domingo, 15 de noviembre de 2015

Estocolmo, Estocolmo


Quien se haya pasado por aquí habrá comprobado que hace tiempo que no escribo nada nuevo. Es que opinar sobre todo y cualquier asunto acaba cansando (al autor y/o a los lectores). Y he optado por abrir otro blog diferente en el que “solo” hablo de libros. Especialmente, pero no solo, de libros de antropología. Reseñas en español (las más), en portugués o alguna vez quizás en inglés. Para quien se interese, helo ahí:
Tigres de Babel

Pero... ya que estamos aquí aprovecharé para, como dijo aquel, hablar de mi libro. Del último, este:



Estocolmo, Estocolmo es una fábula político-psicótica que, quiero dejar claro, no habla de ningún país latino-americano en concreto: lo que es un modo -bastante común entre los escritores de este continente, y después de casi treinta años aquí ya vengo a ser uno de ellos- de hablar de todos. Incluso de algunos que no están en esta parte del mundo: el planeta entero se está volviendo territorio de colonias.
Su protagonista es un ex-guerrillero que no ha podido o no ha querido vivir de su pasado y más bien preferiría verlo desaparecer: pero no, el pasado se le cruza en el camino de un modo particularmente absurdo. Pero no más que tantas otras cosas que pasan lejos de las páginas de una novela.

Estocolmo, Estocolmo ha sido editado en la plataforma CreateSpace, vinculada a Amazon, en cuya web puede ser adquirido.




sábado, 13 de junio de 2015

Los impuestos placenteros


Supongo que la publicidad tuvo su inicio con la competencia comercial, cuando un buen letrero podía hacer que uno comprase sus zapatos al zapatero A y no al B, o fuese a beber en la taberna B antes que en la A. Mucho más adelante, la publicidad empezó a servir para que se comprasen cosas que sin la ayuda de la publicidad nadie compraría, o compraría mucho menos. Ya hace bastantes años que nadie pretende vender nada sin la ayuda de una cierta cantidad de publicidad, lo que quiere decir que, en media, hay un coste publicitario incluido en el precio de todo lo que se compra. Un coste mayor o menor pero nunca ausente, porque aun si un producto no gastase un céntimo en publicidad su precio sería definido por la media de la mayoría que sí lo gasta.
Ese coste debe ser muy alto, porque es fácil ver que da para mucho. Buena parte de los sueldos estratosféricos de quien gana sueldos estratosféricos (deportistas, por ejemplo, pero la lista es larga) viene de los contratos publicitarios; todo lo que se ofrece en este mundo como servicio o bien gratuito o semi-gratuito (un blogspot como este, las redes sociales o el google, las televisiones, la prensa gratuita, impresa u online, y un largo etc) se paga con la publicidad, y buena parte de lo que se paga para disfrutar o poseer también incluye, junto a su precio explícito, una publicidad, desde el transporte público con publicidad privada a los mismos periódicos que se compran en el kiosco, con sus páginas de anuncios. No deja de ser sorprendente que, mientras abundan los servicios por los que no se paga nada a cambio de la publicidad, son raros aquellos en que, a cambio de pagar algo más, la publicidad se excluya. Cuando contraté por primera vez un servicio de televisión de pago me sorprendió notar que en ella no faltaba publicidad; a veces, para ser sincero, sobraba, y mucho. Es decir, aparentemente se gana más con la publicidad que cobrando al cliente un poco más por un servicio sin publicidad.


