él sin pensar demasiado; y no hay orden político, por benévolo que sea, que no pida eso, precisamente eso, a sus ciudadanos. Que el Mal pueda ser tan corriente parece una noción muy antidemocrática, y la pasión (de Arendt, por ejemplo) de identificar sus matices puede entenderse como falta de compromiso político, como una frialdad arrogante, una desgana de participar de los sentimientos comunes; a Arendt, se diría ahora, le faltaba capacidad de indignación. Al Mal no hay que entenderlo, hay que odiarlo. Contra él deben unirse las personas de bien, y por eso las buenas causas tendrán que formularse en términos inequívocos: el público se desentiende de las causas si estas no se formulan del modo más simple posible, y los malos deberán ser ogros y los buenos ángeles, so pena de que nuestra ética, perdido en los matices, se vea reducida a la irrelevancia. El Bien, para poder enfrentar al Mal, tiene que hacerse tan a ciegas como él. Arendt no comprendió ese principio, y para empeorar las cosas, no ahorró críticas a los líderes judíos que, en su opinión, colaboraron en demasía con la matanza que al final les alcanzó también; y eso puede equivaler a culpar a las víctimas. Hurgar en las responsabilidades de las víctimas es algo que ofende, y ofende cada vez más, nuestro sentido moral, como si fuese una rebaja de la justicia. Por mucho que sea difícil imaginar otro modo de que la experiencia de las víctimas sirva para algo a quien no quiera convertirse en la próxima.
Eichmann, y sus subordinados, y sus superiores, le hicieron mucho mal a la humanidad, a la que exterminaron y a la que quedó. Banalizaron un Mal aterrador, y con ello banalizaron también el Bien. Cuando acabó la guerra, la humanidad, herida con tanta barbarie, se dedicó con entusiasmo a redactar códigos morales, esos documentos de las Naciones Unidas que no son proyectos políticos porque se preocupan poco de cómo realizarse, pero que unas décadas más tarde han calado hondo y parece como si lo fueran: buena parte de lo que se entiende por radicalismo político es un moralismo exaltado que exige el cumplimiento de principios ideales dentro de un orden que impedirá que se realicen con la misma calma con que los deja proclamar. Se reivindica la autodeterminación, la igualdad y la diferencia en el seno de un juego totalizador que impone una lucha de perros entre seres uniformes: qué más da, con ética suficiente eso sería posible.
No creo que nadie discuta a Arendt su lugar entre los clásicos del pensamiento político, pero me temo que, puesta a discutir las atrocidades de hoy mismo, cosecharía más insultos de los que cosechó en su tiempo. Va en aumento la capacidad de indignación con lo que ocurre, mientras se va perdiendo de vista cualquier alternativa al sistema que lo hace inevitable; véase la crisis. Y quienes manejan alguna rienda no ven mayor inconveniente en que unos les froten la ética en la cara mientras sus funcionarios se dediquen a hacer su trabajo, y mientras ni unos ni otros le demos muchas vueltas al asunto. La ética no se discute, los imperativos de la economía tampoco, y ambos coexisten sin entenderse pero en una cierta paz banal.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Irracionales


Hace unos meses participaba yo en un acto en favor de los derechos territoriales indígenas y contra la infinita expansión del agro-negocio brasileño, cuando se me ocurrió tildar a este último de “irracional”. Algún colega y algunos alumnos presentes me miraron con recelo: es como si la racionalidad estuviese al otro lado, al lado de las máquinas, del dinero, del desarrollo pese a lo que pese y de la conversión del planeta en una factoría sin fronteras, de modo que invocarla como aliada es contraintuitivo, casi de mal gusto. Por suerte, los indígenas presentes vinieron en mi auxilio: les han llamado, más de una vez y más de cien, irracionales, de modo que les gustó esa oportunidad de devolver el apelativo a sus adversarios: “irracionales, sí, como ha dicho ese profesor”.
