domingo, 29 de diciembre de 2013

Competición, evaluación, gestión


Las ideas socialistas, dicen los liberales, son engendros utópicos: asumen que los seres humanos nacemos muy buenos, y dispuestos a colaborar por el bien común. Lamentablemente, los bajos instintos pesan, de modo que si confiamos mucho en la bondad humana acabaremos hundidos en un pantano de pereza, chapucería, egoísmo e intrigas. Lo mejor es, entonces, convertir esos vicios privados en virtudes públicas mediante la competición: un maratón general en que, por muy malo que se sea, se hará lo posible por sacar lo mejor de sí mismo. Una idea brillante si no fuese porque, para hacerse verosímil, vuelve a sacar del armario la misma candidez que se acababa de rechazar: ¿quién ha dicho que cuando se compite se compite por sacar lo mejor de sí? ¿Y si se saca lo peor?
De hecho, cualquiera que vuele en clase económica o vea la televisión tendrá, de vez en cuando, esa sensación de que la competición (compañías aéreas y emisoras son sectores muy competitivos) es una carrera trepidante hacia el eldorado de la basura. Claro está que los vuelos y los programas son cada vez más baratos, y quién no quiere cosas más baratas. La baratura puede que sea una virtud democrática, o puede que no, pero lo que es seguro es que permite una comparación general, y por eso es un buen eje para la competición. Es difícil que la competición incite a sacar lo mejor de sí, eso en que cada uno es incomparable; pero en compensación puede dar una fuerza extraordinaria a las habilidades baratas.

Véase lo que ha pasado cuando la panacea competitiva se ha aplicado al mundo de la ciencia. Científicos y profesores de todo el mundo, llenos de títulos, nos hemos dejado imponer, sin chistar, sistemas de evaluación pergeñados por burócratas con un MBA. Bien, hay los que chistan, diciendo que el sistema está viciado; hay premios Nobel retirados gruñendo que con ese sistema no habrían llegado ni a bedeles. ¿Quejas de viejos aristócratas acostumbrados a la molicie? ¿Excusas de vagos que viven de cavilar un rato después de la sobremesa?
Veamos cómo funciona. Los sistemas de evaluación científica parten de los artículos que cada científico escribe. El valor de cada una de esas unidades depende del valor de la revista en que se publica. Y este depende a su vez de la difusión y de la estima que la revista tiene entre el público especializado: cuanto mayores sean ellas, más autores habrá que, para ser leídos y estimados, aspiren a publicar en esa revista. Esas dimensiones subjetivas se convierten fácilmente en números objetivos: cantidad de artículos que las revistas reciben, frecuencia con que los artículos que publica son citados -lo que viene a llamarse su impacto.
El número de publicaciones de un sujeto X es cruzado con los índices de impacto de las revistas en que publica, y el resultado define el valor global del trabajo de ese sujeto, que determinará, por ejemplo, si se le financian o no sus investigaciones.
Por supuesto, ese sistema de evaluación debe eludir esa variable tan relativa que es la calidad, cuya apreciación pieza a pieza sería subjetiva, engorrosa y, desde que la cantidad se ha impuesto, inviable. Sea lo que sea la calidad, ella debe quedar adherida en algún punto de ese entrecruzamiento de cantidades.

