martes, 28 de enero de 2014

Manaus Moderna


Un escritor de Manaus recuerda una conversación con Arthur Cezar Ferreira Reis, un abogado e historiador que fue el primer gobernador del Estado do Amazonas durante la dictadura militar brasileña. Le estaba hablando de sus lecturas sobre el exterminio de los pueblos indígenas de la cuenca amazónica, una dolorosa historia. Y Ferreira Reis, girando lentamente el cuerpo con las manos extendidas, como si registrase com una cámara de vídeo el escenario del centro de Manaus donde se encontraban, com el famoso Teatro Amazonas y los bellos caserones de inicios del pasado siglo, le dijo: “Si, todo eso es verdad, pero sin eso no tendríamos esto”. Podríamos imaginar la misma escena sustituyendo ese hermoso decorado por las periferias de crecimiento caótico, las favelas míseras, los igarapés de vegetación lujuriante convertidos en alcantarillas a cielo abierto, o simplemente los mismos bellos caserones echados a perder dos calles más allá. Y la frase, cínica o resignada, seguiría diciendo la verdad: sin aquello, tampoco existiría esto. Si no se hubiese comenzado saqueando la tierra, probablemente no se la continuaría saqueando trescientos años después.



Arthur Reis era, claro, un gobernador de la dictadura. O quizás -el chiste ya se ha usado en casos similares- de la dictablanda, porque en su tiempo faltaba algun paso para que los militares brasileños diesen lo peor de sí. También por su propio carácter: era un hombre moderado y culto, que iba al teatro con la familia a los estrenos de los autores contrarios al régimen. Qué más da, era dictadura em cualquier caso; pero por otra parte la Amazonia es uno de esos lugares en que las diferencias entre dictaduras y democracias, y entre la izquierda y la derecha del espectro político occidental se diluyen, o se borran totalmente. Basta alejarse unos cuantos kilómetros del centro de Manaus, hoy mismo, para que una diferencia de opinión manifestada en voz alta, o una insistencia extemporánea en buscar o divulgar ciertas informaciones, se vean penados con la muerte -una pena extraoficial, es verdad, pero no hay como diferenciar una muerte de acuerdo con la constitución o contra ella. Y por otro lado, dicho incluso sin acritud, hay que hilar muy fino para distinguir las políticas amazónicas de los gobiernos militares de la política amazónica de los gobiernos de Lula y Dilma. Ni siquiera el tono de la propaganda difiere: se evitan, por supuesto, los lemas que se hicieron famosos en la época, pero "Pra frente, Brasil", "Um Brasil Grande" o "Integrar para não entregar" no destonarían en la propaganda -ahora llamada comunicación institucional- que sigue siendo entusiasta y grandilocuente, aunque al lado de lemas parecidos a los antiguos incluya una nueva especie de lemas, los del desarrollo sostenible. Desarrollo sostenible es lo que se hace en esas comarcas -reservas indígenas, o extractivistas, o florestales- donde el interés de la marca Brasil no permite que se implante el desarrollo propiamente dicho. Donde este es posible, arrasar el terreno -extrayendo antes las maderas de ley de alto precio y poco más- sigue siendo llamado "mejora" y multiplica el valor del área. Como en tiempos idos, el traslado de desheredados a la frontera de la selva, en la vecindad de áreas indígenas, sigue siendo una práctica común, y se la sigue llamando reforma agraria. Es todo cuestión de nombres

