domingo, 31 de mayo de 2015

Kett y el concepto de propiedad


Robert Kett fue un terrateniente de Norfolk que, en julio de 1549, se vio, un poco por azar, convertido en lider de una revuelta campesina. Una revuelta contra el cercado de las tierras. No por el reparto de las tierras, sino contra su cercado. Hasta entonces, los dominios señoriales eran objeto de un complejo sistema de derechos sobrepuestos -rentas, aprovechamiento de pastos o bosques para heno y leña, habitación, paso, un largo etc. Los señores empezaron a abolir esos derechos para cercar la tierra y convertirla en propiedad privada stricto sensu, o sea en una cosa que se puede empaquetar y usar, dejar de usar, vender o estragar como convenga. La coyuntura internacional de mediados de aquel siglo hacía más rentable abandonar la agricultura y dedicar toda la tierra a pasto de lanares para exportación, dejando a un lado aquella finalidad obsoleta de alimentar a sus habitantes.
A Kett, aunque terrateniente, eso le pareció abusivo y por ello se puso al frente de los campesinos. Dirigió al rey, muy respetuosamente, un pliego de reivindicaciones muy moderadas que, en suma, pedía que se respetasen las leyes existentes.



Con su ejército de paletos rechazó el ataque del ejército de los nobles y tomó la ciudad de Norwich. El pánico cundió en las altas esferas y, después de varios intentos fallidos Kett y los suyos fueron finalmente derrotados por un ejército de mercenarios extranjeros dirigido por un duque nacional. Aunque la revuelta había sido de una extrema contención en sus modales, la represión no lo fue: las horcas funcionaron a todo pasto y se dice que sólo pararon cuando el duque comentó a uno de los triunfadores más entusiastas: "Si los matas a todos, tendrás que limpiar los establos tu mismo". Kett, a pesar de toda la moderación ya dicha, fue condenado por alta traición. A la pena reservada para estos casos, o sea la de ser ahorcado, destripado y descuartizado. No estaba en manos de cualquier patoso hacer eso manteniendo al reo vivo hasta el final (ese era el espíritu de la cosa) y era difícil traer desde Londres un ejecutor cualificado, de modo que se optó por colgar a Kett de unas cadenas en el muro del castillo de Norwich y dejarlo allí, vivo, hasta que se pudriese, en diciembre del mismo año.

La larga disputa por la privatización de las tierras, que comenzaba por entonces y duró tres siglos más, ya ha sido de sobra tratada por los historiadores del capitalismo. Si vale la pena recordar el episodio, y en particular sus detalles macabros, es para hacer notar algo sobre lo que oigo llamar a veces "el concepto occidental de propiedad", o "el concepto occidental de territorio", resultado de una tendencia natural del ser humano (cultivar lo que es mío y sólo mío) o, al menos, de la racionalidad económica. En la tierra natal del capitalismo, Inglaterra, ese concepto de propiedad privada de la tierra se impuso, sí, por una evolución natural y racional de los conceptos... auxiliada por un uso generoso de tropas mercenarias y suplicios públicos.
Los liberales y los marxistas se han turnado para justificar aquellas viejas masacres: los unos olvidándolas y suponiendo que al dogma de la propiedad privada se llegó por una sensata cuenta de gastos y ganancias, y los otros postulando que toda esa barbarie era necesaria para abolir un sistema feudal y avanzar, avanzar siempre hacia el paraíso del futuro donde habrá riqueza e igualdad para todos. Unos y otros coinciden en que la tendencia campesina a agarrarse a cuatro manos al pedacito de tierra propia es señal de un conservadurismo de nacimiento, un poco cazurro, y no de esa experiencia de que en tierra de cercados quien no tiene cerca está en la puta calle.

Hay que reconocer que al paraiso del futuro le cuesta llegar. Lo que sí han hecho llegar las barbaries de 1549 (y muchas otras después) es una situación en que la propiedad privada del suelo no se discute. ¿Y por qué no se discute, si se discutía hace quinientos años? Bien, porque la propiedad privada del suelo, madre de la propiedad privada en general, se ha revelado muy productiva: produce ingentes cantidades de bienes (aunque no un buen modo de distribuirlos), produce una especulación imparable y produce, por lo que parece, una solución final de la civilización que la creó. En Brasil, donde resido, los indios, que vivieron mucho tiempo sin necesidad de cercas, tienen que hacer esfuerzos ímprobos para que se les reconozcan unas tierras destinadas para vivir y no para sacar de ellas el mayor provecho posible, y eso que la Constitución les reconoce tierras destinadas a vivir a su modo. Pero es mucha tierra para pocos indios, dicen algunos. Curiosamente, esa misma Constitución no dice una palabra sobre el destino del resto de las tierras, esas que corresponderían a los otros doscientos millones de habitantes. Deve ser porque no hace falta especificarlo: será el destino que les den sus dueños mayoritarios -que son menos que los indios- porque en cuanto a que sea propiedad de alguien parece que no hay que dar mayores explicaciones, es lo más natural del mundo. Por mucho que ese concepto tan natural no sea más que uno de los muchos modos posibles de disponer de la tierra (concesiones, alquileres, usos comunales, dominio difuso, propiedad pública, propiedad privada, etc etc.) entre los que sólo se destaca porque ha hecho ahorcar a mucha más gente.