Ese sistema es objetivo pero, sobre todo, optimista. Evaluaría muy bien, por ejemplo, a hormigas que siguiesen meritoriamente con su tarea sin reparar en que alguien las evalúa. Pero los científicos son, a lo que parece, seres humanos, con defectos muy humanos pero informados, y racionales por oficio: empujados a producir un saber que después se traducirá en índices, se evitan un rodeo inútil y, en lugar de producir saber, producen directamente índices.
Para eso se requiere método. Publicar de un modo compacto y coherente el fruto de una investigación sería una ineptitud: rendiría a lo sumo una o dos unidades evaluables. El científico lo corta en lonchas tan finas como sea posible, en el límite de la legibilidad, consiguiendo así, por ejemplo, diez unidades. Dicen poco, pero son muchas. Como el sistema de evaluación/competición fomenta, paradójicamente, el espíritu de equipo, el científico se une a otros nueve colegas que han hecho lo mismo. En algunos sistemas de evaluación, un artículo firmado por diez vale un entero para cada uno, con lo que esa colaboración puede dar lugar a cien unidades de evaluación per cápita. Pero aún en sistemas menos generosos que incitan a firmar en solitario, el trabajo en equipo se deja notar en que cada cual valoriza el trabajo de sus colegas citándolos y haciéndose citar por ellos. Los resultados serán mucho mejores para todos, claro está, si todos los colegas participan en tantos grupos diferentes como sea posible: no es difícil, porque cualquier ministerio que se precie fomenta la creación de redes, la movilidad y la interdisciplinariedad. La vida social de un investigador de excelencia es, por lo tanto, agotadora: los sociólogos de la ciencia ya han demostrado de sobra que el científico nunca ha trabajado en solitario, pero aún les queda hablar de cómo se va convirtiendo en concursante de un Gran Hermano epistémico. Aquel gabinete silencioso que pintaban los cuadros renacentistas se sustituye por el camarote de los hermanos Marx. Los directores de las revistas, en quienes el sistema confía como una especie de guardianes de la calidad, viven dentro del mismo sistema y buscan multiplicar también sus índices, esperando, de quien quiera publicar en ellas, que justifique ese interés citando en abundancia lo que ya antes han publicado.
Por supuesto, citar un artículo para decir que es una sandez no deja de ser citarlo, del mismo modo que ver los programas-basura solo para deplorar su vileza no deja de ser verlos, y fortalece sus índices de audiencia. Así que los científicos pueden optar entre ignorar las sandeces, prescindiendo así del debate intelectual, o atacarlas, contribuyendo a que sus índices aumenten. También prefieren ignorar las publicaciones de sus adversarios, aunque no sean sandeces, por los mismos motivos: a fin de cuentas, estamos compitiendo. La evaluación científica parte de los mismos principios que las encuestas de audiencia de la televisión, y obtiene básicamente los mismos efectos, aunque hasta el momento a nadie se le haya ocurrido aún hablar de ciencia-basura.
El punto está en que la competición, tal como se ha establecido y regulado, no es un aspecto de las otras actividades, sino una actividad independiente. Una parcela creciente de la actividad universitaria se dedica a ella; si los burócratas y sus patrones políticos se empeñan, llegará a ser la principal, con la aquiescencia de los intelectuales (esa gente con tanto sentido crítico). Se puede ser buen científico y mal competidor, o mal científico y buen competidor, incluso se puede ser buen científico y buen competidor, pero lo que importa es ser buen competidor, especialista en estrategia de venta y en relleno de formularios. No exageremos: la competición no obliga a sacar lo peor de si mismo, sólo lo más mediocre: avaricia, cálculo oportunista, gregarismo y un poquito de corrupción. No produce ciencia mejor pero sí ciencia más barata, no en el sentido de que cueste globalmente menos dinero, sino en el de que vale menos por unidad: hay cada vez más ciencia, como cada vez se vuela más y hay más reality shows. Los expertos en evaluación y planificación muestran grandes números a su ministro, que corre a comunicarlos al público, y piensa que la fortuna que se les paga a los expertos está muy bien aplicada: como vino a decir no hace mucho cierta mandataria, en el terreno de la educación y la ciencia profesor es gasto, gestor es inversión.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Silencio, por favor


Cine

Cine mudo no es lo contrario de cine sonoro, sino de cine hablado. El propio cine se ha ocupado de esos artistas que no pudieron o no quisieron adaptarse al cine hablado: aquel personaje de Gloria Swanson en Sunset Boulevard (en España se tradujo como El crepúsculo de los dioses) es su versión trágica, y hace poco una película francesa cosechó un gran éxito con su versión cómica. Ególatras dormidos en laureles, que no entendían que la historia sigue. ¿Pero por qué el silencio debería ser parte del pasado? No se suele pensar en la posibilidad de que tuviesen razón, o al menos alguna razón.
El cine hablado ha hablado muy bien: se ha apropiado de buena parte de lo que fue el teatro, y también ha proferido una larga serie de frases sublimes que no existirían sin él.
Pero lo mejor del cine hablado, la verdadera ventaja que le lleva al cine mudo, es que no necesita hablar todo el tiempo: por ser hablado, tiene la opción de callarse. Por eso tantos mejores momentos del cine consisten precisamente en los silencios, cuando la palabra se aparta y lo que deja no es una ausencia sino la sensación de que, por mucho que tendamos a olvidarlo, todo eso que solemos llamar inexpresable no es más que la parte del mundo en que las palabras sobran.
Ese es el tema de algún buen cine que trata de música, o de música y mutismo. A finales del siglo pasado, fue ese el tema de dos películas de gran éxito: una, la francesa Tous les matins du monde, sobre las relaciones entre el caballero de Sainte Colombe, maestro de viola, y su discípulo el músico de corte Marin Marais; otra, la neozelandesa El Piano. Los protagonistas de ambas son mudos y músicos vocacionales, en grados y de modos diferentes: la protagonista de El Piano es formalmente muda y se comunica por signos, Sainte Colombe no lo es, pero raramente dice más que monosílabos, y se considera “mudo como un pez”; ambos, en cualquier caso, tocan su instrumento porque sólo con él comunican lo que las palabras no harían más que confundir.
En ambos casos, la mucha música que se ofrece es todo menos música de fondo; está ahí contra las palabras. Pero aún cuando es música de fondo no hay cómo medir cuánto de una película se debe a su música, y por eso el cine era sonoro aun en aquellos tiempos en que era todavía mudo, qué sería de aquellas escenas frenéticas de Keaton o Chaplin sin el misterioso hombre del piano sentado bajo las imágenes. El cine se aviene mejor a tratar de la música que a tratar de la pintura: hacer cine sobre un pintor suele consistir en contar el drama de su vida (más vale, así, que el pintor haga gestos dramáticos, que rasgue sus cuadros o se corte una oreja: mientras se dedica a pintar puede aburrir), o si no en convertir sus cuadros en pinturas vivientes, en recrear en imágenes que se mueven una realidad que por su colorido o su composición evoquen sus cuadros, lo que puede sugerir esa idea engañosa de que esas visiones son así porque las recogió en su entorno, no porque supo crearlas.
Cine y música se combinan de otra manera: la imagen y el sonido tienden un puente sobre las palabras para no tocarlas.