Manaus Moderna es el nombre de un enorme mercado que se extiende aguas abajo del Río Negro. Está poco más allá de otro mercado más antiguo, de la época del caucho, de fabricación inglesa -ladrillo, vidrios y hierro- recientemente restaurado y punto turístico obligado. Manaus Moderna es el mercado de verdad. La modernidad es como esos partidos políticos libres que están libres de toda mancha porque han ido expulsando a los miembros cuyos latrocinios se había hecho ya imposible de ocultar. La modernidad es a su modo perfecta, y cuando deja de serlo ya no es modernidad, ha sido sustituida por otra modernidad. Pero no hay cómo evitar que una mercería de la época de nuestros bisabuelos siga llamándose "La Moderna", ni que Manaus Moderna siga llamándose así por mucho que sus instalaciones puedan horrorizar a cualquier moderno. Prejuicio, probablemente: pasé algunos años comprando carne y pescado en otros mercados amazónicos muy parecidos, sin nunca llevarme a casa el género semi-podrido que a veces me cayó en suerte en otros comercios con vitrinas cerradas y refrigeración. El medio ambiente amazónico, con su aura terrorífica, tiene esos milagros: las carnes, por ejemplo, pueden permanecer expuestas al aire durante horas, sobre mostradores de piedra, sin que las moscas las conviertan en hervideros de gusanos, como ocurriría en casi cualquier otro lugar. Pero qué más da: el hedor de las entrañas crudas, la sangre y los fluidos corriendo al suelo negro y mugriento, el entorno sucio del mercado con sus charcos de un cieno indefinible y la basura desparramada por el muelle y flotando en las riberas del río puede estomagar a cualquier desavisado, y muchos ciudadanos se preguntan qué va a pasar con los gringos que lleguen a Manaus de aquí a unos meses a ver la Copa y por descuido decidan ir unos pasos más allá del mercado inglés, hasta Manaus Moderna. No es la basura en sí, sino la demasiada gente que, por un designio del sistema, está condenada a vivir sumergida en ella.
No era eso lo que apuntaba Artur Reis con su cámara virtual, no era eso lo que pretendían los modernizadores de Manaus: en el subsuelo de la ciudad, cuando se excava para construir algo nuevamente moderno, y antes de llegar a los estratos en que se ocultan las urnas funerarias de los indios, aparecen restos de infraestructuras -alcantarillado, por ejemplo- que eran relativamente más comunes hace un siglo que ahora. La Manaus del caucho tenía un sistema de tranvías que se echa mucho de menos en medio del atroz transporte público de la Manaus de un siglo más tarde, igualmente próspera (ah, no todo es cosa de dinero en esta vida). Cada uno de esos progresos, orgullosamente pregonado en su momento, ha sido destruido años después. Y no es que, en un impulso a la vez fáustico y saturnal, el progreso se devore a sí mismo: la razón mucho más prosaica es que la creación de nuevas infraestructuras despreciando y enterrando las anteriores -muchas veces mucho mejores- genera inmensos lucros privados (para empresarios privados o administradores públicos) que la manutención y ampliación de lo que ya se tiene no generaría. La construcción de infraestructuras en la Amazonia raramente pertenece, en rigor, al ramo de la producción: es una forma peculiar de extracción, que tiene autopistas o puentes o túneles entre el fisco y los bolsos privados.



Manaus, esa ciudad potencialmente maravillosa, tiene ese problema: es el centro de un proceso colonial. Se nota en anécdotas como aquella de la ropa blanca que se mandaba a lavar en Portugal en la época del caucho. Hoy en día, en los supermercados, uno se encuentra con esas muestras de la botánica colonial que son las lechugas aéreas o el perejil aéreo -o sea, traídos en avión de muy lejos- y se oye decir que la civilización ha llegado finalmente a Manaus porque se ha abierto una cafetería donde todo lo que se sirve es traído, ultracongelado, de São Paulo. Una colonia es un lugar donde se vive a medias, sólo para pagar lo que de verdad importa, que está lejos.
La crítica de los procesos coloniales siempre estará incompleta, verdad a medias, si se limita a marcar sus horrores y se olvida de sus mejores sueños. Los hay siempre, y es mejor no olvidarlos ni tomarlos por mentiras, porque eso nos deja a merced del primero que llegue, rebosante de sinceridad, con algun sueño nuevo. Vale la pena examinar cómo era el futuro antiguamente; leer a los prohombres que a finales del siglo XIX se imaginaban la Amazonia venidera. Son hermosos planes, no hay duda. Planes, claro está, etnocéntricos: todos ellos asumen que la vida de los indios o de los ribereños pobres es mísera y bárbara, y es casi un deber de humanidad cambiársela por otra, quieran o no. Pero aún así esos planes son claramente superiores a su realización. Los planes eran catastróficos para los indios; su realización suele ser catastrófica para los indios y para casi todos los otros. Ingenieros y geógrafos de hace siglo y casi medio se embelesaban con los incontables recursos de la tierra, o con la red hidrográfica amazónica, que ofrecía gratis una red de transporte superior al de la red de canales de Francia, que había costado fortunas incalculables. Francia era el modelo entonces, y la selva amazónica se imaginaba transformada en una especie de agro francés, pero con una potencia natural multiplicada. Lo que ha ocurrido ha sido muy diferente, y es norma poner como disculpa el medio ambiente: el infierno verde, que, convengamos, es una calumnia. Hasta hoy mismo es frecuente que los políticos locales presenten como un desastre natural la crecida de los ríos amazónicos, que ocurre todos los años con religiosa regularidad y dej en las orillas una carga milagrosa de nutrientes. El verdadero infierno amazónico es también aéreo, por decirlo de algun modo, y deriva de la carrera para agotar a toda costa y a toda prisa -el saqueo es una actividad apresurada por principio- algunos recursos naturales de alto valor, o ese otro tipo de recurso natural que son los fondos públicos para el desarrollo. No seamos pesimistas: otro modo de usar los recursos puede darse y se da aquí o allá, es verdad, siempre que no se cruce en el camino de la depredación. Pero de la red de canales con que soñaban los ingenieros de la Belle Époque nada se sabe; en su lugar están las carreteras del sistema transamazónico, eternamente sin acabar y constantemente destruidas por el infierno verde, pero que han reportado inmensas sumas a constructoras y amigos; o enormes centrales eléctricas que han cohibido esa navegación fluvial que a nadie (con poder) interesa. "El Brasil tiene que hacerse con carreteras", decía, según me contaron, otro gobernador del régimen militar mientras destruía personalmente, montado en un bulldozer, las vías del ferrocarril Madeira-Mamoré, que estaban en pleno uso. En cuanto a la soñada campiña amazónica, se va convirtiendo en enormes extnsiones de soja y pasto para ganado, y de aquella potencia natural tan preciada se cuida con pesticidas y glifosato.