La razón debe ser fácil de ver: con el precio se cobra a un cliente, con la publicidad se cobra, virtualmente, a todos, clientes o no. La publicidad ha accedido al mismo principio que funda los impuestos: cobrando un poco (o no tan poco) de todos se consigue mucho. Y al igual que los impuestos se hacen tolerables porque tenemos que mantener gastos públicos, el precio de la publicidad se legitima porque es razonable y conveniente que todos consumamos mucho más de lo que consumiríamos sin publicidad.
O sea, con la publicidad el capitalismo ha logrado una hazaña socializadora que ningún socialismo va a conseguir nunca: que todos paguemos un elevado impuesto privado sin chistar; o más bien, murmurando de placer.
Para ser justos, la publicidad extrae dinero público, tan público como el de los impuestos, porque, hechas las cuentas en común, se paga si se quiere como si no. Ya puedo detestar al famoso X, que si él cobra algunos millones por anunciar un coche, un dentífrico o un yogur, pagaré una parte de esos millones cada vez que compre el coche, el dentífrico o el yogur que anuncie, o pagaré el equivalente comprando cualquier otro -al mismo tiempo que pago, por ejemplo, el IVA, pero en ese caso sin saber cuánto estoy pagando. Aunque nunca haya visto la publicidad, aunque deteste la publicidad, aunque evite la publicidad o aunque compre contra la publicidad.
O sea, es dinero público. Es dinero público, pero no político, por así decir. Porque a diferencia de lo que ocurre -o se espera que ocurra- con los impuestos, no hay modo de saber cuánto pago al año por publicidad, ni a quién va ese dinero, ni cómo se administra. No puedo exigir un control de lo que se paga por publicidad, no puedo hacer objeción fiscal en la publicidad, no puedo influir de ningún modo en el destino de lo que pago por la publicidad. No puedo quejarme de que X vuele en primera clase y se hospede en hoteles de lujo con el dinero que pagué por la publicidad. En fin, es dinero público con un control absolutamente privado, del que nadie se queja.
Ah, sí, me olvidaba: sí puedo. Puedo dejar de comprar. Hay que reconocer que es todo un derecho.
Debe ser mucho dinero: la frase “contratos millonarios de publicidad” es una frase hecha en todas las lenguas, y todo indica que va creciendo, se va diversificando, personalizando y complicando. Las redes sociales cobran no sólo por la publicidad sino por la información que permite a la publicidad hacer mejor puntería sobre cada uno de nosotros en la publicidad. Como la eficacia de la publicidad crece en las grandes escalas, ella ayuda a que todos consumamos lo mismo, a que así el precio de producción baje y a que una parte creciente del precio final sea destinado a publicidad. Puede usted tiras la publicidad a la basura, que la seguirá pagando igual; por cierto, pagará también por la basura que usted mismo no se ha empeñado en producir, aunque nunca le dirán cuánto. De hecho, ese mundo de producción y consumo en masa en el que la publicidad es tan necesaria tiene altos costos colaterales que tampoco se especifican en la etiqueta, porque se pagan en otro momento. Aunque en conjunto sean inaceptables, qué más da: los habrá pagado usted a gusto.

lunes, 8 de junio de 2015

Más innovación tecnológica


Los periodistas especializados en innovación tecnológica son de una raza especial. Copio casi literalmente:

- ¿Cuál es la novedad tecnológica de la semana, Claudio?
- Cristina, la novedad tecnológica de la semana es que Microsoft ha incorporado al Skype su traductor de voz simultáneo en cuatro lenguas: mandarín, inglés, español e italiano. Eso quiere decir que, por ejemplo, podremos hablar gratis por Skype con un amigo de Shanghai que sólo hable mandarín. Tu hablas en español y él oye a un robot, con la voz que tu escoges, hablando en mandarín; y viceversa. ¿Te imaginas?

(Me imagino, si, me imagino. Es un deseo pendiente desde la confusión babélica: hablar con un amigo de Shanghai sin que ninguno sepa la lengua del otro. Qué más se puede pedir que tener amigos con los que no se tenga ni una lengua en común pero sí un dispositivo de comunicación on line gratuito. Copio y pego de un texto enviado por un ciudadano chino a un foro de discusión sobre el aniversario de Tian an Men, obviamente traducido por un traductor automático, que puede darnos una idea de lo que será esa conversación:
“En su temeraria , cada oportunidad , el gobierno " no a través de los buenos tiempos económicos es" el fin de mostrar la influencia de sus propuestas políticas y España para corregir el mal, de oro, para ser exactos, " es un estado , y la persecución de los pies de capitalización su enorme gasto. Los dos directores en Madrid , dijo que China está en silencio , por lo que el PP , acusó disposición conveniente . Mariano planea en secreto, Obama y sus secuaces. La cifra más alta a cargo de la educación, la Mesa, Madrid, Salvador Victoria Lucía Figar y después de Tiananmen Square Group, acusado de trabajar por la justicia social cartaginesa renunció dos días de los tribunales nacionales. ")



Pero espera: las noticias de innovación tecnológica no han acabado:

- Vamos a ver, Claudio, las aplicaciones de ese traductor podrán ser enormes...