Música

Me contaron que John Cage, el músico inglés, experimentador impenitente, se encerró una vez en una cámara insonorizada para conocer el silencio absoluto. Pero no lo encontró: a falta de ruido externo, la maquinaria del propio cuerpo pasaba a primer plano, y se hacía estruendosa. Sangre corriendo por las venas, el aire silbando por sus conductos. El corazón se hace oír incluso fuera de esa cámara. El oído es un sentido despótico: taparse los ojos para no ver es una acción muy efectiva, quien se tapa los oídos para no oír consigue muy poco. No cuesta tanto aceptar esa paradoja, que ya alguien se ocupó de exponer, de que la música, más que organizar sonidos, crea el silencio: en lugar de ese ruido informe que se cuela por todas las fisuras, ahí está la música: un timbre suena y el otro calla, las escalas seleccionan unas notas y evitan otras entre todos los sonidos posibles, y sobre todo ese eslabón que ata la música al cuerpo y a sus tiempos: el ritmo, la cadencia, que no es más que una prestidigitación que hace aparecer, en medio del sonido, brotes de ese silencio que no existe. La música no es lo contrario del silencio, sino lo contrario del ruido.


Pintura

Claro que la pintura prescinde de palabras, pero es un mutismo sólo aparente. Los pintores podrían dividirse en dos grandes categorías: los que pintan algo que invita u obliga a hablar por ellos, y aquellos que por el contrario dijeron alguna vez -y si no lo dijeron podrían haberlo dicho- que todo lo necesario ya lo habían dicho con sus colores o sus líneas. Confieso que, por mucho que aprecie a tantos de los primeros, prefiero los segundos. Hay muchas pinturas hechas para exponer discursos: casi toda la pintura renacentista se elaboraba sobre un boceto verbal: cada figura significa algo, como cada gesto que hace, como cada objeto que lleva en las manos o sobre la cabeza. No son cuerpos desnudos en un bosque o flotando en el aire, es un silogismo sobre el alma, la fe o la virtud. Unos siglos después las personas siguen admirando los cuadros a pesar de que han olvidado esas peroratas, o más bien porque las han olvidado. Algo semejante, pero al contrario, ha acabado sucediendo con buena parte de las artes plásticas de cien años acá; el público no especializado se queja de que no la entiende, y no es culpa suya. Porque es arte visible, pero no hecho para mirar, sino para que se hable de él. Habrá que ver qué ocurre con él en un día lejano cuando la cháchara de los críticos aburra no sólo al público corriente sino también a los propios críticos. Me gusta esa pintura de la que resulta difícil hablar.