Hay un engaño, involuntario a medias, en el diálogo relatado al principio. Los indios no fueron exterminados. Ahora mismo afluyen en gran número a Manaius desde sus aldeas en todos los rumbos del estados del Amazonas: Manaus es la ciudad que cuenta con más indígenas en un país, Brasil, que ya tiene más indios viviendo en las ciudades que fuera de ellas. Viven en terrenos ocupados en la periferia, o en pequeñas reservas naturales en los alrededores de la ciudad, o distribuidos por casi todos los barrios, donde sería más bien vano tratar de distinguirlos en medio de una población que se diferencia de ellos, más que nada, por haber llegado antes.
El engaño es involuntario solo a medias, porque, por duro que parezca maximizar las fechorías del pasado calificándolas como exterminio, ello es coherente con el tipo de progreso en uso: con los recursos humanos se hace lo mismo que con las infraestructuras, a cada paso se les entierra para hacerse con otros nuevos. El exterminio de la población original tiene un aspecto consolador: como ya no existen, pueden ser sustituidos con una población nueva, a la medida de los nuevos proyectos. Felizmente, la tesis no se sostiene: los indios son demasiado visibles, están ahí. La composición de alguna de esas villas indígenas de las afueras recuerda vivamente el mosaico étnico que las expediciones de captura creaban en las villas ribereñas del tiempo de la colonia: Miranha, Baré, Deni, Tikuna, Desana, todos juntos convirtiéndose en eso que alguien llamó después índio genérico, y más tarde en caboclos o ribereños. Porque la considerable matanza de indígenas que ocurrió durante siglos fue un efecto colateral de la busca de mano de obra -esclava. En su discurso progresista y nacionalista, los estados que se han incorporado la Amazonia -una decena, siendo Brasil el mayor- suelen defender, contra las reivindicaciones indígenas, una soberanía nacional que, para ser honestos, sólo existe por los indígenas. Ellos han sido la mano de obra, la fuerza armada y la clave para entenderse con el medio. Y, de cierta manera, lo siguen siendo: en muy buena parte, la vida en la Amazonia sigue basándose en claves indígenas, y lo que no es indígena pertenece a la categoría de lo aéreo, como las lechugas y los croissants; a un sistema rápido de exportación e importación; de migración, saqueo y retorno. En Manaus se puede hablar de la violencia de un progreso que se impone a una tierra y a los seres que la habitan, pero eso viene a ser banal: llama más la atención la incapacidad que ese progreso tiene de tomarse en serio a sí mismo. Es un progreso, cómo decirlo, alérgico a la historia. Cada vez que alguien esboza una crítica, responde con lo mismo: "la Amazonia no puede quedarse en la Edad de la Piedra" cuando lo que debería explicar es qué ha hecho con todas las edades que han venido después de esa de la piedra, que acabó, por suerte o por desgracia, hace mucho. Los indios que llegan a la ciudad no tienen un lugar claro en ese mundo: la opción más inmediata que se les ofrece es la de parecer restos del pasado, útiles para el turismo y para mantener verosímil esa alternativa entre el neolítico y el siglo XXI. Fuera de eso, está la alternativa de ese tipo de progreso al que le sobra rápidamente la gente que lo empujó.


Los aficionados al futbol de Manaus sigue sin entender por qué el "viejo" Vivaldão, un estadio cuyas instalaciones más recientes se habían inaugurado dos años antes, tuvo que ser arrasado para construir en su lugar una costosísima "Arena Amazônia" que, si las obra acaban a tiempo, admirará a los visitantes de la Copa. Si no acaban, no importa: las obras habrán su función esencial, esa que es mejor que nadie entienda.