- ¡Desde luego! Imagínate, por ejemplo, que de ese modo los call center podrán funcionar veinticuatro horas al día, atendiendo tus llamadas desde cualquier punto del planeta, y respondiendo en tu lengua. ¿Te imaginas?


(Me imagino:
-Esto es la servicio de atención a lo cliente de Bodriofone. Detectamos que llamada la su procede de Spain, si lengua hablar desee otra en marque 1...
- ¿?¿?¿?¿?
- Oferta en de Multimedia planos New Generation informe si desee en marque 2, Ficha cliente formulario en marque 3, Plan de Puntos actualizar para marque 4, Free Roaming dos la embute marque 5...
- ¿?¿?¿?¿?)

El programa sobre innovación tecnológica continua, poniendo sobre la mesa preocupaciones políticas:

- Pero y eso no supondrá algún problema laboral?
- Cristina, cuando se inventó la luz eléctrica hace más de un siglo algunos sindicatos decían que era un medio que los patrones tenían para hacerlos seguir trabajando toda la noche. ¿Te imaginas? Claro que eso no ocurrió, ¡lo que ocurrió fue que las fábricas pudieron empezar a trabajar en tres turnos! ¡Tres veces más puestos de trabajo! ¿Te imaginas?


Los periodistas especializados en tecnología -o bien: una buena parte de ellos- deben constituir la primera generación de estafadores profesionales que no necesita usar la imaginación, ni siquiera la inteligencia, para engañar a ciudadanos que las usan aún menos, porque no da tiempo. Hay novedad tecnológica todas las semanas o todos los días: unas caen en el vacío, otras se vuelven imprescindibles en cosa de semanas, pero para cuando caigan en el olvido no habrá dado tiempo aún a pensar si realmente tenía algún interés. Qué más da: para entonces, sin importar lo sorprendente, trascendental o ridícula que sea, el dueño de la innovación tecnológica (todas tienen dueños, casi siempre son los mismos) ya la habrá convertido en medio de ganar aún más; y aunque hayamos desistido de nuestro amigo de Shanghai, siempre podremos conversar con un subproletario de un call center en Indonesia.

domingo, 31 de mayo de 2015

Kett y el concepto de propiedad


Robert Kett fue un terrateniente de Norfolk que, en julio de 1549, se vio, un poco por azar, convertido en lider de una revuelta campesina. Una revuelta contra el cercado de las tierras. No por el reparto de las tierras, sino contra su cercado. Hasta entonces, los dominios señoriales eran objeto de un complejo sistema de derechos sobrepuestos -rentas, aprovechamiento de pastos o bosques para heno y leña, habitación, paso, un largo etc. Los señores empezaron a abolir esos derechos para cercar la tierra y convertirla en propiedad privada stricto sensu, o sea en una cosa que se puede empaquetar y usar, dejar de usar, vender o estragar como convenga. La coyuntura internacional de mediados de aquel siglo hacía más rentable abandonar la agricultura y dedicar toda la tierra a pasto de lanares para exportación, dejando a un lado aquella finalidad obsoleta de alimentar a sus habitantes.
A Kett, aunque terrateniente, eso le pareció abusivo y por ello se puso al frente de los campesinos. Dirigió al rey, muy respetuosamente, un pliego de reivindicaciones muy moderadas que, en suma, pedía que se respetasen las leyes existentes.



Con su ejército de paletos rechazó el ataque del ejército de los nobles y tomó la ciudad de Norwich. El pánico cundió en las altas esferas y, después de varios intentos fallidos Kett y los suyos fueron finalmente derrotados por un ejército de mercenarios extranjeros dirigido por un duque nacional. Aunque la revuelta había sido de una extrema contención en sus modales, la represión no lo fue: las horcas funcionaron a todo pasto y se dice que sólo pararon cuando el duque comentó a uno de los triunfadores más entusiastas: "Si los matas a todos, tendrás que limpiar los establos tu mismo". Kett, a pesar de toda la moderación ya dicha, fue condenado por alta traición. A la pena reservada para estos casos, o sea la de ser ahorcado, destripado y descuartizado. No estaba en manos de cualquier patoso hacer eso manteniendo al reo vivo hasta el final (ese era el espíritu de la cosa) y era difícil traer desde Londres un ejecutor cualificado, de modo que se optó por colgar a Kett de unas cadenas en el muro del castillo de Norwich y dejarlo allí, vivo, hasta que se pudriese, en diciembre del mismo año.