Literatura

El inconveniente de la literatura está en no tener cómo callarse.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Vegetarianismo para caníbales


Los caníbales son gente que se toma la comida en serio: les gusta saber lo que comen, en detalle. Comerlo con todos sus atributos: aspecto, nombre, adornos, personalidad. Mejor si habla con elocuencia. Quizás fue eso lo que más sorprendió a los europeos cuando se encontraron con los caníbales Tupinambá de la costa brasileña: se comían a sus prisioneros de un modo muy complicado, después de convivir con ellos un buen tiempo, con largas ceremonias, después de una lucha ritual en que el sacrificado se mostraba tan bravo y feroz que “parecía que era él quien se los iba a comer a todos” como dijo algún turista asombrado.
Los herederos históricos de aquellos europeos nos hemos acostumbrado a comer de un modo diametralmente opuesto: borrando toda semejanza entre la comida y el ser de donde procede y reduciéndolo a algún tipo de principio nutritivo. Al cabo no comemos ya trigo, coles o carne sino calorías, fibras o proteínas. La pasta, ese refinado invento sino-italiano, viene a ser el hito fundador de la comida contemporánea, y su nombre lo dice todo: se trata de comer pasta, una materia prima sin más forma que la que le da un molde. El resto de la comida cada vez intenta parecérsele más: carne en círculos, pescado en barritas, verduras en cubos, mejor si no saben a nada especial: se les puede echar salsa de un tubo. Cierto que aún son legión los que no pueden vivir sin un buen chuletón, pero de esos sólo a una parte les gusta sentir que muge, a menos aún les apetece saber cómo se llamaba cuando estaba en pie, ni menos aún tener su foto al lado; a casi ninguno le apetecería estar presente en su muerte y descuartizamiento, y creo que a ninguno le haría la menor gracia que ese jugoso ternero de raza hereford pudiese, a su vez, matar y comer humanos.
En fin, la verdadera diferencia entre nosotros (carnívoros o veganos, qué más da) y los caníbales es esa: los caníbales no creen que haya tanta diferencia entre nosotros y todo lo que nos rodea. Por lo menos no hay una diferencia que garantice que la nutrición ocurra en sentido único: todo ser vivo, plantas incluidas, se alimenta de otros seres vivos, o de lo que quedó de ellos, y de algún modo eso (qué ideas raras tienen los caníbales) nos iguala. Los caníbales suelen pensar que los otros seres vivos tienen ideas propias, y que en muchos casos esas ideas incluyen una afición por nuestra carne: otros seres humanos, otros animales, e incluso otros seres invisibles pero voraces: espíritus, virus, bacterias. Eso es lo que más les aparta de los veganos, que entienden que los humanos con DNI son predadores supremos incomestibles. Veganos y caníbales tienen, sin embargo, algo en común frente a los carnívoros corrientes; suponen que todo eso que pensamos en comernos tiene algo así como un alma, y que reducirlo a una pasta amorfa no es bueno, o no tiene gracia. El caníbal no es alguien capaz de comerse un ser humano como si fuese un filete, sino alguien capaz de comerse un filete como si fuese un ser humano. Considerando lo mal que se come (por exceso, por desvío o por defecto), lo mucho que se desperdicia, y las consecuencias fatales de todo ello, creo que los caníbales son un ejemplo digno. No digo que haya que comerse al dueño de la zapatería o a los hijos de los vecinos, claro está; me refiero a que hay que tomarse la comida en serio, como si el alimento fuese un vecino del barrio. Puede sonar irracional, pero más irracionales son las consecuencias de no hacerlo: producción industrial de carne, maíz, soja, trigo o pollos que consigue, a costa de un trato infame a todo lo comestible, crear alimentos cada vez más sosos que empanturran a media humanidad y dejan en ayunas a la otra media. Ética, o dietética, o gastronómicamente, los caníbales tienen sus meritos: comen lenta y conscientemente, saben que la comida no nace en envases plásticos; ni siquiera basta con pagarla, hay que cazarla.


Sospecho que los caníbales genuinos se han vuelto básicamente vegetarianos: por mucho que la agricultura siga prácticas tan nefandas como las de la ganadería, y nos hinche de química y de nostalgia por los tomates de antaño (y no es vana nostalgia: los tomates de antaño aún existen, y son otra cosa), aún es mucho más factible, y más factible para todo el mundo, devorar un puerro, un pimiento o una alcachofa que parezcan tales y digan a qué han venido. Una zanahoria, una seta o un melocotón se parecen más a un ser humano que un nugget o una hamburguesa, (y es también más fácil que alguien los críe con el respeto debido). Así que, y en tanto que el trato que le damos al planeta no nos lleve de vuelta a la animada época de las cavernas, el camino que le queda a un caníbal que pretenda seguir con aquella bárbara costumbre de comerse las cosas con su espíritu puesto es pasarse a las frutas y a las verduras. Los vegetarianos usan muchos buenos argumentos en favor de su doctrina, y no sé por qué se han olvidado precisamente de este.