La Razón (póngansele mayúsculas, para saber de quién hablamos) ha adquirido muy mala fama entre buena parte de los humanistas, de los antropólogos en particular. Para escándalo de otros habitantes de la universidad, que miran ese antirracionalismo con sospecha. Hay que decir que la Razón se lo ha ganado a pulso, desde aquellos tiempos en que Robespierre la convirtió en Diosa Razón y le dedicó una fiesta cívica. Ha servido para justificar cosas muy feas -en su nombre se ha matado mucho, directa o colateralmente- y para extender otras muy tediosas: hasta los racionalistas convictos suelen pensar que la razón es aburrida. Ha prometido mucho, y muchas de sus promesas se han quedado en promesas, o en regalos envenenados; ha sido en general demasiado arrogante, pretenciosa y dictatorial.

(En la imagen, una instantánea de la Diosa Razón cuando joven)
Pero hay que reconocer que sus dos siglos y pico de andadura le han hecho mella, cree un poco menos en sus posibilidades. Las ciencias en general, y las humanas en particular, muestran que la Razón manda mucho menos de lo que se suponía. Organiza, sí, algunos procesos, y se supone que debería organizar algunos más; se le hace mucho caso en la Ciencia (su propia casa, se supone) aunque no tanto como se piensa: se le hace trabajar mucho, sí, pero en provecho de no se sabe qué. Creo que ni su partidario más entusiasta es capaz de creer que la Razón gobierne el mundo; los especialistas debaten hace unas décadas si el universo juega a los dados o no, o sea, si lo que va ocurriendo del Big Bang acá sigue algún modelo racional o no, en el orden de las estrellas o en el de las partículas; y en cuanto a los asuntos más domésticos, esos con los que tratamos todos los días, de la política al trabajo a las amistades, ella tiene voz y voto, pero poco: la mayor parte se la llevan en ese caso deseos, intuiciones y sentimientos perfectamente irrazonables, o esa otra instancia que, como divinidad, le lleva varios palmos: el puro azar.
Pero si la Razón no manda todo lo que se llegó a suponer, eso quiere decir que sus culpas son también menores. En particular, suponer que sea la Razón lo que mueve toda esa máquina de lucro, prisa y avidez que se suele llamar el mundo, es una infamia. Los humanistas parece que se han (nos hemos) habituado a invocar valores, aspiraciones, derechos y sentimientos contra los fríos designios de la Razón que esgrimen los que mandan, como si no nos diésemos cuenta de que esos señores ya hace mucho que han desistido de usar la Razón como argumento, a no ser de tarde en tarde y de contrabando; cuando hay que pagar deudas, por ejemplo. En general, se han vuelto románticos, y pregonan a todas horas el derecho a soñar sin límites, el deseo y hasta la lujuria. Podría decirse que eso no es más que marketing, y que en el fondo lo que sigue mandando es la Razón contable, pero más en el fondo aún toda esa agitación sólo puede deberse a una voluptuosidad muy poco racional de acumular cifras. Lo que justifica tanta especulación es el Deseo, un Deseo incontenible, especialmente de los muy pudientes, que también sueñan -y sueñan más fuerte- de tenerlo todo y de tenerlo ya, que se entrega a los peores excesos: magias financieras, útiles prejuicios y una fe supersticiosa en la omnipotencia de la técnica que un día nos librará de todas nuestras contradicciones y con un poco de suerte nos hará inmortales. Hay que ser muy adepto de convenciones retóricas ya añejas para no reconocer que la bandera que enarbola el nuevo orden mundial desde hace décadas ya no es la Razón, sino una especie de Líbido transgénica que en lugar de dedicarse a sus objetos corrientes (a fin de cuentas, las fuentes del gozo sensorial ni son tan caras ni son tan raras) se ha desviado perversamente en dirección a, yo qué sé, lo Imposible.
Que los humanistas dejemos la Razón apartada en una papelera honoraria no sería tan grave si no fuese porque pretendemos que nuestros esfuerzos tengan alguna relevancia ciudadana: en ese caso, dejar de lado la Razón, aquello que sabríamos manejar mejor, para poner en la mesa sentimientos, es muy mala táctica. Nadie necesita de profesores para exponer los suyos, y los banqueros, los políticos y sus expertos en publicidad saben manipular mejor que nadie los de todos. Casi todas esas buenas causas que pretendemos defender apelando a buenos valores son, en realidad, muy racionales, y habría que dejarlo claro: en contrapartida, ya es hora de que se empiece a decir, con todas las letras, que los amos del mundo ha entrado en surto y necesitan urgentemente un calmante.