La larga disputa por la privatización de las tierras, que comenzaba por entonces y duró tres siglos más, ya ha sido de sobra tratada por los historiadores del capitalismo. Si vale la pena recordar el episodio, y en particular sus detalles macabros, es para hacer notar algo sobre lo que oigo llamar a veces "el concepto occidental de propiedad", o "el concepto occidental de territorio", resultado de una tendencia natural del ser humano (cultivar lo que es mío y sólo mío) o, al menos, de la racionalidad económica. En la tierra natal del capitalismo, Inglaterra, ese concepto de propiedad privada de la tierra se impuso, sí, por una evolución natural y racional de los conceptos... auxiliada por un uso generoso de tropas mercenarias y suplicios públicos.
Los liberales y los marxistas se han turnado para justificar aquellas viejas masacres: los unos olvidándolas y suponiendo que al dogma de la propiedad privada se llegó por una sensata cuenta de gastos y ganancias, y los otros postulando que toda esa barbarie era necesaria para abolir un sistema feudal y avanzar, avanzar siempre hacia el paraíso del futuro donde habrá riqueza e igualdad para todos. Unos y otros coinciden en que la tendencia campesina a agarrarse a cuatro manos al pedacito de tierra propia es señal de un conservadurismo de nacimiento, un poco cazurro, y no de esa experiencia de que en tierra de cercados quien no tiene cerca está en la puta calle.

Hay que reconocer que al paraiso del futuro le cuesta llegar. Lo que sí han hecho llegar las barbaries de 1549 (y muchas otras después) es una situación en que la propiedad privada del suelo no se discute. ¿Y por qué no se discute, si se discutía hace quinientos años? Bien, porque la propiedad privada del suelo, madre de la propiedad privada en general, se ha revelado muy productiva: produce ingentes cantidades de bienes (aunque no un buen modo de distribuirlos), produce una especulación imparable y produce, por lo que parece, una solución final de la civilización que la creó. En Brasil, donde resido, los indios, que vivieron mucho tiempo sin necesidad de cercas, tienen que hacer esfuerzos ímprobos para que se les reconozcan unas tierras destinadas para vivir y no para sacar de ellas el mayor provecho posible, y eso que la Constitución les reconoce tierras destinadas a vivir a su modo. Pero es mucha tierra para pocos indios, dicen algunos. Curiosamente, esa misma Constitución no dice una palabra sobre el destino del resto de las tierras, esas que corresponderían a los otros doscientos millones de habitantes. Deve ser porque no hace falta especificarlo: será el destino que les den sus dueños mayoritarios -que son menos que los indios- porque en cuanto a que sea propiedad de alguien parece que no hay que dar mayores explicaciones, es lo más natural del mundo. Por mucho que ese concepto tan natural no sea más que uno de los muchos modos posibles de disponer de la tierra (concesiones, alquileres, usos comunales, dominio difuso, propiedad pública, propiedad privada, etc etc.) entre los que sólo se destaca porque ha hecho ahorcar a mucha más gente.

jueves, 16 de abril de 2015

La chica que salta y el bar de José


El bar de José es uno de los más populares de mi ciudad. Una persona en la cocina y él en la barra se las arreglan para mantener el mostrador lleno de doce tapas diferentes, servir, cobrar, dar el cambio, poner vajillas a lavar -y barrer, cuando lo permite la muchedumbre, varias decenas de clientes por hora. En el bar de José entras, bebes y comes bien en un quinto del tiempo que te llevaría tragar algún bodrio en un fast-food. José trabaja mucho y gana bastante dinero: si se le va a creer, casi todo lo que sirve viene de productores que no quedan muy lejos, a los que paga puntualmente.
El bar de José es un ejemplo extremo de la eficiencia de la empresa privada, pero es quizás demasiado pequeño para que se le pueda llamar empresa.
Veamos así la empresa de la que he comprado mi último chisme electrónico: las piezas son fabricadas en un país con materiales producidos en un segundo y un tercero, son montadas en un cuarto según diseño ideado en un quinto. En un sexto país donde los impuestos son desconocidos está la sede de la empresa, cuyo principal accionista es un banco situado en un séptimo pero con ramificaciones en otros ciento cuarenta, uno de ellos el mío, donde una concesionaria de la marca me ha vendido el chisme; si se estropea, la responsabilidad es de otra empresa del país vecino. Pero yo ya sé que cuando se estropee o se vuelva lento lo que debo hacer es tirarlo a la basura y comprar otro, porque todo esa maravillosa organización sólo puede mantenerse, y seguir fabricando chismes tan asequibles, si yo vuelvo a comprárselo una y otra vez.
Eso sí que es un ejemplo de empresa, pero ya no está tan claro que sea privada: en toda su extensión incluye una inmensa burocracia, requerida para coordinar todo eso, y está activamente implicada (eso incluye de vez en cuando el soborno) en las políticas de los países en que actúa, para garantizar las “condiciones de competitividad”, o la “salud del sistema financiero”, o la portentosa “infraestructura de comunicación y transporte” que sus actividades exigen.
Si no está claro que sea privada, lo que está desde luego es que genera enormes lucros privados, después de trasferir para el sector público buena parte de sus costes, porque, como nos recuerdan los entendidos en iniciativa privada, nada es gratis: tampoco los requisitos y los efectos de ese trasiego y esa infinita producción de chatarra tóxica.
El caso es que las cosas son así: es un sistema. No hay cómo saber si habría cómo fabricar ese chisme electrónico -que al parecer se ha vuelto imprescindible- de un modo más simple y más próximo. Si fuese materialmente posible, sería económicamente imposible porque la inversión, claro está, se va a esas grandes organizaciones capaces de hacer pagar al sector público lo más feo de la cuenta.
Si tiene que ser así y no puede ser de otro modo, entonces es más que un sistema: es un problema. Como ese problema se ha hecho ya muy grave (¿hay que decirlo?) es obvio que las autoridades competentes se dirigirán al público y le dirán: “tenemos un problema, habrá que pensar qué hacer con él”. ¿A que sí? ¡No! Lo que hacen es decir que, a pesar de todo, hay que reforzar ese sistema: es excelente, el mejor que hay, el más eficiente: y si no lo entendemos nos ponen de ejemplo el bar de José.



Entonces llega la chica que salta, se sube a la mesa y empieza a soltar papeles y a gritar una cosa sobre “imponer a la gente una narrativa demente y quitarle su dignidad para venderla a los bancos”, y muchos clientes del bar de José no lo entienden: ¿narrativa? ¿de qué habla?

martes, 7 de abril de 2015

Dos veces ciento y pico de muertos


Los psiquiatras nos han fallado. No solo han sido incapaces de evitar que el co-piloto hiciese lo que hizo; además, insisten en que no lo podrían haber evitado. Una depresión debería impedir que un aviador subiese a la cabina, cierto, pero lo que hizo el copiloto se debió a algo muy diferente: lo definen como un potente narcisismo gravemente frustrado para el que, aparentemente, no hay pastillas en la farmacia.
Eso se parece demasiado a una culpabilidad individual, que de todas las explicaciones de un mal es, hoy por hoy, la menos satisfactoria: si la culpa es de una institución o una corporación hay alguna esperanza (no tan fundada) de pedir cuentas, o de exigir que se tomen medidas, pero un mundo de culpabilidades individuales es inquietante, un campo minado con una mina por cabeza.
Pero quizás no haya que desistir tan pronto: si quisiésemos, quizás podríamos encontrar culpables adecuados. Por ejemplo, culpables del potente narcisismo del copiloto. ¿Quienes son esos canallas que a pretexto de cualquier cosa -campeonatos deportivos, campañas electorales, anuncios de coches, de viajes o de margarinas, de colegios para los hijos- andan gritando que no hay límites para nuestros sueños? Todo indica que el copiloto había sufrido un lavado de cerebro de este tipo: no le acuciaba la miseria, no se había quedado sin nada que hacer en la vida, pero lo único que le importaba era el sueño de volar muy alto y muy lejos, que es una de las primeras formas de la falta de límites que se le ocurre a una mente con poca imaginación. Como no iba a ser posible, y como el piloto no tenía ni intereses que no fuesen sus sueños ni un responsable a mano a quien pedir cuentas, decidió hacérselo pagar a los ciento cincuenta pasajeros. La idea de que no hay límites es desde luego falsa - si no existiesen por si mismos ya bastaría con la masa de humanos empeñados en elevarse sobre la masa- y además es profundamente nociva: que lo diga cualquiera que tenga un vecino convencido de que los límites no se han hecho para él. Se le podría dar un nombre: ilimitismo. Los ilimitistas están por todas partes, y las autoridades no hacen nada por ponerles coto: hay gurus del ilimitismo; hay sectas ilimitistas, la mayor parte escondidas tras empresas de fachada; hay incluso estados ilimitistas, y toda nuestra economía está basada en el ilimitismo. Sus cultivadores deberían ser puestos en alguna lista negra, porque si es verdad que el desastre de los Alpes se debió a un narcisismo frustrado habría que preocuparse por esas ingentes cantidades de narcisismo esparcidas por el mundo a la espera de frustración.

Un grupo armado ha acabado con la vida de ciento y pico estudiantes indefensos en Kenia, y no se ve ninguna campaña con el lema “je suis un estudiante de Kenia”. Tampoco hay, que yo sepa, nadie ocupado en recriminar a sus semejantes que no hayan lanzado esa campaña. O sí, bueno: el Papa se ha quejado de esa indiferencia. En los tiempos del “Je suis Charlie”, por el contrario, había cientos de alternativas “je suis X”, indicando la infinidad de causas más sangrantes que la de París por las que uno podía indignarse. Pero su valor radicaba, a lo que se ve, no en ser sangrantes sino en ser eventualmente más sangrantes que la de los otros.
Se puede entender: los sentimientos de solidaridad no son infinitos, de modo que son muy disputados, y los suele ganar quien tiene más medios a su disposición, porque los tiene o porque los enemigos de sus enemigos los tienen.
Estudiantes kenianos no se encuentran en ese caso: son kenianos, y están lejos de esos focos que abundan, por ejemplo, en París. Son demasiado kenianos, incluso, para que los que montan guardia contra la amenaza islamista se ocupen en hacer bandera de su asesinato. El cual tampoco es atractivo para los que criticaban el “je suis charlie”. En el caso de Kenia no se explica mucho con sacar a relucir el colonialismo, los agravios norte-sur o el racismo: habría que esforzarse un poco más y, por desgracia, lo que da más impacto a las causas más justas del planeta no es que sean justas sino que estén listas para efecto inmediato.
Sospecho que la globalización de nuestra ciudadanía no es tan amplia como se cacarea: lo que ocurre en un rincón distante del planeta nos interesa, sí, pero como una especia exótica que acentúa el sabor de disputas bien conocidas. Fuera de eso, la solidaridad de las redes sociales globales es como un placebo del que es peligroso fiarse.

lunes, 12 de enero de 2015

Ser o no ser Charlie (Primera parte)


Leyendo lo que se escribe, a propósito de Charlie, en algunos sectores multiculturalistas, me temo que el relativismo se está desperdiciando mucho. A las declaraciones del género “Je suis Charlie” han sucedido prontamente otras que, tras rechazar el atentado, enumeran lo que los muertos, o su país, o su continente, hicieron para provocarlo. O, más directamente, se dice que el atentado ha sido una respuesta a la opresión colonial; o que el homenaje a sus víctimas, con toda esa celebración de las libertades occidentales, no pasa de una de esas propagandas universalistas que predican la tolerancia mientras oprimen y desprecian las diferencias.
Convendría mirar la cosa con más cuidado, lo que puede hacerse sin ser un especialista en la materia.

1. Para empezar: un árabe no es lo mismo que un musulmán, que no es lo mismo que un islamista. Los dos primeros pueden ser buenos destinatarios de ese beneficio relativista. El tercero no, porque no quiere relativismos. El Islam es tan universalista como el cristianismo o como la cultura occidental. Desde el principio, está ligado a un proyecto civilizatorio, o si se prefiere otro modo de decirlo, imperialista, en competición con el cristiano/occidental. Durante unos mil años, predominó claramente sobre él, ocupando el sur y este de Europa, antes de empezar a perder terreno y sufrir, con la expansión colonial europea, la reversión del status anterior. Mientras predominó, hizo lo que suelen hacer los imperios predominantes. Cuando dejó de hacerlo, surgió el islamismo propiamente dicho, que es una reacción no tanto al colonialismo como a la frustración de haber visto decaer un proyecto imperial propio: hay algunas diferencias entre esas dos reacciones.
2. Islam y Cristianismo se parecen mucho: tienen un origen común, comparten muchas devociones y muchas reglas. Difieren en sus méritos, pero en lo que tienen de peor llegan a ser terriblemente próximos, de modo que resulta muy extraño que, desde fuera de ellas, alguien reivindique las reglas de uno como expresiones de la diferencia mientras ataca las del otro como opresiones absurdas. En algo se parecen mucho las dos religiones: ambas dan sus mejores frutos cuando se toman en mínimas dosis, y se vuelven muy molestas cuando asumen en pleno el poder político. Lo de Charlie no es una respuesta visceral a una ofensa. Ni cristianos ni musulmanes poseen una glándula que les haga disparar cuando alguien blasfema; suelen pensar que Dios Todopoderoso puede defenderse solo. El castigo de la blasfemia corre a cargo, más bien, de una cadena de mando que a su vez tampoco posee glándulas, y que usa el castigo para ejercer su control, obligando a buenos y malos a formar a ambos lados de la línea. El atentado de Paris es islamista, más que árabe o musulmán, y se ha desatado contra las caricaturas agresivas de Charlie Hebdo como lo hizo contra las caricaturas mucho más suaves del periódico danés, o contra la paráfrasis ambigua de Mahoma que hizo Salman Rushdie, sin citarlo siquiera por su nombre. Cuando un proyecto político necesita pretextos, siempre los encuentra.
3. El Islam, que llegó a controlar la mitad de Europa, controla también la mitad de África. Ha llegado a ello no por casualidad, sino enfrentando resistencias muy notables por parte de los paganos locales. Ese frente de expansión avanza actualmente por el centro del continente y adopta procedimientos que no dejan a deber a otros colonialismos, de la misión a la absorción económica, pasando por la guerra. Al tiempo que ocurrían los atentados islamistas en París, otra serie de atentados han afectado el norte de Nigeria, causando víctimas mucho más numerosas. La noticia ha tenido muy poco eco, porque a los propagandistas del prodigio occidental no les quita el sueño la muerte de unos aldeanos distantes, y porque a los propagandistas pos-coloniales las masacres no parecen inspirarles nada cuando no sirven para reforzar su discurso corriente.
4. Los árabes y los musulmanes son muchos más que los islamistas, tanto en el mundo en general como en Francia en particular. Basta una ligera incursión por la literatura árabe para percibir que eso ha sido siempre así: por las mismas razones que los cristianos, sólo una parte de ellos se une activamente a los proyectos imperiales, y casi todos prefieren que su religión, por mucho que la amen, les deje vivir a su aire. Suponer que los musulmanes que se manifiestan contra el atentado de París lo hacen por hipocresía (como supone la extrema derecha) o por coacción, miedo o reflejo de subalterno (como suponen algunos multiculturalistas) es demasiado suponer.

Por fin; hay un tiempo para cada cosa. Las buenas maneras recomiendan que cuando alguien muere, y más si muere violentamente, se le hagan sus honras fúnebres y se le elogie todo lo posible. Quien con el cadáver aún caliente sale a público a decir qué hizo para merecer eso acaba pareciéndose, lo quiera o no, a aquelos frailes que acompañaban al condenado y, mientras lamentaban la muerte del sujeto, no perdían la oportunidad de pregonar los pecados que lo llevaban a la hoguera.
De lo que hacía Charlie será mejor, pues, hablar otro día.